Extractos de los interrogatorios conservados en los archivos de la Santa Inquisición de Foix, dirigidos por el reverendo obispo Bérulle de Noy, en Sabarthés, Tarles, septiembre de 1290.
Nosotros, Aveyron Quentin y Sidoine Méliesse, vicario perpetuo del obispo de Noy y relator en el tribunal sinodal de Sabarthés, en esta vigilia de la natividad de María, en el segundo año del reinado de Felipe de Francia, confirmamos como válidas y legítimas las declaraciones bajo juramento de Chrétiennotte Paquín, hija de Bréand Paquín y de Guillemine Got, y ahijada del padre Anselmo, limosnero de Domines.
Las antedichas declaraciones, recogidas bajo la autoridad de monseñor de Noy, atestiguan elementos relativos a los asesinatos de la diócesis de Draguan y abren el gran procedimiento de la asamblea jacobina de Passier. Dictada orden ejecutoria de que todos los testimonios relacionados con este asunto sean oídos y depuestos ante una autoridad eclesiástica, los jueces y magistrados de la primatura han designado como único instructor a monseñor de Noy, en cuya presencia serán registradas confesiones y penitencias.
Dicha acta está certificada en Tarles, en el palacio episcopal, en presencia de los dos asesores y del reverendo obispo inquisidor. Ha sido levantada en pergamino por el relator Sidoine Méliesse, en el día de hoy y el año antedicho.
… El relator estaba, como de costumbre, a la izquierda del obispo, ante un pequeño escritorio de madera. La sesión del 7 de septiembre de 1290 todavía no había empezado. En esos momentos, el inquisidor tomaba asiento bajo la gran cruz verde, y el vicario Quentin se ponía la golilla negra y la capa de dominicano, de pie junto a una puerta. El único que estaba preparado era el relator Méliesse, que daba vueltas ante su pupitre desde el amanecer. Sus hojas estaban hábilmente inclinadas y estiradas mediante bolitas de plomo; había afilado cinco plumas de barnacla, preparado un cuerno de tinta lleno hasta el borde, un rascador de piel y una jofaina de agua fría para desentumecerse los dedos: el escribano preveía una larga jornada. Los inquisidores de Passier sólo lo elegían para audiencias delicadas o de carácter clandestino. Méliesse era un relator célebre: escribía al ritmo del dictado y podía recoger en una simple tablilla el resumen de varios días de apretados interrogatorios. Traducía de oído el occitano y el provenzal de los testigos del sur a un latín ejemplar. Este modelo de escribanos, muy apreciado por los tribunales eclesiásticos, permitía a los jueces del reino arrojar la sospecha de herejía sobre la deposición más insignificante. La pluma de Méliesse, alabada por todos los magistrados de su tiempo, era ágil, legible y sin fisuras. La sesión de ese día, cerrada al público y a los bailes del prebostazgo, no podía prescindir de los talentos de aquel hombre rechoncho, invariablemente embutido en un hábito manchado de tinta.
El Tribunal de la Inquisición estaba instalado en uno de los patios cubiertos del obispado de Tarles. Era una vasta sala con tres grandes puertas. Medía más de sesenta pies de ancho y veinte pérticas de largo. El techo se perdía en húmedos dovelajes, enranciados ya por el tiempo. Vitrales azulados con sales de cobalto filtraban la luz. Los estrados estaban desiertos y hacían que los pasos resonaran sobre el suelo sin intersticios hasta los últimos rincones de la sala.
El reverendo inquisidor de Noy, sentado en un sillón plegable flanqueado por dos grifos, era tan inquietante como aquellos muros carbonosos. Estaba tan seco, y su asiento era tan estrecho, que ambos parecían formar un solo ser, altivo, glacial, tieso como una columna de mármol. Bérulle de Noy era famoso por su habilidad para arrancar la verdad a los fieles más marrulleros («hacer parir a la oveja», se decía). Vestía la larga túnica griega de color vino de los obispos del sur.
