Henno Gui trataba de reconstruir mentalmente el conjunto de los elementos que componían el simulacro de Apocalipsis y sus consecuencias.
El aislamiento de la aldea de Heurteloup había empezado de forma natural, debido al progresivo encenagamiento de la región y a las dos epidemias de peste que la habían separado del resto del mundo; luego, el crimen y las maquinaciones de unos clérigos lo habían consolidado.
Toda aquella historia habría podido olvidarse para siempre si un año antes un caballero y sus dos hijos no se hubieran perdido en aquellas legamosas tierras y si la gente del lugar, obnubilada por una mística hecha de retales, no los hubiera tomado por demonios y hubiera arrojado sus cadáveres a un río…
El sacerdote intentó obtener nuevas revelaciones del viejo cómico, refugiado con su compañía en la hondonada del bosque. Pero fue en vano. Aquejado de una herida imaginaria en el costado, el anciano se dejaba morir, perdido en sus pensamientos.
La única persona de la aldea a quien Henno Gui se atrevió a revelar sus descubrimientos fue Seth. Era lo bastante abierto para soportar un relato tan extraño y tan alejado de sus convicciones históricas y religiosas.
El sacerdote le explicó el engaño de que habían sido víctimas sus padres, el artificio empleado para hacerles creer que el mundo había llegado a su hora final. ¿Habían descubierto la mistificación? ¿Habían tomado por real la lúgubre comedia que habían representado para ellos? Henno Gui lo ignoraba. Pero afirmaba que una comunidad que había sufrido un trauma tan violento, tras asistir a semejante representación, no podía seguir siendo la misma… Buena parte de su fe actual, de su visión del mundo, de las palabras que les habían legado sus mayores, de sus extraños ritos, procedían en línea directa de aquel terrible acontecimiento.
Seth lo escuchó desarrollar a tientas, eligiendo cuidadosamente las palabras, todo aquel embrollo de revelaciones e hipótesis. Admitió ciertas concordancias. En efecto, la verdadera religión de sus padres descansaba sobre la idea de que el mundo se había detenido súbitamente y de que, en la hecatombe de aquel final terrible y universal, habían sido los únicos en sobrevivir, elegidos por sus dioses.
Seth estaba dispuesto a creer el relato del sacerdote, pero aseguró que era imposible transmitir aquel conocimiento a los demás habitantes de la aldea. Aquellas revelaciones eran demasiado crudas, demasiado directas, para no ser rechazadas con violencia.
—Pero ¿no comprendéis todo lo que implica esta historia? —Le preguntó Henno Gui, exasperado. Seth se encogió de hombros.
—¿Qué podría aportarnos? —preguntó el anciano a su vez—. Esa revelación haría tantos estragos en nuestras conciencias como los que hizo el falso Apocalipsis en las de nuestros antepasados, si es que las cosas sucedieron como aseguráis. ¿Es eso lo que queremos? Nadie está preparado para escuchar esas verdades… Dejémoslas a un lado por el momento. Después de todo, amigo mío, no hacemos daño a nadie…
Henno Gui no respondió a eso, pero no estaba tan convencido.