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Aymard de la Gran Cilla y su tropa pasaron el final del invierno en las escarpadas pendientes del Mont-Rat, en Spoleto, preparando concienzudamente el simulacro de aparición de la Virgen ideado por Profuturus. A su llegada a Germano bajo una tromba de nieve, habían encontrado a un pastor que los esperaba y les había acondicionado una pequeña majada a cubierto de miradas indiscretas.

—Es nuestro explorador —dijo Drago de Czanad, el jefe de la expedición.

—¿Explorador? —preguntó Gilbert extrañado.

—Sí. Para cada operación, disponemos de un hombre instalado en la zona meses, a veces años antes de nuestra llegada. A través de él, sondeamos a los habitantes y estudiamos las posibles acciones desde el interior.

—¿Hacéis cosas así a menudo? Quiero decir… simulaciones como ésta.

—De vez en cuando…

Gilbert de Lorris se había dejado convencer con facilidad de la necesidad política de aquella misión del Mont-Rat. Gennano era una población próxima a la frontera imperial, enteramente sujeta a la influencia de los antipapistas y los hombres del emperador. El interés estratégico de aquel enclave no podía escapar a la perspicacia del joven soldado. No obstante, el sistema elegido para convertir a los habitantes le parecía un tanto dudoso.

«Pero después de todo —se decía—, ahorra vidas y luchas inútiles. Más vale una mentira que un baño de sangre».

Gilbert estaba encantado de acompañar a Aymard de la Gran Cilla. Pese a su constante distancia, se sentía atraído por la ambigüedad del personaje. El abad del Umbral había cambiado como de la noche al día. Ahora practicaba, oficiaba… Su devoción era estricta y ejemplar. Gilbert ignoraba de dónde venía Aymard, ignoraba qué había vivido, pero se felicitaba interiormente de haber sido sin saberlo el instrumento de la reconversión de aquel hombre de Iglesia.

Aymard había aprobado de inmediato la «simulación del Mont-Rat», pero por motivos muy distintos a los de su joven compañero. Veía en ella una obra pía, que redundaría en bien de la Cruz, y un modo de dar las gracias a quienes se habían tomado la molestia de salvarlo de su apostasía.

Pero aunque aparentemente Aymard había cambiado, a veces Gilbert sorprendía en él la mirada vaga y peligrosa del prisionero de Morvilliers; le ocurría cuando el abad observaba a Maud, la joven cómica que se había unido al grupo para hacer de Virgen María. Aquella chica, y el extraño papel que se disponía a interpretar, recordaban a Aymard un pasado lejano, sus hermanos del Umbral, su abyecta boda con la Madre de Cristo…

Apenas mejoró el tiempo, Drago y sus hombres pusieron en práctica el plan. Deogracias —el hombre de negro— y la cómica permanecieron rigurosamente ocultos en el aprisco mientras sus tres cómplices se presentaban ante la población de Gennano haciéndose pasar por simpatizantes de la causa antipapista que huían de la persecución de los agentes de Roma. El subterfugio les permitió tomar el pulso de la ciudad. Comprendieron que Gennano servía de base avanzada para un denso tráfico de dinero, armas, imágenes y textos heréticos. Eso no hacía más que confirmar lo que Drago y Roma ya sabían gracias al informe de su explorador. Los tres hombres se integraron en la vida de aquella población enemiga, sin perder de vista sus objetivos por un solo instante. El primero de ellos era encontrar la presa ideal: el hombre o la mujer que presenciaría la milagrosa aparición. Drago le echó el ojo a un criador de cerdos y ovejas. El buen hombre, un poco simplote, era miedoso e impresionable como un niño. Se llamaba Roubert. Los tres compinches pusieron manos a la obra. Discretamente, Drago hizo comer ciertas hierbas a las primeras ovejas preñadas del año. Todas parieron corderos monstruosos, con una pata de más o de menos, la osamenta torcida, la lana, inexistente, los ojos, ciegos, y la respiración, anhelosa. Los fenómenos fueron acogidos con grandes muestras de temor y sacrificados de inmediato… Era un mal agüero tras el que muchos creyeron ver la mano del diablo. Los tres clandestinos siguieron con su trabajo sin que nadie los molestara. Con otras hierbas y pociones a base de plomo, secaron las ubres de cabras y vacas; la leche salía cuajada o apestaba apenas caía al cubo. Dos animales murieron entre chillidos atroces. Unas gotas derramadas en la fuente bastaron para enfermar a la cuarta parte de la población. La sucesión de desgracias fue recibida con angustia creciente. Aquello anunciaba algún peligro grave e inevitable…

Entretanto, Deogracias se afanaba en preparar el escenario del milagro. Drago y él habían elegido un pequeño rellano en lo alto de la montaña, en el que el hombre de negro excavó zanjas para los fuegos y los explosivos.

La «simulación del Mont-Rat» y la aparición de la Virgen debían desvelar el emplazamiento de un tesoro enterrado. La elección del lugar en cuestión era el punto más delicado del plan. No podían enterrar el cofre en el mismo suelo: los lugareños advertirían que la tierra había sido removida hacía poco y descubrirían el engaño.

Fue Deogracias quien dio con la solución. Cerca de un bosque que ascendía hasta la cumbre, había un pequeño arroyo de unos tres metros de ancho. El hombre de negro eligió un lugar de la orilla en el que había una gruesa piedra que haría las veces de mojón. A unos pasos corriente arriba, desvió momentáneamente el curso del arroyo. Luego, empezó a cavar en el cauce, ahora vacío y fangoso, a la altura de la piedra, conteniendo con tablas la empapada y blanda tierra. Una vez excavado el agujero, depositó en su interior el cofre repleto de monedas de oro totalmente lisas, sin nombre, sin fecha, sin grabado. Por último, cubrió el hoyo con lodo y devolvió el arroyo a su curso habitual.