El vicario y el relator esperaron a que su superior abriera la sesión. No se oía más ruido que el lejano eco del ángelus matutino cantado por los monjes de la abadía. Puntual y respetuoso, Noy esperó a que el coro terminara su último himno para iniciar el proceso.
Quentin, el vicario perpetuo, abrió la puerta de inmediato. Tras los batientes aparecieron un subdiácono y dos muchachas, apretadas una contra otra, con los ojos muy abiertos, las piernas temblorosas y las muñecas flojas. Vestían largos briales deshilachados, burdamente remendados y zurcidos. Sus calzas aún estaban manchadas de barro. Aquellas dos campesinas eran los primeros testigos del caso de Draguan. Quentin las hizo pasar. Méliesse empezó a transcribir de inmediato.
La sesión se inició tras los cantos de laudes en la sala San Anastasio del obispado de Tarles. Las dos jóvenes Paquín y Got fueron conducidas ante monseñor de Noy por el subdiácono Amneville. Este último las hizo sentarse ante Su Excelencia, pero no asistió al interrogatorio. Las chicas hicieron la señal de la cruz antes de declararse sumisas al examen. No obstante, monseñor de Noy las intimó a rezar dos padrenuestros como suplemento. Las testigos se plegaron a ello de buen grado…
… así pues, las dos muchachas se mostraban buenas cristianas. El obispo de Noy conocía perfectamente los engranajes de la justicia eclesiástica y sabía que unas simples ambigüedades podían hacerle perder su investidura. Temía que su proceso se relacionara con nuevas revelaciones sobre las herejías cataras, ámbito ajeno a su competencia. Aquellas creencias eran célebres: el obispo sabía que, en conciencia, los herejes no podían recitar un padrenuestro o un credo sin incurrir en las iras de su comunidad y de sus ángeles. Para el cátaro, el cuerpo humano era demasiado impuro para evocar verbalmente el nombre de Dios o rezarle en una invocación santa. La boca del hombre no podía servir al mismo tiempo para ingerir alimentos terrenales (que más tarde serían expulsados de forma inmunda por ese mismo cuerpo impuro) y cantar en voz alta la gloria del Señor. Entre los cátaros, el nombre de Dios sólo se pronunciaba interiormente. Al hacer recitar aquellos dos padrenuestros a sus primeros testigos, Noy subrayaba la singularidad del caso; no tenía ninguna relación con el conflicto de los albigenses, los vadianos, los patarinos, los fraticelos o los antiguos bogomiles de Bulgaria. Era un caso aislado y, en consecuencia, históricamente ilustre.
El obispo de Noy: «Jóvenes Paquin y Got, en el día de hoy os escucho en nombre y lugar de la curia inquisitorial. Seréis conducidas a repetir ante nosotros el encadenamiento circunstanciado de los hechos que presenciasteis cerca de la localidad de Domines, al comienzo del asunto llamado de “Meguiddo”. Para el relator sinodal, tened a bien declarar en primer lugar vuestro nombre, estado, edad y sexo así como los que teníais en el momento de los hechos que examinaremos en el día de hoy».
El obispo señaló a Chrétiennotte Paquin. Era la más joven de las dos testigos. Tenía grandes ojos claros, cabellos como hilos de oro y tez lechosa como la de un niño. Su rostro celestial contrastaba violentamente con aquel Tribunal de Fe lleno de tinieblas.
Chrétiennotte Paquin: «Me llamo Chrétiennotte Paquin. Soy la hija menor del zapatero Bréand Paquin, aprendiza de tejedora al servicio de Bruñe Halibert, prometida desde el día de Todos los Santos a Gaétan Gauber, mozo de cuerda. Tengo catorce años y aún soy pura. La Aparición se produjo el décimo año de la muerte del anterior rey Felipe. Yo tenía siete años».
Guillemine Got: «Me llamo Guillemine Got, hija de Everard Barbet, en otro tiempo de Tarascón, mujer del latonero Simeón Got. Tengo tres hijos y nunca he sabido mi edad; según dicen, por entonces tenía unos diez o doce años».
