13

En la sorprendente respuesta del viejo cómico sobre Jesús, no había ninguna nota de arrogancia u orgullo. Más bien amargura. Henno Gui apenas podía ocultar su asombro.

—Fui yo quien hizo de Cristo —repitió el anciano—. Era un papel que ya me habían dado antes de ese extraño día. En esa época, tenía la suerte de que mis facciones se asemejaran de forma natural a las que se atribuye a Nuestro Señor en los cuadros y los crucifijos de las iglesias. El parecido me permitió empezar mi carrera en los grandes misterios de Pascua que se representaban en Basilea, en Rávena… —Henno Gui hubo de reconocer que, en efecto, a pesar de las arrugas y la falta de color, el rostro alargado y las mejillas hundidas del cómico tenían un parecido asombroso con la representación sagrada que las tallas y los evangeliarios propagaban por todo el mundo. El anciano respiró hondo y cerró los ojos—. Fue una representación extraordinaria, os lo aseguro. Única. Alrededor del claro, ahí abajo, ardían grandes fuegos…

—¿Fuegos? —preguntó el sacerdote cada vez más intrigado—. ¿Qué fuegos?

El anciano volvió a abrir los ojos y señaló siete árboles.

—Habían elegido árboles inmensos y majestuosos. En cada uno de ellos, prendieron fuego a siete grandes ramas. Siete en cada uno. Era magnífico… magnífico…

—¿Siete árboles? ¿Siete ramas? —repitió el sacerdote—. ¿Como los candelabros del Apocalipsis?

El anciano sonrió y, por primera vez, miró al sacerdote directamente a los ojos.

—Pero, padre, lo que representamos aquí era el Apocalipsis de san Juan…

Que Henno Gui recordara, nunca había oído una revelación que lo dejara tan atónito. Se quedó mudo.