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El vicario Chuquet salió del oratorio del Papa dispuesto a emprender el regreso a su pequeña diócesis, preguntándose qué le depararía el futuro, pero convencido de haber interpretado su papel tal como se lo había asignado el destino.

Antes de volver al convento de las Escolásticas, el monje se detuvo en el puente Gregorio, sobre el Tíber, frente al majestuoso castillo de Sant’ Angelo, en el mismo lugar donde, según la leyenda, el primero de los papas reformadores, Gregorio el Grande, tuvo la visión de un sublime soldado cristiano que, encaramado en lo más alto del castillo, blandía una espada roja y lo instaba a corregir a la corrompida Iglesia del siglo VI para devolverle la pureza de los primeros tiempos. Aquella aparición había desencadenado la depuración más importante de la jerarquía cristiana en la historia de Occidente. Nuevas reglas, nuevos hombres, habían reconciliado a la Iglesia con su sentido inicial. Durante unos instantes, Chuquet se recreó en el lejano y simbólico paralelismo entre aquellas dos épocas. ¿Había contribuido también él, en la medida de sus posibilidades, a librar a la Iglesia de algunos de sus miembros más indeseables?

En ese instante, el vicario de Draguan, que tenía la mirada puesta en el caballete superior de Sant’ Angelo, creyó ver a su vez, en un destello de luz, la silueta y la espada roja del soldado de Gregorio.

Pero aquella visión era completamente distinta a la del Papa del siglo VI…

Dos hombres acababan de arrojarse sobre él y hundirle dos largas dagas en el vientre. Chuquet ni siquiera pudo reaccionar. Sus agresores lo levantaron en vilo y lo arrojaron por encima del pretil del puente Gregorio. Chuquet cayó a las oscuras aguas del Tíber con la inmovilidad de los cuerpos sin vida.

El archivero del arzobispado de París, Corentin de Tau, se alojaba en la legación francesa durante su estancia en Roma. Mientras descansaba en su celda, dos monjes se abalanzaron sobre él y lo asfixiaron con las sábanas.

En ese preciso instante, en una cabina de vapor de los sótanos, el padre Merle era salvajemente degollado y abandonado sobre las empañadas losas de mármol.

Los tres franciscanos de Martín IV asistían a la misa de mediodía. El oficiante era el obispo Courtanes, hombre de confianza del Papa. Su homilía versó sobre el perdón y la búsqueda perpetua de la verdad, empeño sagrado que siempre obtendría recompensa en el más allá. En el momento de la acción de gracias, el ministro de Dios tendió a los tres franciscanos las hojas de pan ácimo de la transubstanciación, el cuerpo de Cristo. Eran tres hostias envenenadas. El efecto fue instantáneo. A la una, Fogell, Choble y Bydu rendían el alma entre atroces convulsiones.

Martín IV oraba en su capilla privada antes de enfrentarse a Artémidore. Aquellos momentos de meditación, durante los que el Santo Padre se abismaba en Dios, no duraban generalmente más que unos instantes.

Pero ese día Su Santidad tardaba.

Los largos cirios blancos que iluminaban el oratorio habían sido sustituidos por velas de cera ponzoñosa: el leve humo gris lo ahogó en plena plegaria.

Sus servidores lo encontraron sobre las losas, con los miembros ya fríos.

Informado de inmediato, el canciller Artémidore ordenó iniciar una investigación y convocó un cónclave extraordinario para elegir un nuevo Sumo Pontífice.