La latonera era más aplomada que su amiga. Estaba más curtida. No obstante, ambas muchachas hablaban con bastante desparpajo. Sus cuerpos parecían más pequeños en las bajas sillas de enea.
El obispo de Noy: «Repetid ahora lo que desde hace siete años es del dominio público en la diócesis de Draguan, y que hoy debe ser redactado para el Tribunal. Decid lo que me revelasteis bajo el secreto de la confesión cristiana, exento ante Dios de todo pecado y de toda deformación falaz».
Bérulle de Noy era un inquisidor hábil. Nunca interrogaba a sus testigos bajo juramento. Sencillamente, les recordaba un juramento anterior, a veces muy lejano en el tiempo. Esa pequeña perfidia profesional le había permitido pronunciar sentencias espectaculares, a veces apoyándose en un simple falseamiento de promesas. Noy pertenecía a esa raza de examinadores que descubrían herejes en cualquier inocente. No recurría a la tortura jamás; su sola presencia bastaba para amedrentar a los acusados y hacerles admitir más de lo que podían.
Chrétiennotte Paquin: «Nuestra historia empezó poco después de las rogativas del día de San Marcos, en la época en que los olmos empiezan a echar hojas».
Guillemine Got: «Jugábamos juntas a la orilla del río Montayou; en secreto, porque nuestros padres nos tenían prohibido acercamos a esa parte del pueblo».
Chrétiennotte Paquin: «La aparición se produjo exactamente ante la pequeña presa de madera construida por los abuelos de Simón Clergues. Estábamos tirando piedras a los peces que se acercaban a desovar…».
Guillemine Got:«… cuando la “Cosa” se mostró, poco después de nuestra llegada».
Sidoine Méliesse no sabía nada sobre el inicio de los acontecimientos que habían hecho célebre la diócesis de Draguan. Conocía los clamores de la muchedumbre, el desastroso final, los rumores sobre las piras de huesos… Pero ignoraba que aquella historia había empezado con dos hijas de campesinos que jugaban junto a un río.
Chrétiennotte Paquín: «De lejos parecía el cuerpo de un animal muerto flotando en el agua. Giraba en los remolinos, se hundía y reaparecía, zarandeado por la corriente. Nos acercamos cuando se detuvo entre las tablas de la presa de Clergues».
Guillemine Got: «De cerca, la Cosa ya no se parecía al cadáver de una comadreja o a un pez muerto».
Chrétiennotte Paquín: «Era largo, gris y muy negro en algunos sitios».
Se produjo un silencio. Los recuerdos de las dos chicas se hacían más penosos por momentos. La mayor siguió hablando con voz inexpresiva:
Guillemine Got: «Era un brazo de hombre, monseñor. Un brazo de hombre salvajemente arrancado».
Chrétiennotte asintió con la cabeza. Guillemine describió el mecanismo de flotación de aquella aparición: una vejiga de cordero hinchada y atada al miembro con un cordel. El pequeño flotador arrastraba el siniestro fardo al albur de la corriente. Al llegar a la presa, la piel se había distendido y la vejiga había perdido la mitad del aire. El brazo debía de llevar varios días viajando por el río…
El obispo inquisidor se aseguró de la transcripción del relator e hizo un gesto de inteligencia al vicario Quentin, que desde el comienzo de la sesión esperaba recostado contra la pared, cerca de un gran cofre de madera. A la indicación de monseñor, abrió el misterioso arcón y sacó una bolsa de cutí, alargada y cerrada con una cuerda. La desató ante las muchachas.
El propio Méliesse no pudo evitar palidecer. Sin el menor miramiento, el obispo ponía ante los ojos de sus testigos el miembro humano en cuestión, conservado en el tribunal de Passier. Los tejidos estaban acartonados, resecos, momificados. La osamenta completa medía poco más de tres pulgadas de largo. La muñeca estaba seccionada en la articulación, y el extremo opuesto, partido limpiamente en mitad del hueso. La rotura era limpia, en pleno húmero. Para partir un hueso en ese punto hacía falta una fuerza y una brutalidad inauditas. Petrificadas, las dos testigos confirmaron la autenticidad del «objeto».
