10

Gilbert de Lorris y Aymard de la Gran Cilla llegaron a Roma una tarde radiante. La leve subida de las temperaturas había fundido la nieve, que perlaba las columnas corintias y los bajorrelieves. Aunque era su primera visita a la Ciudad Eterna, Aymard no se mostró impresionado; los mármoles y los mosaicos lo dejaron indiferente. Ahora que la odisea de los dos jinetes tocaba a su fin, el humor del hijo de Enguerran había vuelto a ensombrecerse. Gilbert, en cambio, no cabía en sí de gozo. El viaje de vuelta apenas había durado un día y una noche más que el de ida. El joven soldado sabía que un regreso tan pronto, con la misión cumplida, dejaría estupefactos a sus camaradas. Tenía el cansancio pintado en el rostro y el frío metido en los huesos, pero mostraba la actitud decidida, la arrolladora seguridad de quien acaba de culminar una hazaña. La incipiente barba lo hacía parecer mayor. Con las calzas arrugadas y polvorientas, el gabán rozado, las polainas a la virulé y las piernas hinchadas por la cabalgada, sentía que por primera vez tenía el aspecto de un hombre.

Como la orden de detención que le había entregado Sartorius procedía de la cancillería del Papa, el joven soldado se dirigió directamente a Letrán.

Una vez en el palacio, no tuvo que leerle la orden al ujier. Le bastó con mostrar el sobre con el sello papal para que el ordenanza saliera disparado y desapareciera tras una pequeña puerta.

Segundos más tarde, un guardia condujo a Gilbert y Aymard a la antecámara del canciller Artémidore. Era la misma gran sala que había presenciado la humillación de Enguerran de la Gran Cilla. El guardia indicó a los dos jóvenes el escritorio situado junto a la puerta de Su Excelencia.

Gilbert y Aymard se presentaron ante un individuo de aspecto insignificante afanado sobre la modesta mesa de secretario. Era Fauvel de Bazan.

El diácono echó un vistazo a la orden de detención y, visiblemente inmutable, alzó el rostro hacia Aymard. Estaba pálido.

—Habéis sido muy rápido, mi joven amigo —le dijo a Gilbert.

El soldado optó por no responder al comentario. Lo tomaba por un cumplido. Se limitó a abrir su macuto y dejar el cofrecillo que le había entregado Sartorius sobre el escritorio.

—Ahí dentro están los recibos del viaje —dijo Gilbert—. Y los bonos que no he utilizado. Quedan más de veinte ducados. Bazan abrió el cofrecillo y contó el dinero.

—Excelente —murmuró. Era la primera vez que topaba con un comisionado que economizaba y devolvía el dinero sobrante a sus superiores. Sin embargo, no dio la menor muestra de gratitud; antes bien, su voz se tornó áspera—. ¿Quién os ordenó que os dierais tanta prisa? —preguntó en tono de reproche—. Os habéis adelantado quince días sobre un itinerario de invierno que ya era bastante apretado —gruñó el diácono—. No os esperábamos tan pronto. ¿Comprendéis las consecuencias de vuestro acto?

Todo el orgullo del joven soldado se desvaneció en el aire. Efectivamente, nadie le había pedido que dejara atrás los vientos para traer a Aymard. Incluso recordaba haber visto una horquilla de semanas en su hoja de ruta.

Su proeza se había convertido en demérito a los ojos de sus superiores. El muchacho estaba sumido en la confusión. Aymard acudió en su ayuda.

—Con este frío —dijo secamente—, ¿creéis que era el momento de respetar ningún calendario establecido en un despacho? Este joven ha hecho bien su trabajo. Estoy en Roma. Más valdría que me dijerais a quién debo presentarme. —El ascendiente de Aymard sobre el diácono era enorme. De pronto, la mirada del arrogante Bazan se volvió huidiza. Ni siquiera se le ocurrió replicar—. Sabéis quién soy, ¿verdad?

—Sí —respondió Bazan.

—¿Quién me ha hecho venir a Roma? ¿Vos?

—No. Nuestro canciller, monseñor Artémidore. Él es quien se ocupa…

—Creía que mi caso estaba en manos del Papa, y sólo en sus manos —lo atajó Aymard.

Gilbert no salía de su asombro. Apenas sabía nada sobre su prisionero.

—Sí… Pero el Papa lo ha puesto en las de su canciller… y sólo en ellas.

—Sin embargo, vos sabéis quién soy.

—Soy el primer diácono de Su Excelencia.

—Ya… ¿Sigue en Roma mi padre?

—No sabría deciros.

La repentina llegada del hijo de Enguerran de la Gran Cilla a Roma cogió tan desprevenido al canciller como a su primer diácono. Las disposiciones tomadas para su llegada no tendrían efecto hasta una semana después. Se había acordado que Aymard compareciera ante la asamblea que había escuchado a su padre. El incómodo personaje no debía penetrar en la Ciudad Santa bajo ninguna circunstancia. Numerosos guardias se apostarían en las principales vías de acceso a la capital para detenerlo y llevarlo a lugar seguro. Su inesperada aparición había desbaratado tan minuciosos preparativos.

