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Artémidore esperaba inmóvil en su terraza del palacio de Letrán. Desde aquella atalaya enlosada de mármol y rodeada de balaustradas con perfiles antiguos, el canciller tenía una vista inmejorable de la Ciudad Eterna. Observaba con expresión glacial la abigarrada y anónima vida que bullía a sus pies. El día era radiante, pero en el horizonte asomaban los festones de un cielo de tormenta. La luz del sol era cegadora. Por un breve instante, el canciller clavó los ojos en él. Su mirada conservó la huella de aquel círculo de fuego durante varios segundos y, lentamente, barrió con ella los tejados de Roma. La puerta de cuarterones del despacho se abrió a sus espaldas. Fauvel de Bazan entró con una nota escrita en las manos. El secretario tenía el rostro descompuesto y temblaba como una hoja. Se acercó a su superior.

—El Papa está al corriente, Excelencia —dijo con voz ahogada—. Quiere veros con urgencia.

—Sí.

Artémidore no se volvió.

—Entonces, ¿es el fin? —murmuró el diácono.

—Sí, Bazan. Es el fin. —Las campanas de la catedral de Letrán dieron las doce. El canciller frunció el ceño—. Va a ser un día largo.

No se movió. En sus ojos, el fulgor inverso del sol seguía brillando con luz negra.