El vicario volvió a guardar la prueba sin dar muestras de que manejar un pedazo de hombre le produjera el menor reparo. El obispo reanudó el interrogatorio.
Méliesse lo resumió para los superiores de Noy.
Paquín y Got aseguraron no haber contado nada a sus padres en un primer momento. Ambas volvieron a casa sin mostrar la menor preocupación.
Al día siguiente volvieron juntas a la presa. El brazo putrefacto seguía atrapado entre las tablas. Las niñas decidieron sacarlo del agua… pero en ese momento vieron aparecer otro objeto arrastrado por la corriente, que también acabó deteniéndose en la presa.
Las chicas huyeron de inmediato; era otro brazo de hombre, horriblemente descarnado y retenido en la superficie del agua por las entrañas de un animal.
Petrificadas ante aquella nueva aparición, las chicas siguieron sin decir nada en el pueblo… Estaban convencidas de que alguien acabaría encontrando aquellos trozos de cadáver sin que ellas tuvieran que comprometerse.
No dijeron ni una palabra, a pesar de las angustias, de las pesadillas e incluso de los accesos de fiebre. La pequeña Paquín cayó gravemente enferma; la frente se le cubrió de manchas oscuras, y la niña aseguró que veía aparecer jóvenes hadas vestidas de azul. El sanador del pueblo le diagnosticó el «fuego de san Antonio», esa repentina infección que sólo el santo podía causar y curar a su capricho desde el Cielo. A partir de ese momento, la niña se negó a decir palabra.
Durante los tres siguientes días, a pesar de los riesgos y de las primeras tormentas de verano, Guillemine Got volvió sola al Montayou.
En ese intervalo, descubrió otros tres brazos humanos más pequeños, además de dos piernas y dos torsos, todos humanos y salvajemente cortados.
Méliesse anotó escrupulosamente las precisas descripciones de la pequeña Got. La joven no había olvidado ningún detalle de los colores, las formas, las comisuras putrefactas, las carnes empapadas…
El obispo de Noy: «¿Qué te indujo a revelar tus descubrimientos en el pueblo?».
Guillemine Got: «La lluvia, monseñor. Hizo crecer el Montayou. Los miembros acabarían pasando por encima de la presa y continuarían río abajo sin que nadie lo advirtiera. Nosotras éramos las únicas que lo sabíamos. Tenía que contarles aquella monstruosidad a mis padres, o no se sabría nunca…».
A continuación, las dos muchachas describieron la estupefacción de los vecinos de Domines. El juez Noy las escuchó atentamente durante cerca de dos horas. Paquin y Got rememoraron la agitación de los días inmediatamente posteriores a sus revelaciones.
Acto seguido, el subdiácono Amneville hizo entrar a la sala a los padres Méault y Abel, dos monjes de la diócesis de Draguan. Venían a confirmar las declaraciones de las muchachas y validar sus testimonios según la práctica inquisitorial, que requería deposiciones concordantes para levantar un acta.
Por prurito de ortodoxia, los religiosos tuvieron que recitar una avemaría completa y reafirmarse en su obediencia a la Iglesia apostólica y romana. A continuación, dieron su versión de los hechos.
Era idéntica a la declaración de las chicas.
La población de Domines se obsesionó con aquellos miembros arrastrados por el Montayou. El «ritual» de las apariciones continuó con una regularidad infernal: se recuperó otro torso completo, cráneos, manos formando paquetes… Todo se mantenía a flote con vejigas o membranas de cordero o cerdo. Los vecinos fueron sacando los miembros del agua a medida que aparecían.
Cuatro días después de la revelación de Guillemine Got, los envíos cesaron.