Bazan aplacó la cólera del canciller lo mejor que supo. Artémidore no podía esperar hasta la próxima reunión de la asamblea para escuchar a Aymard. Era imposible custodiar a aquel hombre en Roma con la necesaria discreción. El canciller no tenía más remedio que recibir solo al diabólico personaje.

Bazan escoltó a Aymard hasta el palacio privado de su señor, enfrente de Letrán. Antes se había despedido de Gilbert de Lorris. El joven soldado pensaba reintegrarse a su unidad de inmediato, pero lo llevaron a Falvella, una guarnición acantonada al norte de Roma de la que nunca había oído hablar.

Aymard entró en los salones de Artémidore. Las cortinas de damasco y las alfombras de Chipre eran gigantescos. Por lo general, el canciller recibía a las visitas en su habitación, al estilo de los príncipes orientales o los grandes barones, pero ese día se negó a dejar penetrar a un hombre con un pasado tan diabólico en la estancia donde dormía.

El canciller se reunió con el joven noble. Vestía una capa de pieles de alce y ciervo cruzada por una banda roja, poderoso emblema destinado a hacer huir a los demonios y los malos espíritus.

—Buenos días, monseñor —dijo Aymard. Artémidore respondió al saludo con un movimiento de la cabeza y tomó asiento en un diván—. Sabed, monseñor, que deseo que mi asunto se solucione rápidamente —añadió Aymard sin esperar un signo del canciller.

Artémidore arqueó las cejas.

—Es un deseo que os honra —respondió—. Podéis estar seguro de que será cumplido. ¿Por qué otra razón ibais a ser llamado a Roma?

—Mi padre ha debido de pedir audiencia al Papa para que pueda defenderme, o para que él pueda defender mi caso. Me dispongo a ser juzgado por un tribunal restringido, y a continuación excomunicado y quemado a la salida del locutorio, o enviado a la fuerza a las cruzadas para morir discretamente.

—¿A las cruzadas? ¡Vaya! —rezongó el religioso—. ¿Por qué íbamos a hacer algo parecido?

—No sería la primera vez que obligáis a un adversario a hacerse cruzado para que expíe sus pecados o para desembarazaros de él en ultramar.

—Hace mucho tiempo que las guerras santas no redimen a nadie, amigo mío, y menos aún salvan las almas. Saldan deudas, enrolan a incompetentes y a veces hasta limpian una mala reputación; pero en vuestro caso hacerse cruzado sería un gesto totalmente inútil.

—Entonces, voy a morir. Sea. Acabemos de una vez.

—Calma, amigo mío, calma. Sois demasiado impetuoso.

—No esperéis de mí ningún arrepentimiento. No sé qué os habrá prometido mi padre, pero por mi parte os aseguro que no estoy dispuesto a hacer olvidar mis faltas. Por lo demás, ¿qué podría hacer?

—Vos, nada. Pero vuestro padre ha sabido cumplir lo que se imponía.

—¿Qué, si puede saberse?

—Digamos… volver a poneros a nuestro cuidado. —Artémidore empezó a jugar con sus perifollos y sus gordezuelos dedos—. Hablemos claro —dijo al fin el prelado—. Nos habéis cogido un tanto desprevenidos llegando a Roma antes de lo previsto, y no estáis presente aquí de la forma requerida. La conversación que mantenemos en estos momentos no debería haberse producido jamás, pero…

—Os escucho.

—No soy el único interesado en vuestro caso y en traeros a Roma. A mi lado hay otras personas muy importantes. Nuestra orden estipula que os presentéis ante nuestra asamblea en primer lugar. De ese modo cada uno de nosotros habría podido interrogaros, haceros las preguntas que le inspirara vuestra personalidad a fin de exploraros y, sin duda, comprenderos mejor. En eso somos bastante hábiles.

Aymard esbozó una sonrisa inequívocamente despreciativa.

—¿De veras, monseñor? Cuando estaba a las órdenes del conde de Belléme, en su regimiento de Charlier, una corte marcial también intentó comprenderme y corregirme con el fin de hacer de mí un buen soldado. Se llevaron un buen chasco. Veo que también vosotros tenéis esa suprema pretensión de enmendar a los hombres. ¿Expiar mis faltas? Imposible, vos mismo lo habéis dicho. ¿Morir? Demasiado fácil. ¿Curarme? Eso es lo que pensáis… Me conozco esa monserga. Es una ilusión detestable. Fracasaréis estrepitosamente.

—Estoy al corriente de vuestro episodio con el conde de Belléme y de vuestra carrera militar. Rechazasteis la sentencia y volvisteis a vuestra casa. Semanas más tarde, entrabais en el seminario para, como decíais entonces, socorrer a los pobres de Cristo. ¿Estoy bien informado?

Aymard no respondió.

—Suele decirse que el hombre puede curar a sus semejantes en lo que se refiere a las vísceras o el esqueleto, pero en lo tocante al alma, una vida es demasiado breve para alcanzar ese fin… Es un tema muy complejo. Ignoro vuestros conocimientos en la materia, pero disociar naturalmente la envoltura corporal de su hermana espiritual es una opinión que entiendo y acepto, dada su popularidad entre nuestros hermanos y la aprobación de los dogmas de nuestros padres.