Más tarde, hubo que conducir a la víctima, el criador Roubert, hasta la pequeña meseta de la montaña, en la que todo estaba preparado para el milagro. A tal fin, Gilbert y Aymard le robaron una oveja y rompieron una tabla de la cerca para que pareciera que el animal se había escapado. Roubert lo buscó en vano.

El simulacro estaba previsto para la siguiente octava. Maud, la joven cómica, se probó sus vaporosas túnicas y ensayó su texto mientras Deogracias colocaba sus resinas fumigatorias.

El día fijado para el milagro, Gilbert comunicó a Roubert que la oveja perdida había sido vista en una pequeña meseta de la montaña. Ni corto ni perezoso, el criador partió en busca del animal acompañado por sus dos hermanos.

Efectivamente, allí estaba la oveja. Al fondo de un pequeño prado. Pastando tranquilamente. Roubert decidió rodearla para impedirle escapar. Pero los tres hermanos no llegaron a dar un paso más por el prado. Frente a ellos, una gigantesca fosforescencia se elevó súbitamente del suelo en medio de una nube de humo. El efecto fue formidable. El criador y sus dos hermanos se quedaron petrificados: en medio de la difusa bruma, una forma delicada y etérea se les mostró en todo su esplendor. Los tres hombres cayeron de rodillas al suelo. Habían reconocido el luminoso rostro, las divinas facciones que tantas veces habían visto pintadas y esculpidas en las iglesias. La hermosa joven se acercó a ellos con los pliegues de su flotante túnica envueltos en volutas de humo. Les habló con voz dulce y aterciopelada. Los tres hermanos no perdieron palabra de sus recomendaciones: debían instar a sus convecinos a retornar al buen camino y al afecto sagrado que debían a Roma y los sucesores de san Pedro, el apóstol de su Hijo. La salvación de todo Gennano dependía de ello. La rebelión había durado demasiado. La aparición se quejó de no tener allí más que un iglesia miserable y totalmente abandonada. Se quejó de los agentes del Mal que inficionaban el alma de las buenas gentes del pueblo para ponerla en manos del emperador o del diablo. Se quejó de las injustas críticas que continuamente se lanzaban contra Roma… ¡Los Roubert debían escucharla! Debían convencer a sus hermanos. Si se les había aparecido ese día, era para salvarlos. Y, como prenda de su venida, la Virgen decidió hacerles un don… No una, sino dos veces, les explicó con todo lujo de detalles dónde encontrarían un valioso tesoro, enterrado desde la noche de los tiempos, que debía servir para sus obras y para la reconstrucción de su iglesia…

Los hermanos Roubert estaban arrobados; ni siquiera notaban las gruesas lágrimas que les rodaban por las mejillas. Concluidas las instrucciones, un resplandor aún más brillante y sonoro que el anterior envolvió a la Madre de Cristo, que desapareció tan misteriosamente como había aparecido. La humareda se disipó y el pequeño prado de montaña recuperó la calma y el silencio.

Con tanta explosión, la oveja de Roubert había desaparecido sin dejar rastro.

El criador y sus dos hermanos salieron disparados hacia Gennano. Al llegar, describieron la aparición con pelos y señales. Arremolinados a su alrededor, sus vecinos gritaban, discutían, manifestaban su incredulidad. Los primeros en dejarse conquistar por las palabras de la Virgen fueron los tres forasteros, Drago, Aymard y Gilbert. María había hablado, había que acatar sus mandatos. Los antipapistas no eran de la misma opinión. ¿Quién les aseguraba que todo aquello era cierto?

El pueblo entero trepó montaña arriba hasta el arroyo designado por la Virgen. Allí, primer milagro, había una gruesa piedra en el lugar indicado por la aparición. Algunos empezaron a dudar. Faltaba ver que el misterioso tesoro estuviera, efectivamente, enterrado bajo el arroyo. Como quien no quiere la cosa, Drago propuso desviar el curso del agua para acceder con más facilidad al fondo del lecho. Una hora después, una docena de hombres chapoteaban en el lodo. Encontraron el famoso cofre de oro.

El efecto fue fulminante. El pueblo entero aceptó las demandas de la Virgen. El cambio se produjo con una rapidez prodigiosa. Las almas más endurecidas, los antipapistas más convencidos, se pusieron a pedir perdón en su pequeña iglesia y volvieron sus plegarias hacia Roma. El éxito del simulacro era incontestable.

—Ahora nos iremos de Gennano, ¿no? —preguntó Gilbert a Drago de Czanad.

—Todavía no. Antes tenemos que borrar las huellas de la operación. Luego, los hombres de Letrán vendrán a reemplazarnos y ocupar el lugar.

Gilbert estaba fascinado. Acababa de comprobar la ilimitada versatilidad de sus semejantes. Un poco de humo y un mucho de oro habían acabado con todo lo que aquellos hombres y mujeres habían pensado o creído durante toda una vida, con todo aquello por lo que esa misma mañana aún estaban dispuestos a dar su vida. El muchacho pensó en Roma, en los cardenales que subían y bajaban la escalinata del palacio de Letrán, que tan bien conocían el alma de sus fieles y que, en consecuencia, podían engañarlos como nadie… En la historia de la Iglesia, ¿cuántas veces se habían permitido jugar de aquel modo con la credulidad de los hombres?