En las inmediaciones de Heurteloup, las tropas de Jorge Aja se desplegaban sin que nadie lo advirtiera.
Ante la Iglesia recién reconstruida, Henno Gui trataba de tranquilizar a su discípulo. Floris, que había llegado de Draguan hacía dos días, no paraba de anunciar desastres y suplicar a su maestro que abandonara la aldea.
El sacerdote no acababa de tomárselo en serio.
En ese momento, se oyeron unos gritos a lo lejos, en las profundidades del bosque.
Henno Gui se volvió sobresaltado. Procedían de la hondonada. Del campamento de los cómicos.
De pronto, una lluvia de flechas incendiarias se abatió sobre la aldea. Las puntas se apagaban en el barro o se hincaban en los tejados de madera, que prendían de inmediato.
Una espantosa crepitación llenó el aire como el fragor de una tormenta.
Un enjambre de soldados a caballo irrumpió estrepitosamente en Heurteloup.
En la hondonada la lucha era a muerte. Los hombres de Jorge Aja, reforzados por los de Aymard de la Gran Cilla, se habían escindido en cuatro grupos. Uno solo habría bastado para aniquilar a los cómicos. Los soldados se lanzaron al cráter con sus monturas.
Gilbert de Lorris era uno de ellos. No obstante, en lo alto de su destrero, el muchacho sentía una especie de vértigo. Aquella cabeza que acababa de cortar pertenecía a alguien a quien conocía, estaba seguro. De pronto, el joven soldado bajó el brazo. Miró a su alrededor. Reconoció los hatos, los animales, las ropas de brillantes colores: ¡era la compañía de comedias de la posada de Román! El muchacho quiso gritar. Aquellas gentes no eran los infames herejes de los que le habían hablado. Era un error. Un error. Intentó hacerse oír, pero único jinete inmóvil en medio de la agitación, acabó desarzonado por las embestidas de sus compañeros.
Gilbert cayó entre los cascos que golpeaban el suelo y los hombres que corrían en todas direcciones. Aturdido, levantó la cabeza y, al fondo de un refugio más profundo que los otros, vio dos rostros que le eran familiares: el viejo director y la joven actriz cuya belleza y dulzura tanto lo habían impresionado durante su visita al granero de maese Román.
Para evitar que lo aplastaran, Gilbert se arrastró hasta ellos. La muchacha se había escondido tras la litera del anciano. Este esbozaba una sonrisa extraña, un tanto chocante en el fragor de una batalla: estaba muerto.
El joven soldado se quitó el negro yelmo. La cómica lo reconoció. Tras ellos, los golpes arreciaban. Gilbert vio a sus conmilitones prendiendo fuego a los enseres y los cadáveres de los actores. El cuerpo del pequeño Pajarero, el rapazuelo al que había encontrado subido al coche fúnebre del obispo, se agitaba entre los cascos de los caballos como un muñeco de trapo. Sin más vacilaciones, Gilbert desenvainó la espada y se abrió paso destrozando los ramajes del refugio. Agarró a la chica del brazo y la arrastró a la fuerza fuera de la hondonada.
Los cuarenta jinetes que habían invadido Heurteloup derribaban cercas y echaban abajo puertas con inaudita violencia. En mitad de la aldea, Henno Gui vio a un monje que blandía una enorme antorcha. A ese fuego principal acudían los demás soldados para encender ramas o haces de paja y arrojarlos a las cabañas de Heurteloup. Era Aymard de la Gran Cilla. Su rostro irradiaba una ira sobrehumana, atizada por la violencia que lo rodeaba.
Los soldados exterminaban a los aldeanos metódicamente. La resistencia era vana.
Las llamas devoraban la aldea. Las cabañas se venían abajo una tras otra. Las más grandes se desplomaban de golpe en medio de inmensas nubes de chispas. Los cimientos de los subterráneos cedían bajo las ruinas y los escombros que invadían los túneles. Se oían gritos de mujeres y niños. Lolek fue el primero en responder al ataque, en defensa de su madre. Una lanza le atravesó el corazón.
Era demasiado tarde para lamentarse o intentar detener el curso de los acontecimientos. Henno Gui también plantó cara al enemigo. Las flechas y los proyectiles de las hondas sobrevolaban las cabezas.
