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En Roma, los tres franciscanos condujeron al vicario Chuquet al palacio de Letrán.

Para el encuentro con el Santo Padre, el monje volvió a ponerse el hábito y cogió su grueso manuscrito. Los minoritas lo dejaron en la capilla privada del Papa, donde esperó a solas la llegada de Martín IV.

Era un hombre de unos cuarenta años. Tenía el aspecto dulce y bondadoso de los monjes contemplativos. Ese día, el sumo Pontífice se había puesto su atuendo más modesto: sobre la larga túnica griega, no llevaba ninguno de los sagrados atributos de su función, sino una hermosa cruz pectoral. Para oír la confesión de Chuquet se había vestido como un simple sacerdote.

La capilla no disponía de confesionario, de modo que el vicario hubo de arrodillarse a los pies del Papa e iniciar su confesión auricular a la viva luz de las docenas de cirios que iluminaban el oratorio.

Tras las salutaciones de rigor, el Pontífice dirigió la sagrada audición hacia los conocimientos de Chuquet. El vicario de Draguan empezó a contar la historia de su maestro. El Papa lo escuchaba con los ojos cerrados.

Romee, hijo de Pont de Haquin, se crio con sus hermanos y su hermana en Troyes, lejos de la actividad mundana de la corte parisina. Su educación corrió a cargo de su madre, mujer muy piadosa que no animó a ninguno de sus hijos a abrazar la carrera de las armas. Todos se convirtieron en sacerdotes y monjes. Romee era el más pequeño y el más aficionado al estudio. Tras ordenarse diácono, prosiguió su formación en las mejores abadías de Europa. Pero su sed de conocimientos era inextingible; sus lecturas y anotaciones de estudiante abarcaban los comentarios cristianos, los textos bogomiles, los estudios cartujos, las cartas monásticas irlandesas… Aquella cultura pudo haberle sido fatal ante un tribunal de la Inquisición. Pero en 1230, en España, conoció a un tal Arthéme Malaparte, otro espíritu independiente, con más años y más experiencia de las cosas del mundo, que tomó bajo su protección a aquella sorprendente rata de biblioteca. Malaparte le abrió los ojos respecto a la jerarquía de los conocimientos: los admitidos desde hacía mucho tiempo, los nuevos, de los que convenía desconfiar, y por fin los adelantados a su tiempo, de los que era preferible no hablar. Malaparte se convirtió en el guía intelectual del joven Haquin. Se lo llevó a Roma, adonde había sido llamado por el Papa para la comisión sobre Aristóteles. Tras el resonante fracaso de ésta, los dos hombres permanecieron en la ciudad y perseveraron en secreto en el espíritu de aquella asamblea aristotélica.

Bajo la dirección de Malaparte y con el apoyo de Romee, la sociedad clandestina promovió experiencias de toda especie. Los enciclopédicos conocimientos de Haquin fueron de enorme utilidad en un número considerable de investigaciones. Fue él quien descubrió un texto del siglo XI en el que unos clérigos respondían a las dudas arrojadas sobre la autenticidad de los Evangelios inmediatamente después de las fatídicas fechas del año 1000 y el año 1033. El apóstol Juan había anunciado el fin del mundo para el milenario de la Encarnación del Hijo; pero aparte de alguna hambruna y varios conflictos políticos, a la hora de la verdad no sucedió nada. Muchos teólogos se sintieron decepcionados, incluso inquietos. Había que devolver la credibilidad a aquellos simbólicos mil años de las Escrituras, o mejor aún, descifrar definitivamente el secreto del calendario crepuscular de Juan. Es lo que se hizo en la época. Eminentes doctores demostraron que los mil años de espera antes del retorno de Jesús y el advenimiento de la Jerusalén celeste no empezaban ni con el Nacimiento ni con la Pasión de Cristo, sino con el comienzo del reino del Hijo, es decir, con la fundación oficial de la Iglesia de Roma. Dicha fundación tenía fecha: el año 325, época de la famosa donación del emperador Constantino. Al final de su vida, este último había decidido ceder a los obispos cristianos la ciudad de Roma, el poder de administrar por sí mismos sus bienes temporales y de recaudar impuestos, independientemente de la autoridad imperial. De ese día histórico databa el nacimiento de la Iglesia.

Los clérigos del siglo XI justificaban así la falta de cataclismo en el año 1000 y retrasaban hasta 1325 la fecha del Juicio Final. Los miembros de la comisión estudiaron sus prolijas conclusiones con absoluta seriedad… La probabilidad de que el final del mundo se produjera en el siglo siguiente no podía desdeñarse. Animados por el espíritu de Aristóteles, decidieron prepararse para tal eventualidad. El estudio de las Sagradas Escrituras y de sus comentaristas no era suficiente; había que ir más lejos.

—Y, del mismo modo que habían rodeado de fuego a un escorpión para estudiarlo y verlo morir —explicó Chuquet—, decidieron buscar una pequeña aldea, la más aislada del mundo, y someterla en secreto, casi palabra por palabra, a una reconstrucción perfecta del Apocalipsis de san Juan.

