En Roma, el vicario Chuquet trabajaba, de riguroso incógnito, en su celda del convento de la madre Nicole. Completaba el manuscrito cuyo original había dejado en Troyes, en manos de la abadesa Dana. Esa mañana de abril, su pluma arañaba una hoja mal alisada. Llamaron suavemente a la puerta. Chuquet dio su permiso con un gruñido, sin volver la cabeza. Mientras permaneciera en las Escolásticas, tendría a su disposición a un joven oblato de un monasterio vecino. Dado que ninguna religiosa podía tener contacto con el señor de Troyes, la madre Nicole había recurrido a una congregación masculina para conseguir un intermediario.
La pequeña puerta de madera se abrió con el crujido de costumbre. Chuquet seguía concentrado en el trabajo, pero levantó la cabeza; no había reconocido el ruido de los zuecos del oblato ni el de la jofaina que le traía todas las mañanas. De pronto, una potente voz resonó a unos pasos de la espalda de Anselme de Troyes.
—Lo que hacéis es muy peligroso, hermano Chuquet.
El vicario de Draguan se volvió como un rayo. Ante él había cuatro personas. Cuatro hombres. Tres vestían hábitos pardos ceñidos a la cintura con gruesos cíngulos de cuerda: eran franciscanos. Los mismos que habían coincidido dos veces con Enguerran de la Gran Cilla y que habían conducido al padre Merle ante Fauvel de Bazan, en la cancillería del Letrán. Aquellos tres hombres inflexibles eran los consejeros más influyentes del Pontífice. El pueblo, al que nunca pasan inadvertidos los personajes poderosos, los apodaba la «Trinidad de Martín». Se llamaban Fogell, Choble y Bydu.
Detrás, inmóvil en el umbral de la puerta, estaba Corentin de Tau, el archivero de París. El vicario se puso en guardia.
—No temáis nada —le dijo Fogell—. Estamos aquí para ayudaros. —Chuquet cerró el manuscrito y lo ocultó con el cuerpo—. Actuamos por encargo del papa Martín, y solamente del Papa —le aseguró el franciscano—. No tenemos ninguna relación con las personas que os interesan y que ya interesaban a vuestro maestro Haquin antes que a vos.
Chuquet lanzó una mirada sombría a Corentin de Tau. El anciano dio un tímido paso al frente.
—Supe lo que os ocurrió en París después de nuestro encuentro, amigo mío. No soy más que un simple archivero; ignoraba que mis escribanos espiaban mis palabras y mis actos. Nuestra conversación sobre Draguan es la causa de todas nuestras desdichas. Descubrieron vuestro rastro y el del hombre que puse a vuestra disposición. Un granuja, felizmente disfrazado de monje, murió en vuestro lugar en la posada del Halcón Blanco… Pero creí que sus asesinos os habían secuestrado. Así que puse una denuncia ante las autoridades dando vuestra descripción. Fue un mediocre confidente, Denis Lenfant, quien dio con vuestro rastro por pura casualidad. Ese muchacho ignoraba completamente quién erais y no sabía nada del complot que se tramaba contra vos. No pudo comunicarme vuestra llegada a Troyes hasta finales del invierno. Me presenté allí de inmediato, pero ya habíais huido.
—Os seguimos desde hace varios días —dijo Fogell tomado el relevo el archivero—. Sabemos que habéis ido a Santa Lucía en busca del monasterio de Profuturus. Desgraciadamente, los registros de la biblioteca vaticana todavía no son fiables. A día de hoy, vuestro hombre y su escondite secreto se encuentran en el otro extremo de los estados pontificios, en la costa del Adriático. También sabemos que os habéis entrevistado con Lucia Malaparte. Vuestras conclusiones le han causado una gran conmoción; hemos tenido que usar de toda nuestra paciencia para calmarla sin faltar demasiado a la verdad. Pero vos estabais en lo cierto. Efectivamente, la comisión de 1231 está en el origen de los dramas que han sacudido a vuestra pequeña diócesis, y fue su padre quien dirigió esa sociedad secreta hasta su muerte.
—Trabajamos en este asunto desde el advenimiento de Martín IV —dijo Choble—. En el cónclave que condujo a su elección, nuestro señor competía con el cardenal Ricci, apoyado por una coalición que guardaba celosamente su anonimato. Una vez elegido, el Papa simplemente deseaba conocer el nombre de sus adversarios secretos para saber a qué atenerse en sus futuras decisiones políticas. Fue para esa tarea para lo que nos llamó a su servicio en Letrán y ahí es donde comenzó nuestra investigación. Infructuosa durante mucho tiempo, lo reconocemos humildemente. Pero vuestros descubrimientos, junto con los del maestro Corentin de Tau, nos han sido de gran ayuda últimamente. Vuestra carta ha sido un cebo muy efectivo.
—¿Mi carta? —preguntó Chuquet—. ¿Qué carta? El archivero sonrió.
—La que os requisé en mi despacho —dijo el anciano—. La misteriosa carta de Haquin fechada en Roma… Fogell volvió a tomar la palabra:
—De Haquin pudimos remontarnos hasta Malaparte, y de Malaparte hasta la actualidad. Tenemos una gran deuda con vos, hermano Chuquet.
El hermano Bydu se sacó de la cogulla un grueso rollo de pergaminos atado con un cordel. Chuquet reconoció el manuscrito que había confiado a la abadesa del convento de las Hermanas de Marta, en Troyes, en el que había vertido todas las confidencias de Esclarmonde sobre su hermano.
—Como veis, no somos unos impostores, puesto que la madre Dana está al servicio exclusivo del Papa. No nos habría entregado este valioso manuscrito si no fuéramos de su total confianza.
—¿Qué pensáis hacer con él? —preguntó Chuquet.
—Está escrito de vuestro puño y letra. Necesitamos que lo firméis para poder registrarlo y servirnos de él.
—¿Por qué yo? Para estampar una simple firma, podéis utilizar a cualquiera de vuestros subalternos…
—Sí, pero eso no sería suficiente. Este texto será presentado exclusivamente al Santo Padre. Martín exigirá conocer al autor, pues no es hombre que se deje convencer por la mera evidencia escrita.
Para persuadirlo de que vuestras revelaciones son fidedignas, tendréis que presentaros ante él y responder a sus preguntas bajo secreto de confesión. Como bien decís, contamos con hombres dispuestos a firmar en vuestro lugar para defender nuestra causa, pero no tenemos a nadie para mandarlo a mentir a los ojos de Dios al obispo supremo de Roma.
—Si hago lo que me pedís, ¿acabaré con quienes asesinaron a mi maestro?
—No os quepa duda.
—¿Puede esto volverse contra mí?
Los tres franciscanos se miraron, un tanto apurados.
—Es posible —respondió Fogell—. Os seré franco: ninguno de nosotros estará a salvo hasta que este asunto sea juzgado. Si, por algún motivo, nuestro pliego de cargos no fuera suficiente, o nuestras bazas llegaran a conocimiento de nuestros adversarios antes de que podamos actuar, todos nosotros estaríamos en grave peligro.
—¿Cuándo puedo ver al Papa?
—De inmediato.