Anexo
… redactado por el relator sinodal Sidoine Méliesse y unido al sumario instruido por Bérulle de Noy sobre los incidentes de la diócesis de Draguan, fechado en Tarles, Sabarthés, el 6 de enero de 1296.
Yo, Sidoine Méliesse, relator para la Corte y el sínodo de Passier, a efectos exclusivos del procedimiento dirigido por monseñor de Noy, incoado en su obispado de Tarles el 7 de septiembre de 1290 y cerrado hoy en ese mismo territorio y por la misma autoridad, confirmo como auténtico y fidedigno el atestado que concluye el expediente Meguiddo, conservado en su integridad en los registros inquisitoriales de Foix.
Las sesiones del proceso de Draguan, presididas por el obispo Bérulle de Noy, se prolongaron durante algo más de cinco años. Todas se celebraron a puerta cerrada; sólo el obispo, el vicario Quentin y el relator Méliesse sabían lo que se ocultaba tras aquel siniestro asunto de 1233.
Para la población, todo se resumía en cuatro puntos impenetrables: en una misma diócesis, tres cadáveres despedazados habían aparecido en un río llamado Montayou, un obispo había sido asesinado un año después, un vicario había desaparecido sin dejar rastro y, por fin, transcurridos cuatro años de la muerte del prelado, los investigadores de la corte habían descubierto una aldea desierta en el norte de la región. En la plaza principal de la pequeña población, un lomo de tierra cubierto de hierba resultó ser el montículo de cenizas de una enorme pira, en el que los expertos de Tarles descubrieron los huesos calcinados de más de una treintena de hombres, mujeres y niños. Como en el caso del Montayou, nunca pudo atribuirse ni una sola identidad comprobada a los restos en cuestión. En cuanto a Romee de Haquin, el obispo de Draguan, nada pudo saberse sobre su persona o su pasado salvo los confusos y selectivos recuerdos de sus antiguos feligreses.
El misterio de la «diócesis maldita» se reducía lúgubremente a ese puñado de hechos incomprensibles. La gente de a pie adornaba de fantasías aquella historia, de la que no sabía nada a ciencia cierta. Tantos misterios juntos en el mismo sitio y en un período relativamente corto de tiempo apuntaban necesariamente hacia una única y misma causa. Para unos, había sido el diablo, para otros, una fantástica conspiración. Pero ¿de dónde procedía, quién la había urdido y qué pretendía? A eso sólo podían responder los hombres del tribunal de Tarles.
El obispo había hecho llamar a los pocos personajes a los que había podido relacionar laboriosamente con los hechos del proceso: Enguerran de la Gran Cilla, un anciano sordo y ciego que moría en su palacio de Morvilliers; Denis Lenfant, un granuja que contaba un extraño seguimiento de un monje de provincias; Jorge Aja, un arzobispo glacial y demasiado hermético, y por último, Floris de Meung y Gilbert de Lorris, dos misteriosos jóvenes a los que a veces era difícil seguir el rastro… Todos aquellos individuos se mostraban, cada uno a su modo, escurridizos y vagos, y cuando Noy consiguió al fin localizarlos e interrogarlos tuvo que echar mano de toda su habilidad de inquisidor para «hacer parir a la oveja».
Pero en aquel juego de paciencia Bérulle de Noy ganó la partida. Todo el edificio del convento dirigido por Artémidore estaba ahora al borde del derrumbamiento. El proceso había acabado; Méliesse preparaba el cuenco de cera que serviría para sellar los diecinueve gruesos legajos que formaban el sumario. El padre inquisidor miraba aquellos expedientes con satisfacción. Había culminado solo una lucha titánica.
—Sólo echo en falta una cosa —le dijo no obstante Sidoine Méliesse a su superior antes de sellar los textos—. El testimonio ocular de Jorge Aja sobre el primer simulacro no es completo. Quedan varias incógnitas sobre el personaje de Cosme.
—¿Cuáles?
—¿Regresó o no regresó a Heurteloup?