Carnestolendas era el más formidable de los defensores. Avanzando con furioso ímpetu, seccionaba de un machetazo los jarretes de las monturas y hundía el arma certeramente en las articulaciones de las armaduras de los caídos. Él solo mantenía ocupados a tres atacantes a un tiempo. Cuando una flecha lo alcanzó debajo del hombro izquierdo, apenas sí aminoró sus embestidas. Ni siquiera se la arrancó. Avanzaba implacablemente hacia el corazón de la refriega. Fue allí donde se encontró frente a un adversario de una talla excepcional. Por un instante, el gigante hizo ademán de retroceder. Creyó estar ante una especie de doble surgido de la polvareda del combate. Carnestolendas tenía enfrente a Deogracias. La misma altura, el mismo aspecto sombrío y misterioso, la misma fuerza innata. En torno a los dos guerreros, se abrió un espacio natural. La lucha prosiguió a su alrededor, pero el duelo entre los dos colosos se erigió en el centro de la batalla…
Los dos hombres se arrojaron el uno sobre el otro. El choque fue indescriptible. No tardaron en soltar las armas para venir a las manos. Torso contra torso, girando en el polvo, pronto fue imposible distinguir a un contendiente de otro. Ninguno parecía llevar ventaja. Fue la pequeña flecha que había herido a Carnestolendas la que inclinó la balanza. Deogracias la vio, la agarró con fuerza y la hundió con un movimiento seco en el tórax de su adversario. La pérfida acción arrancó un grito de dolor al compañero de Henno Gui. Perdió la movilidad del brazo izquierdo. Se quedó sin respiración. Sintió que la vista se le nublaba y las piernas dejaban de sostenerlo.
Fue con la rodilla hincada en tierra como el compañero de Henno Gui, el gigante Carnestolendas, recibió el golpe de alabarda que lo decapitó.
Deogracias no tuvo tiempo para saborear la victoria. Un instante después, recibía un mazazo pesado como una roca. Agricole acababa de caerle encima. El hombre de negro se derrumbó a dos pasos del cadáver de Carnestolendas.
Floris de Meung, sobrecogido como su maestro por lo inesperado del ataque, trataba de escapar de la carnicería. Lo perseguían dos jinetes lanza en ristre. El muchacho se internó en la espesura del bosque. Sus dos perseguidores saltaron de las monturas para darle alcance a pie. Floris sorteaba árboles, saltaba charcos de lodo y tropezaba en las raíces que sobresalían del suelo. En dos ocasiones, oyó el silbido de una acerada pica que se clavó en un tronco a unos centímetros de su cabeza. Los dos hombres estaban acortando distancias. Floris estaba solo y desarmado, pues había dejado su cuchillo en la aldea, hundido en el vientre de un soldado. El ruido de las botas resonaba cada vez más fuerte a sus espaldas. De pronto, Floris vislumbró una claridad azulada, como un espejismo, y después otra vez nada. El silencio. Tras él, ninguna carrera, nadie pisándole los talones.
El muchacho siguió corriendo un poco más antes de volverse a mirar. Los dos soldados se habían detenido y estaban inmóviles, petrificados de estupor en medio del bosque. Floris sonrió. Entre los dos hombres y él se había interpuesto el misterioso grupo de muchachas de cuerpo etéreo que tan bien conocía. Aquella aparición era tan irreal como las precedentes. Los soldados también veían a aquellas hadas que les cerraban el paso con sus delgados y translúcidos cuerpos. Floris miró a su alrededor. El hada alta, la que se había acercado a él, no formaba parte del pequeño grupo que retenía a los soldados. El muchacho la buscó con la mirada. No tardó en verla a un tiro de piedra, en lo alto de un pequeño montículo. Floris reconoció de inmediato sus largos cabellos, su rostro nacarado y sus labios rojos y permanentemente cerrados. Su aparición tranquilizó al muchacho instantáneamente; su pánico se esfumó y su respiración se hizo casi regular. Floris quiso acercarse, pero la imagen benefactora abrió los brazos y desapareció en medio de un halo de luz. Su imagen se enturbió como el agua súbitamente agitada. En su lugar, apareció otra figura de la misma estatura y el mismo color de pelo… Sólo el ropaje desentonaba y parecía menos etéreo. La figura subió al montículo y ocupó el lugar de la ilusión. La muchacha llevaba un brial hecho de retales multicolores. Miraba a todas partes, más viva, más real que la imagen anterior. El hada azul había desaparecido. Floris se acercó, encandilado por la prodigiosa materialización de su sueño. La chica lo miraba asustada, a punto de huir por donde había venido. Cuando Floris quiso detenerla con una palabra, volvió a oír el silbido de una lanza que desgarraba el aire. El arma pasó por encima de la cabeza del muchacho y alcanzó de lleno a la chica en lo alto del montículo. Ella no se desvaneció como habría hecho una visión fantástica; empezó a sangrar por el vientre y cayó muerta al suelo. Dos voces se fundieron en un solo grito. Floris corrió a lo alto del montículo. Llegó junto a la muchacha al mismo tiempo que otro joven. Era Gilbert de Lorris. Habían gritado a la vez. Floris se volvió: las hadas habían desaparecido. Los soldados de Jorge Aja se acercaban. Gílbert y Floris saltaron sobre ellos como un solo hombre. Lorris empuñaba su espada; Meung se apoderó de la lanza que había atravesado a la joven cómica, tan parecida a su visión. Los dos muchachos dieron muerte a los caballeros de Letrán, estupefactos ante la súbita mudanza del joven Gilbert.