La separación de cuerpo y alma es un viejo tropo. Entre nosotros, permitidme confesaros que, desgraciadamente, se trata de un error de primer orden. Enseguida comprenderéis tal paradoja. Nosotros no somos pretenciosos, como decís vos, amigo mío; por el contrario, sabemos muy bien lo que hacemos. «El cuerpo y la mente unidos al alma, eso es lo que nos ocupa. Veréis, el cuerpo puede conseguir del alma lo que la mente por sí sola ni siquiera se atrevería a soñar…».

Aymard escuchaba sin parpadear.

Artémidore tiró de un cordón que pendía a sus espaldas con la punta de los dedos. En el umbral de la puerta, apareció un hombre. Era inmenso, corpulento como un hércules y totalmente vestido de negro.

—Aymard de la Gran Cilla tiene que presentarse en el monasterio. Acompáñalo. —Bazan entró a su vez en la sala—: Fauvel, aseguraos de que abandona la ciudad discretamente —le dijo el prelado, y se volvió por última vez hacia Aymard—. Os deseo buena suerte, hijo mío. Continuaremos esta conversación en nuestro próximo encuentro. Estoy seguro de que para entonces compartiréis mi punto de vista sobre la unión del alma y el cuerpo. El tratamiento que os aguarda no puede dejar indiferente a alguien como vos.

El hombre de negro instaló a Aymard en un carruaje con las puertas y ventanas disimuladas del que no salió en tres noches y dos días. Le llevaban comida y bebida hasta la portezuela, desde cuyo umbral hacía aguas en mitad del campo.

Cuando al fin lo liberaron, descubrió que se encontraba en el otro extremo de los estados pontificios, frente al mar Adriático. La espesa bruma matinal amortajaba el paisaje. Una angosta vereda, practicable solamente a pie, serpenteaba montaña arriba. El hombre de negro lo siguió hacia la cima.

Poco a poco, Aymard vio aparecer a lo lejos la larga muralla de una fortaleza, solitaria en el agreste paisaje. Tras media hora de marcha por el pedregoso sendero, los dos hombres desembocaron en un camino más ancho que conducía hasta el mismo edificio. No era una fortaleza señorial, como Aymard había pensado, sino un inmenso monasterio, admirablemente renovado y tan fortificado como una plaza fuerte. En las fachadas, de varios estadios de largo, no se veían puertas, portillos ni saeteras.

Aymard miró en lontananza. No se veía ninguna casa, ningún pueblo, ningún puerto, ni un solo barco en el mar…

El hombre de negro condujo al prisionero a la fachada oriental. Una puerta cochera, tan pequeña y discreta que resultaba ridícula en aquella enorme muralla, se abrió a las simples palabras: «Alabado sea Dios». Aymard entró con su guardián.

Quienquiera que hubiera abierto el portillo había desaparecido. De la Gran Cilla no vio más que el dorso de una estameña parda que se alejaba por el paseo.

Siguiendo a su misterioso guía, Aymard recorrió galerías de macizos pilares, vestíbulos inmensos, pasillos desiertos y silenciosos…

Al fin, el hombre de negro se detuvo en una gran sala, completamente blanca, que daba a los jardines del claustro. El sol la inundaba de luz a través de grandes vitrales transparentes. Las escenas de la Pasión estaban representadas mediante figuras dibujadas por rejillas de plomo, pero ningún color daba perspectiva ni relieve a la obra. Descifrarla requería un ojo avezado o una intensa concentración… Pero ¿eran realmente escenas de los Evangelios?

Al fondo de la sala se abrió una puerta. Dos hombres avanzaron hacia Aymard. Uno, menudo, delgado, escrupulosamente tonsurado, era monje. El otro tenía un aspecto más extraño. Vestía una larga túnica roja, ceñida como una toga romana, encima de un chaleco amarillo. Iba descalzo y llevaba la cabeza rapada.

—Buenos días, hijo mío —le dijo el monje—. Soy el padre Profuturus, abad de este monasterio. Os doy la bienvenida a la comunidad de Alberto el Grande. —Profuturus hizo una señal al hombre de negro, que abandonó la sala sin decir palabra—. Aunque soy el superior de la casa, no me corresponde a mí explicaros lo que os espera en ella, hijo mío. Sé tan poco como vos. Cada tratamiento tiene su propia historia. Vos tendréis la vuestra, tanto si es un éxito como si es un fracaso. Permitidme presentaros al maestro Drona, uno de nuestros más eminentes profesores. Por desgracia, no habla francés, ni ninguna lengua occidental. Es imposible comunicarse con él salvo en su lengua natal. De todas formas, no importa. No tendréis más que seguir sus indicaciones.

—¿Sus indicaciones? ¿Respecto a qué?

—Respecto a todo, hijo mío.

El hombre de la extraña toga púrpura posó su pesada mano sobre el hombro de Aymard.

—El maestro Drona es vuestro domador —dijo el abad.