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Aymard de la Gran Cilla, Gilbert de Lorris y Deogracias nunca llegaron a Roma de regreso de Gennano. A medio camino, encontraron un correo enviado por la cancillería de Letrán con nuevas instrucciones. Eran inapelables. El trío se despidió de Drago de Czanad y la joven cómica Maud y se dirigió hacia el norte a galope tendido.

Cerca de Porcia, pequeña localidad cisalpina próxima a la frontera francesa y las tierras de Avignon, los esperaba un contingente de doscientos soldados. Todo el cuartel de Falvella se había trasladado allí con armas y monturas. Rápidamente, construyeron un fuerte de madera, a resguardo de miradas indiscretas. Gilbert estaba encantado de encontrarse de nuevo entre sus antiguos compañeros de armas. Los tres recién llegados tuvieron que encubertarse para la guerra apenas descabalgaron. Aymard se puso una coraza encima de la sotana blanca, con las mangas y el faldón a la vista. Sin embargo, se negó a ocultar la tonsura bajo un casco de combate.

El comandante de la fuerza les explicó que partirían en expedición hacia una pequeña parroquia francesa en la que había un grupúsculo de recalcitrantes herejes a los que tenían que eliminar antes de que sus agentes se dispersaran por la región. El militar dio a su arenga acentos de cruzada para acabar de convencer a los dos jóvenes.

El contingente definitivo constaba de treinta y tres soldados, cuidadosamente elegidos entre los doscientos del cuartel de Falvella. Tres días después de la llegada de Aymard y sus dos compañeros a Porcia, al rayar el alba, los soldados cruzaron ilegalmente la frontera francesa en columna de a tres e iniciaron el avance hacia la diócesis de Draguan.

El camino que debía tomar aquel pequeño ejército no seguía las rutas habituales. La clandestinidad de la operación no tardó en estar en el ánimo de todos.

El comandante colocó a Aymard de la Gran Cilla a la cabeza de la marcha.