Domines formaba parte de la diócesis de Draguan. Era la parroquia más pequeña del obispado, diócesis miserable que llevaba treinta años bajo la autoridad de un tal monseñor Haquin. El obispo hizo venir a un famoso médico de Sabarthés, el maestro Amelin. El docto profesor pasó largas horas con los miembros humanos, que se secaban en su mesa de trabajo.
Amelin guardó absoluto silencio hasta finalizar el examen. Al octavo día de estudio, quemó su bata y abrió las puertas de su gabinete a las autoridades del pueblo. Sobre un enorme tablero, el obispo Haquin y sus fieles descubrieron con estupor tres cuerpos humanos totalmente reconstruidos, trozo a trozo, como piezas de un rompecabezas. El efecto era sobrecogedor: a pesar de la putrefacción, la falta de tejidos y la humedad, se distinguían perfectamente las formas de un adulto y dos niños. El maestro Amelin precisó que, en su opinión, se trataba de un hombre y una niña y un niño de la misma edad, sin duda gemelos.
Méliesse levantó discretamente la cabeza y clavó los ojos en el cofre de Aveyron Quentin. No pudo evitar pensar en aquel montón de huesos, probablemente etiquetados y empaquetados, a diez pasos de él.
El triple asesinato llevó la alarma de los habitantes de Domines al summum. Detrás de aquello tenía que estar la mano del demonio. El nacimiento del Montayou estaba a tan sólo unos días de marcha en dirección oeste, en una región pantanosa totalmente despoblada. Río arriba no vivía nadie, ni había ningún camino que bordeara su curso.
No hacía falta nada más para alimentar la superstición del pueblo.
Se celebraron misas, se enviaron correos y comitivas. El obispo Haquin mandó tres grupos de hombres a inspeccionar las márgenes del río y la región circundante. Partieron armados.
Los cuatro testigos finalizaron sus deposiciones mediado el día. Sidoine Méliesse había llenado siete hojas y gastado el raquis de dos plumas. Fuera, los monjes del obispado cantaban ya el oficio de sexta. Los presentes en la sala estaban sorprendidos de lo avanzado de la hora. Habían perdido la noción del tiempo. Todos se habían dejado atrapar por el relato de unos hechos ocurridos hacía siete años, recuerdos lúgubres, nuncios de tantos escándalos por venir.
Todos salvo Bérulle de Noy. El obispo se sabía aquella macabra historia de memoria; gracias a su obstinación y a su gusto por el procedimiento, ahora se hallaba consignada para los archivos de la Inquisición. Sabía que tardaría meses en recoger todos los testimonios y aquilatar todas las interpretaciones. Y, por encima de todo, sabía que iba a ser el primero en abarcar todos los elementos contradictorios de «Meguiddo» y en extraer las conclusiones. Estaba preparado. O, al menos, impaciente.
Antes del cierre de la sesión, el padre Abel añadió:
Padre Abel: «Algún tiempo después se identificaron los tres cuerpos encontrados en el Montayou. El prebostazgo de F. había denunciado la desaparición de un duque y sus dos hijos, tras abandonar Clouzés para asistir a la Pitié-aux-Moines. Aunque el río no estaba en su ruta, cabe suponer que se perdieron y tuvieron un encuentro poco afortunado…».
Pero el informe de Méliesse se interrumpió en ese punto, por orden del obispo.
Se llamaría «MEGGIDI I» y encabezaría el primero de los diecinueve tomos que ocupa la investigación completa de monseñor de Noy. Dicho expediente, junto con los documentos anexos, puede consultarse en la actualidad en la Biblioteca Nacional, inscrito en el registro de manuscritos con el ISBN: 2-84563-O76-X. La restauración y ordenación cronológica de los documentos corrió a cargo del profesor Emmanuel Prince-Erudal.
Los extractos presentados aquí son auténticos; simplemente, se ha actualizado el lenguaje. Los folios originales relacionados con este prólogo pertenecen al cuaderno titulado: «Primera parte: año 1283».