En la parroquia de Henno Gui, el deshielo había ensanchado considerablemente los pantanos que rodeaban la pequeña aldea de Heurteloup. La región recuperaba su aspecto de lodazal insalubre salpicado de alisos y cañas bajas que sólo contribuían a aumentar su desolación.
A dos leguas de la aldea de los malditos, en pleno corazón del bosque, un muchacho avanzaba con paso vivo entre los árboles. Iba cubierto de flotantes oropeles y llevaba una cruz de madera colgada al cuello. Era Lolek, el hijo de Mabel. Casi corría, sin dejar de observar la sombra de los abetos y el declinar del sol. El muchacho apretaba el paso a medida que la penumbra invadía el bosque. Cuando llegaba a una zona inundada, saltaba a una rama sin vacilar y trepaba y saltaba de árbol en árbol con una naturalidad pasmosa. Gruesas gotas de sudor le resbalaban por el cuerpo. Estaba solo en mitad de la nada.
Media legua más adelante, Lolek desembocó en una zona algo más despejada. En el centro se alzaba una ancha y alta peña en cuya cara anterior se veía una grieta lo bastante ancha para dejar pasar a un hombre. El muchacho había llegado al final de su viaje, e hizo un alto para recuperar el aliento.
Ante el picacho lo esperaba un hombre. Empuñaba una lanza corta, inmóvil como los guardianes del templo de Diana. Era Tobie.
Lolek recorrió los pocos pasos que lo separaban del adulto.
—Has llegado a la hora —dijo Tobie. El muchacho alzó la cabeza. En lo alto de la peña vio un lobo con el cuello estirado y los músculos tensos. Sus ojos eran de diferente color y lo miraban fijamente. Era el lobo domesticado de Carnestolendas—. Están dentro. Esperándote —añadió Tobie tendiéndole la pequeña lanza—. Estaré detrás de ti.
—¿No llevaremos ninguna antorcha? ¿No tendremos ninguna luz? —preguntó el muchacho, nervioso.
—No. Sólo la que entra por la grieta. Todo debe haber acabado antes de que se haga de noche.
Lolek soltó un bufido. Luego empuñó el arma de madera y entró a rastras por la fisura del peñasco. Tobie se deslizó tras él. En lo alto de la peña, el lobo había desaparecido.
Henno Gui y Carnestolendas llevaban dos días recorriendo los alrededores de la aldea. El buen tiempo les permitía acceder a zonas que no habían podido explorar durante el invierno.
El gigante cargaba con un cubo lleno de un líquido lechoso. El cura llevaba un junco en la mano. Avanzaban observando cada árbol con atención. Ante algunos, anchos y nudosos, Henno Gui se detenía para mojar el tallo en la cuba de su compañero y pintar una cruz blanca en el tronco. De ese modo, árbol a árbol, iban trazando un amplio perímetro alrededor de Heurteloup, manteniéndose cerca de los pantanos sagrados en todo momento.
Seguían enfrascados en la misteriosa tarea, cuando uno de los sacerdotes de la aldea llegó corriendo a donde estaban.
—¡Venid enseguida! —los urgió el hombre entre jadeos—. ¡Venid, ha ocurrido una desgracia!
Tobie estaba inconsciente. Tenía medio rostro desfigurado, sangraba abundantemente por el costado y le faltaba un trozo de pierna. La tribu formaba corro a su alrededor. Lolek estaba junto a él, pálido y exhausto. Había arrastrado a Tobie hasta allí desde la extraña «peña partida».
Durante los últimos días, el muchacho se había sometido a las pruebas de iniciación que constituían su «rito de paso» a la edad adulta. Tobie era el encargado del examen, que era idéntico y obligatorio para todos los varones. Tras haber superado numerosos desafíos, ese día el aspirante debía enfrentarse a la prueba definitiva. Tenía que meterse, casi desarmado, en la guarida de los perros salvajes que vivían en el bosque y volver con el pellejo de uno de ellos. Aquella última muestra de valor había costado la vida a más de un joven aldeano. Pero ese día el destino había trastocado el orden de las cosas. Aunque Lolek había penetrado en la cueva el primero, varios pasos por delante de su tutor, había sido sobre éste sobre quien se habían arrojado salvajemente varias lobas preñadas. El muchacho había luchado con ellas encarnizadamente hasta arrancar a Tobie de sus fauces y sus garras, pero no había recibido ni un solo arañazo ni una sola dentellada.
Henno Gui examinó las heridas de Tobie e hizo que lo llevaran a su cabaña. Allí, con Floris y Carnestolendas, luchó durante horas para salvar a quien había sido su principal adversario desde su llegada a la aldea. A la caída de la noche, el sacerdote le había cortado la hemorragia y vendado las heridas. Tobie seguía inconsciente. No quedaba más que esperar a que despertara o muriera.
Henno Gui y Floris rezaron largo rato por la salvación del aldeano. No fueron los únicos. En otra cabaña de la aldea, otras dos personas musitaban incansablemente avemarías y salmos por el hombre del casco de madera. Eran Mabel y Lolek.
En la promiscuidad del riguroso invierno, a espaldas de todo el mundo, Henno Gui había conseguido convertir a aquellas dos almas a la fe de Cristo.