El viejo Enguerran de la Gran Cilla proseguía su peregrinaje de penitente. Desoyendo las advertencias de su mujer, había decidido cumplir la promesa que había hecho a Artémidore y la cancillería de Letrán. Se llevó la misiva de Jorge Aja y visitó una tras otra las cinco nuevas propiedades que debía comprar en secreto para la Iglesia romana. En cada entrevista, las proféticas palabras de su mujer acudían a su mente como una cantinela: «¡Traicionas a tu rey!». Pero Enguerran pensaba en la Cruz de Túnez que había dejado en Roma. Ya no podía echarse atrás.
Cumplida su misión, regresó exhausto a Morvilliers. Los últimos meses habían sido tan duros como sus dos desastrosas cruzadas al lado de Luis. Con el agravante de la edad, quien regresaba a casa era un hombre al borde de la muerte. Muerte moral tanto como física. Enguerran había tenido que empeñar su nombre y su prestigio a precios exorbitantes para convencer a los señores de que le vendieran sus tierras o dejaran pasar a aquella misteriosa comitiva que venía de Italia. Esa prueba estaba superada. Enguerran sabía que ya había otra esperándolo: la investigación del rey de Francia. El futuro del Caballero Azul se anunciaba sombrío. No podría justificar todas sus adquisiciones. Abrumado, Enguerran de la Gran Cilla ya ni siquiera tenía fuerzas para maldecir a su hijo, que tan lejos lo había arrastrado…
A su llegada al palacio, Hilzonde lo recibió con una caja de cartón entre las manos. Enguerran reconoció los sellos de la cancillería de Roma. Hastiado y contrito, se resignó a abrir aquel nuevo mensaje de Artémidore.
De pronto, el rostro del anciano se iluminó. Hilzonde también sonreía. En el fondo de la caja, Enguerran vio su Cruz de Túnez y su escudete de caballero. Una carta del puño y letra de Artémidore acompañaba el envío.
El canciller lo felicitaba, le agradecía su inestimable aportación a la causa del Papa y la comunidad universal de los cristianos y lo liberaba de su pacto con la asamblea de Roma. Por último, le garantizaba su apoyo incondicional. Estaba al tanto de las sospechas que pesaban sobre él y de la investigación a la que iba a someterlo el Louvre. Con un pequeño documento, una formidable argucia administrativa, el canciller solucionaba todos los problemas futuros del viejo caballero. La carta iba acompañada de una convención oficial establecida entre los Estados Pontificios y Enguerran III de la Gran Cilla. Mediante aquel documento, el ejército del Papa compraba la totalidad de su producción de destreros, y lo hacía durante los quince próximos años. De la Gran Cilla se convertía así en el proveedor exclusivo de las cuadras del Papa. El contrato, hábilmente antedatado, comportaba sumas suficientes para justificar los desorbitados desembolsos del Caballero Azul y cubrir el pago de los impuestos reales que le reclamaría París. Aquel gesto de gran señor redimía totalmente el honor de Enguerran.
Este leyó la convención y sonrió al ver al pie del documento su propia firma ya estampada y cubierta con su sello familiar. Era una falsificación de una exactitud y un acabado impecables…
El anciano tuvo un recuerdo para Artémidore. Tras la máscara de frialdad del canciller, tras aquella distancia y aquella dureza puramente políticas, reconoció a Aures de Brayac, el amigo de la juventud, los años pasados en Malta y las dos ocasiones en que le había salvado la vida.
Ahora, Artémidore pagaba a su viejo compañero proporcionándole un final apacible. El Caballero Azul podía esperar la muerte con la dignidad del cruzado de Túnez que siempre había sido.
Enguerran miró a su mujer con una expresión algo menos hastiada. Tenía la extraña y reconfortante sensación de ser el único que se había salvado, el único entre todos.
—Ahora ya ha acabado —dijo rodeando a Hilzonde con los brazos.