Las reacciones de los sujetos permitirían descifrar el instinto de las masas cristianas y, en su momento, comprender qué había que cambiar en su educación para prepararlas mejor. La idea del simulacro del Apocalipsis dio su nombre a la sociedad secreta que tomó el relevo de la comisión: ahora se llamaba el Convento de Meguiddo, por el nombre de la pequeña población de la Biblia que debía sufrir toda la cólera de Dios el día del fin del mundo.

—El encargado de encontrar el sitio del gran simulacro fue Haquin —siguió diciendo Chuquet—. Recorrió todo el sur de Francia, una zona rica en facciones heréticas y tierras a las que la guerra y la peste habían hecho difícilmente accesibles. Tras dos años de minuciosa búsqueda, Haquin seleccionó seis lugares susceptibles de convertirse en escenario de una simulación de semejantes proporciones. Envió sus resultados a Roma, pero durante su viaje de regreso, se cruzó con una de las innumerables cofradías ambulantes que en esa época recorrían Occidente denunciando los extravíos temporales y espirituales del clero. Sus prédicas sobre la pretenciosidad y la ceguera de los sabios lo impresionaron profundamente. Se las aplicó a sí mismo y de pronto sintió todo el horror de lo que estaba a punto de hacer. Comprendió que representar el simulacro era suplantar la voluntad de Dios y, sobre todo, infringir una de sus prohibiciones más terminantes: no tentarlo. —El Santo Padre, que seguía teniendo los ojos cerrados, asintió con la cabeza—. Fue entonces cuando Haquin decidió abandonar el Convento. Advirtió a Malaparte, asegurándole que respetaría el juramento de silencio que había pronunciado ante la asamblea y que no lo traicionaría jamás.

—¿Qué hizo a partir de ese momento?

—Durante seis años, se dedicó a frustrar las tentativas de simulacro. Regresó a la vida pública de la Iglesia, con el título de obispo que había obtenido en Roma. Pidió que lo destinaran sucesivamente a los seis lugares que él mismo había elegido. En cada uno de ellos, obligaba a los hombres de Malaparte a abandonar sus preparativos, procurando evitar el escándalo. Al instalarse en la sexta y última diócesis, Draguan, Romee de Haquin creyó haber cumplido su objetivo. El simulacro no se había llevado a la práctica. Si el Convento persistía en su empeño de experimentar el Apocalipsis a escala humana, tendría que hacerlo en otro sitio, en otro pueblo y con otros fieles que ya no comprometerían la conciencia de Haquin. Confortado por esa idea, vivió treinta años en su obispado… hasta que aparecieron tres cuerpos en un río y su sacristán descubrió la insospechada existencia de una decimotercera parroquia en lo más recóndito de su diócesis. En la época de su búsqueda para Malaparte, había seleccionado la diócesis de Draguan sin tener conocimiento de esa pequeña aldea, totalmente olvidada y aislada desde hacía muchos años. Aquel lugarejo surgido de la nada lo golpeó de pronto en pleno corazón. Haquin comprendió que su vigilancia había fracasado…

—¿Estáis diciendo que el simulacro tuvo lugar en esa aldea? —preguntó de pronto el Papa abriendo los ojos.

—Monseñor Haquin debía de creerlo —respondió Chuquet.

—Pero ¿podemos probarlo? ¿Podemos probarlo, hoy por hoy? —insistió el Pontífice.

—Lo ignoro. Este invierno, un joven sacerdote partió de Draguan en busca de esos aldeanos. Sólo él puede responder a eso.

—Bien. Continuad.

—Con el descubrimiento de esa aldea, Haquin se sintió súbitamente liberado del juramento hecho a su maestro, fallecido hacía mucho tiempo. Decidió acudir a sus superiores y ayudar al descubrimiento de la verdad. La falta de respuesta lo inquietó. Tuvo que intrigar y actuar discretamente para encontrar y llamar a su lado a un sacerdote a su gusto, capaz de soportar la tarea que lo esperaba. Romee de Haquin esperaba la llegada de ese joven con creciente impaciencia. Pero llegó demasiado tarde. Un esbirro del Convento se le adelantó en unas horas y asesinó brutalmente al obispo Haquin, que se había vuelto demasiado molesto…

El Papa permaneció en silencio largo rato. La historia de Romee de Haquin ligaba súbitamente todos los indicios y las heterogéneas sospechas que sus tres fieles franciscanos abrigaban desde hacía años. Había sido necesario que un simple vicario rural se lanzara al camino en mitad del invierno a fin de enterrar el cuerpo de su obispo para que la verdad estallara al fin.

Martín IV bendijo al monje, como tras una confesión ordinaria. Su expresión seguía siendo distendida y cordial. Chuquet estaba asombrado ante tamaña serenidad y circunspección. Se acordó de Henno Gui y de su conversación en Draguan.

—Habéis obrado bien, hijo mío —dijo el Santo Padre—. Por la gracia de la confesión, podéis estar seguro de que Nuestro Señor ha oído cada una de vuestras palabras y os ama por esto. —En lugar del abrazo pastoral y de la acostumbrada señal de la cruz, de pronto, Martín IV se quitó el hermoso crucifijo que le pendía del cuello y se lo tendió al pobre vicario. A Chuquet se le arrasaron los ojos de emoción—. Gracias —se limitó a añadir el Santo Padre.

Un instante después, Chuquet estaba solo en medio de la capilla pontificia. Había cumplido la misión de su vida.