Y así pasaron los años de la adolescencia de María. Se fue poniendo cada vez más atractiva, con su aire misterioso y triste, y la pretendieron muchos hombres. Salió con uno, con otro, soñó y sufrió, a pesar de la promesa que había hecho de no volver a enamorarse. En una de esas citas perdió la virginidad en el asiento trasero de un coche; ella y su novio se estaban tocando con más ardor que de costumbre, el chico se entusiasmó, y ella, cansada de ser la última virgen de su grupo de amigas, permitió que él la penetrase. Contrariamente a la masturbación, que la llevaba al cielo, aquello sólo la dejó dolorida, con un hilo de sangre que manchó la falda y que le costó limpiar. No tuvo la sensación mágica del primer beso, las garzas volando, la puesta de sol, la música… no, no quería acordarse más de aquello.

Hizo el amor con el mismo chico algunas veces más, después de amenazarlo, diciendo que su padre sería capaz de matarlo si descubría que habían violentado a su hija. Lo convirtió en un instrumento de aprendizaje, intentando entender a toda costa dónde estaba el placer del sexo con una pareja.

No lo entendió; la masturbación daba mucho menos trabajo, y muchas más recompensas. Pero todas las revistas, programas de televisión, libros, amigas, todo, ABSOLUTAMENTE TODO, decía que un hombre era importante. María empezó a creer que debía de tener algún problema sexual inconfesable, se concentró aún más en los estudios y olvidó por algún tiempo esa cosa maravillosa y asesina llamada Amor.