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En la fortaleza de Beaulieu, al día siguiente de su llegada, Enguerran de la Gran Cilla fue conducido ante el senescal Raimon de Montague, delegado plenipotenciario del rey de Francia, representante de la corona y del Consejo. La entrevista tuvo lugar en la gran sala de audiencias en la que el señor de Beaulieu solía recibir a sus vasallos para resolver los asuntos ordinarios de su feudo. Enguerran se presentó solo. El hombre que lo esperaba todavía no se había despojado de la armadura de viaje. Permanecía de pie y tenía una expresión severa y abstraída. Enguerran comprendió que el senescal no estaba allí para amonestarlo en nombre de los contables del Louvre. La cosa era más grave.

—Durante las últimas seis semanas —empezó diciendo Montague—, os habéis hecho con la propiedad de las tierras de Eliman, de Cha-reuse, de Pontarléan, de Córteme y de Plessis-sur-Haine, por una suma total que ronda los doscientos mil escudos.

El caballero se quedó sorprendido ante la rapidez y la precisión con que los hombres del rey habían sido advertidos de sus transacciones.

—En efecto —respondió.

Enguerran recitó una vez más los supuestos motivos de sus inversiones.

—¿De dónde procede esa fortuna? —le preguntó el senescal a quemarropa.

—La corte conoce bien los beneficios que obtengo de la cría de destreros… Esa actividad me ha permitido acumular sumas importantes. Ahora he decidido emplearlas como mejor estimo.

—Nadie, señor, pone en duda vuestra probidad de caballero.

No obstante, los contables reales han ordenado una evaluación de vuestros bienes, según las normas del nuevo Tesoro. No teniendo nada que ocultar, alguien con un nombre como el vuestro no puede oponerse a un procedimiento público de esa naturaleza. En consecuencia, desde el día de hoy tenéis orden de aplazar todos vuestros compromisos; el oro que habéis traído a esta fortaleza será custodiado en depósito en el palacio; vuestras anteriores adquisiciones no quedan invalidadas, pero serán sometidas al examen de una comisión rogatoria.

—Hay otras inversiones que deseo realizar antes del verano —protestó Enguerran.

—No os prohibimos que prosigáis vuestras negociaciones —respondió Montague—. No obstante, esas operaciones no podrán concluirse sobre otra garantía que la de vuestro nombre. Ninguna otra suma de dinero debe abandonar vuestras arcas. Tan pronto finalice la investigación, podréis hacer honor a vuestra palabra.

Enguerran no podía protestar. Habría resultado sospechoso. Fingió recibir aquellas disposiciones con tranquilidad y confianza.

—Estoy a las órdenes de mi rey —se limitó a decir con una inclinación.

Queriendo mostrar toda la confianza que le merecía la persona de Enguerran, el señor de Beaulieu aceptó venderle sus tierras sin más garantía que su palabra. Entretanto, los guardias del senescal se habían incautado de los dos cofres de oro del Caballero Azul. Contenían, por sí solos, más de ochenta mil escudos grabados con el perfil del rey.

Más preocupado que nunca, Enguerran emprendió el regreso a su palacio de Morvilliers. Aquel percance, imputable únicamente a la mala organización de Roma, podía costarle caro. Una investigación minuciosa podía sacar a la luz su alianza secreta.

En Morvilliers lo esperaba su mujer. Era la única persona a quien había confiado su pacto con Artémidore. La recta y digna Hilzonde había recibido la confidencia con pesar. A su modo de ver, depositar la Cruz de Túnez ante políticos romanos rayaba en la traición. Aunque el honor de su nombre y su hijo estaban en juego, Hilzonde no podía ocultar su decepción de mujer de cruzado.

Cuando supo lo ocurrido en la fortaleza de Beaulieu, lamentó aún más amargamente la infidelidad de su marido a la corona de Francia. Luego entregó a Enguerran un mensaje llegado dos días antes. El sello de cera llevaba impresas una cruz y una máscara. Hilzonde ya lo había abierto, como hacía con todos los despachos de Jorge Aja que llegaban en ausencia de su marido. El viejo caballero sacó su regla de cifrar y tradujo la misiva del hombre que le servía de enlace con Roma.

Las nuevas órdenes de Aja eran claras y tajantes. De la Gran Cilla debía dejar en suspenso todas las instrucciones que había recibido hasta entonces. Su misión seguía siendo la misma, pero la lista de las tierras que adquirir había cambiado. Ahora contenía otras cinco propiedades. Todas estaban situadas entre la frontera francesa de Avignon y el norte del condado de Tolosa.

Hilzonde, que ya había descifrado el mensaje, extendió un gran mapa del sur del reino sobre una mesa. Cartas tan detalladas como aquélla eran raras en la época. Enguerran debía aquel ejemplar a Oreyac de Tolosa, que se lo había entregado en la época en que ambos coordinaban la reunión de los cuerpos militares de Aquitania y de la flota genovesa para la octava cruzada.

—Fíjate bien —le dijo Hilzonde señalando con el índice las tierras designadas por Aja—. Estas cinco propiedades, aparentemente anodinas, colindan con tierras cuyos propietarios o señores sabemos que están a sueldo de la Iglesia. Puestas una a continuación de otra, forman una especie de pasillo que asciende hasta Limoges.

—¿Y qué? —replicó Enguerran.

—Que si alguien quisiera abrir una ruta segura hasta el corazón del reino —respondió Hilzonde—, no podría desear otra mejor. —En efecto, el dedo de la mujer fue deslizándose de propiedad en propiedad a lo largo de más de ciento cincuenta leguas ininterrumpidas—. Tus nuevos señores podrían dejar entrar en el país guarniciones enteras sin que el rey lo advirtiera… ¿Qué tiene que decir a eso el leal vasallo de Luis?

Enguerran tenía los ojos clavados en el mapa de Oreyac. Hilzonde estaba en lo cierto. El viejo caballero volvió a coger la carta de Aja y leyó atentamente los nombres de las cinco propiedades de las que debía ocuparse ahora: Bastidon, la tierra de los Debras, el feudo de Meyer-l’Áne, Pichegris y, por fin, Calixte, que colindaba con la pequeña diócesis de Draguan…