—Los detalles del simulacro no tenían que figurar en este sumario. Pero puedo contestarte respecto al resto de los interrogatorios que he celebrado aparte de la instrucción. El padre Cosme era tal y como nos lo describió François, el párroco de Sauxellanges. Un hombre un tanto trastornado que, tras sus dos curaciones, se sintió vagamente llamado hacia una misión divina que no acababa de identificar. Regresó a su parroquia y predicó los Evangelios a sus feligreses con más ardor que nunca. Cuando los hombres de Meguiddo empezaron a preparar el simulacro, decidieron servirse de aquel extraño individuo. Le hicieron llegar misivas ficticias en las que le comunicaban que el Apocalipsis había empezado a asolar el mundo. Una mujer se había convertido en Papisa, el Santo Sepulcro ardía, las hambrunas y los vicios se extendían por la Tierra… Era una buena manera de prepararlo y preparar a los aldeanos. Por otra parte, de ahí es de donde procede la extraña lengua que hablaban esos salvajes a la llegada de Henno Gui. El padre Cosme no sabía latín. Ante aquellas cartas que le llegaban «del cielo», aprendió sólo los rudimentos gramaticales para poder traducir aquellas señales y mostrárselas a sus fieles. Esa mezcla aleatoria de latín, francés y occitano pervivió después de su muerte.
—¿Y no sospechó nada? ¿Cómo pudo prepararse semejante simulacro sin que nadie se enterara?
—Los hombres de Meguiddo drenaron un pequeño estanque, a prudente distancia de la aldea. Luego, llevaron perros con ellos. Muchos perros. Les pusieron unas camisas de cuero para darles un aspecto monstruoso y los ataron alrededor de la hondonada en la que trabajaban. Cada vez que un aldeano se aventuraba hasta allí, huía asustado de los animales, a los que tomaba por demonios.
—Y el día del simulacro, ¿qué hizo el padre Cosme?
—Las cartas habían producido el efecto deseado. Cosme estaba preparado. Tenía la certeza de que su «misión» coincidiría con el Juicio Final. La simulación se programó para un día de eclipse de sol. Los teólogos habían pensado en todo. O eso creían.
—¿Qué pasó?
—Al aparecer los cuatro jinetes del Apocalipsis, Cosme y sus feligreses se rebelaron.
—¿Se rebelaron?
—Sí. Los hombres de Meguiddo lo habían previsto todo… todo menos enfrentarse a unos cristianos irreprochables. Cuando los jinetes empezaron a recriminarles sus pecados y a anunciarles los castigos, cometieron un terrible error. Cosme había preparado a sus feligreses. Eran puros… En toda la cristiandad, no había unas almas tan inmaculadas como las suyas…
—¿Y?
—Pues que, en lugar de ver la impostura organizada por unos clérigos, Cosme creyó descubrir la impostura del mismo Cristo. Arrojó al suelo su cruz y, al aparecer Jesús, le asestó una lanzada en el costado que a punto estuvo de acabar con el pobre cómico. El simulacro se fue al traste. Para vengarse, y para que el fracaso del experimento no trascendiera jamás, los hombres de Meguiddo decidieron quemarlo todo hasta no dejar huella. También en eso fracasaron, al menos en parte. Cuando las llamas rodearon Heurteloup, los aldeanos vieron venir hacia ellos a los perros, que, abandonados a su suerte, huían del incendio. Obedeciendo a su olfato y su instinto, los animales se arrojaron al agua y nadaron hasta un pequeño islote que se alzaba en mitad del pantano. Los hombres y las mujeres los imitaron. Pero la mayoría se ahogaron… —¿Y Cosme?
—Sobrevivió. Ahora su misión estaba más clara que nunca. Renegó de Cristo y de su Iglesia, convencido de que sus feligreses y él eran los únicos elegidos del Postapocalipsis bíblico. Creó una nueva religión para un mundo nuevo…
Se produjo un largo silencio. Méliesse miraba la pila de manuscritos.
—Todo eso es fundamental —dijo al fin—. ¿Por qué no lo hemos incluido en nuestros informes?
Una fugaz sonrisa suavizó el rostro de Bérulle de Noy.
—¿El día del retorno de Jesucristo, unos cristianos, en lugar de hincarse de rodillas en su presencia, reniegan de él y lo atraviesan con una lanza?
El obispo negó lentamente con la cabeza.
—No, no… Una historia como ésa no debe contarse jamás, ni siquiera en un informe de la Inquisición.