Una hora después de su visita a la biblioteca del Vaticano, Chuquet se presentaba bajo su nombre falso en el hospicio de la madre Anne, asilo para huérfanos adosado a la fortaleza de Sant’ Angelo, y pedía ver a la madre superiora, Lucia de Malaparte. Al cabo, tras hacerlo esperar largo rato, lo condujeron ante una mujer de rostro dulce y franco, más joven de lo que había imaginado.
—¿En qué puedo serviros? —le preguntó la religiosa.
—Quisiera hablar con vos de vuestro padre. Mi antiguo maestro trabajó para él.
—¿De veras? ¿Cómo se llamaba?
—Romee de Haquin. Colaboró con el señor Malaparte en la época de la comisión papal de 1231 sobre Aristóteles.
—Ese nombre no me dice nada.
—Sin embargo, sé que mi maestro estuvo varios años al servicio de vuestro padre, incluso después de disuelta la comisión.
—Conozco bien la vida de mi padre. No recuerdo haberlo oído mencionar a vuestro maestro.
Chuquet no se desanimó ante el olvido o la ignorancia de la madre Lucie.
—¿Vuestro padre permaneció en Roma tras el fracaso de la comisión?
—Sí. Fundó este hospicio con mi madre.
—¿Realizaba alguna otra actividad en esa época?
—Ninguna, señor. Le ofrecieron puestos importantes en Europa, pero los rechazó todos. Mi padre estaba entregado al proyecto de este orfanato en cuerpo y alma.
—¿No sabéis de ninguna otra razón que lo indujera a quedarse en Roma?
—Ya os lo he dicho, el hospicio de la madre Anne.
—Hummm…
Chuquet no parecía nada convencido.
—Vuestro padre nunca se rebeló contra la súbita y severa decisión del Papa de disolver la comisión…
—No.
—Incluso creo que recibió esa desautorización con dignidad y públicamente siempre se mostró leal hacia la posición del cabeza de la Iglesia…
—Eso ya lo sé, señor —respondió la madre Lucie.
—Por supuesto. Pero lo que al parecer ignoráis, señora, es que, a la mañana siguiente de la decisión del Papa, la comisión reanudaba su trabajo, pero de forma clandestina. Todos los que tenían fe en el pensamiento de Aristóteles se reagruparon alrededor de vuestro padre y profundizaron en esa filosofía, haciendo caso omiso de la prohibición de la Iglesia. Pronto, esa asamblea se transformó en una poderosa sociedad secreta. En ella se estudiaba al hombre y la naturaleza según leyes nuevas, es decir, sin tener en cuenta las dilaciones y los escrúpulos del dogma romano.
—No creo una sola palabra de lo que decís —replicó Lucie de Malaparte.
—Estáis en vuestro derecho, señora. Aun así, debéis saber que vuestro padre permaneció a la cabeza de esa congregación oculta hasta su muerte en 1266, y que tengo poderosas razones para creer que dicha sociedad sigue existiendo hoy en día, que tal vez tenga más poder que nunca y que su existencia continúa siendo totalmente ignorada por el Papa.
—¿Y podéis probarlo?
—Las pruebas que poseo no os conciernen.
—Entonces, ¿por qué me habláis del asunto? ¿Qué pretendéis contándome todo eso?
—Vos sois una dama respetada y conocida en los círculos romanos. Sólo os pido que no os desentendáis de lo que acabo de deciros y no dudéis en hacer preguntas a los hombres poderosos que os rodean. Estoy seguro de que, a fuerza de hablar abiertamente de ello, pronto sabréis más que yo…
—Si hablo, señor, mencionaré vuestro nombre.
—Hacedlo, madre. Me llamo Anselme de Troyes, pero el nombre que debe contar es el de mi antiguo maestro, no lo olvidéis: se llamaba Romee de Haquin…