Henno Gui repartía golpes de bordón a diestro y siniestro, e iba abriéndose paso por la masa de soldados. Uno tras otro, desarzonaba jinetes y los remataba destrozándoles el cráneo dentro del casco. Sus ropas sacerdotales lo protegían. Pese a las órdenes, los soldados se resistían a atacar a un religioso. Esquivaban o paraban sus golpes, pero sin devolvérselos ni intentar herirlo. De ese modo, Henno Gui pudo acercarse al extraño monje soldado que servía de portallamas a los demás combatientes. Aymard de la Gran Cilla seguía montado en su caballo. No llevaba la cabeza protegida por un yelmo. Miró al sacerdote, que seguía acercándose, con un desprecio infinito. Henno Gui no malgastó una palabra; la emprendió a golpes con el caballo y las piernas de Aymard hasta hacerlo caer de espaldas.
Aymard se levantó, arrojó la antorcha al suelo y desnudó la espada que llevaba a la cintura.
Los dos hombres de Iglesia se acometieron con una saña inaudita. El bordón de palo del sacerdote aguantaba bien los golpes del acero del abad. Las astillas volaban como chispas sobre las cabezas de los combatientes. Aymard estaba más fresco, pero Henno Gui mostraba un ardor inagotable. Golpeaba con toda el alma, como si aquel tonsurado encarnara por sí solo todos los males de la Iglesia, todas las horribles conspiraciones que se habían burlado de la aldea de Heurteloup y sus habitantes. Aymard se defendía. Tenía la ventaja del arma.
El fiel bordón del sacerdote seguía perdiendo astillas contra el filo de la espada. De pronto, la mitad superior voló por los aires. En las manos de Henno Gui sólo quedaba el mango. A Aymard no le dio tiempo a advertir que aquel palo era tan puntiagudo como una daga. Creía que su adversario estaba desarmado. Pero de un rápido salto, Henno Gui le hundió el mango del bastón en mitad del cuello. Aymard se desplomó ahogándose en su propia sangre. Instantes después, cinco soldados reducían a Henno Gui y lo llevaban ante Jorge Aja. El párroco de Heurteloup lanzó una mirada de odio a aquel obispo engalanado como un cardenal, con sus guantes de seda blanca, en medio de los combates y de la aldea en llamas.
Los soldados juntaron todos los despojos de los aldeanos y los cómicos sobre una inmensa pira. Henno Gui asistió al auto de fe. Vio desaparecer entre las llamas a todos los protagonistas de su historia: Lolek, Seth, Tobie, Mabel, Carnestolendas, Agricole, los cómicos de la legua… A ellos se sumaron los cadáveres de los soldados de Aja que habían perecido durante el ataque. Todos aquellos cuerpos desaparecieron convertidos en espeso humo negro que giraba sobre la pira, pero Henno Gui no vio el rostro de ningún dios que Seth hubiera podido interpretar en sus ordalías…
Al final, cuando todo acabó, llegó su turno.
Lo ataron a un gran poste de madera que habían clavado en el centro de la pira. Las ligaduras que inmovilizaban al prisionero se deshicieron rápidamente bajo la mordedura de las llamas. Por lo general, el cuerpo se derrumbaba sobre las brasas de inmediato. Esta vez, no. Tras la humareda y las chispas, Henno Gui permanecía sorprendentemente de pie.
Si el mundo hubiera llegado a conocer esta historia, todos los presentes alrededor de la hoguera habrían podido dar fe de lo que ocurrió a continuación: liberados de sus ataduras, los brazos del sacerdote cayeron a lo largo de su cuerpo. Instantes después, se alzaron lentamente. El cuerpo carbonizado de Henno Gui los abrió en una señal de la cruz y a continuación juntó las manos en la actitud de quien se recoge para orar. Todo ocurrió en mitad del fuego, los vapores inmundos y el humo. Cuando las palmas de Henno Gui se tocaron, se produjo un momento de espera, interminable… Todo el mundo lo miraba conteniendo la respiración.
Luego, como un hombre que se resigna y se acuesta finalmente ante el destino, el sacerdote se derrumbó y desapareció.
Los soldados incendiaron metódica y pacientemente los alrededores de la aldea. Una inmensa lengua de fuego barrió todo lo que quedaba de los famosos malditos, aquellos aldeanos olvidados por la Iglesia, Algunos podrían concluir que el legendario Gran Incendio, tan arraigado en la imaginación de aquellos hombres de fe única, no era un recuerdo, sino una premonición. El fuego se lo llevó todo.
El Apocalipsis del Convento de Meguiddo había acabado.