La bonanza retornaba progresivamente a la región de Troyes. El invierno tocaba a su fin. La tierra era un barrizal uniforme, y un aroma a savia anunciaba el retorno del buen tiempo.
Un forastero había pasado todo el invierno inmovilizado, como todo el mundo, por la acumulación de nieve. Había tenido tiempo para hacer contactos en la ciudad y asegurar plenamente su misión secreta. Denis Lenfant no había abandonado Troyes. Vigilaba el convento en el que se había refugiado Chuquet. Hacía bien el trabajo clandestino que le habían encomendado en París, como temía el buen vicario de Draguan, harto de tener a un desconocido pegado a los talones. Lenfant había pagado a hombres de la ciudad para que vigilaran las salidas del convento y las puertas de la villa, y había abordado todas las pequeñas comitivas que abandonaban el fuerte de las Hermanas de Marta: siempre eran grupos de monjas que partían en peregrinación. Ni rastro de Chuquet. El monje seguía enclaustrado en el antiguo fuerte. No obstante, Lenfant estaba al corriente de todos sus actos y palabras. Mélanie, la mujer del sacristán, que trabajaba en el convento, se había dejado sobornar con enorme facilidad. Por unas monedas, lo ponía al corriente con irreprochable regularidad de todo lo relacionado con el único huésped masculino de la abadesa Dana. Gracias a ella, Lenfant supo que el vicario vivía al margen de la comunidad, sin el menor contacto con las hermanas, salvo con una de las reclusas más estrictas del convento, con la que se entrevistaba muy a menudo. Además, el religioso escribía mucho. Mélanie, que se ocupaba de la limpieza de la pequeña celda del monje, veía con frecuencia largos rollos de pergaminos escritos del puño y letra de Chuquet. Por desgracia, la sacristana no sabía leer y por tanto no podía informar a Lenfant sobre el contenido de aquellas anotaciones. Era lo de menos; la cuestión era no perderlo de vista. En cuanto mejoró el tiempo, Lenfant pudo enviar varios mensajes al obispado de París. Sabía que la llegada de la primavera precipitaría la partida del vicario y que había que actuar deprisa. A vuelta de correo, le comunicaron la inminente llegada de un importante emisario portador de exenciones que autorizaban la efracción del convento y el acceso a Chuquet.
Así pues, Denis Lenfant siguió esperando, nada molesto de haber topado con un asunto que estaba resultando más provechoso de lo previsto.
Mélanie acababa las faenas del convento a mediodía. Antes de volver a casa, pasaba diariamente a hablar un momento con Lenfant para ponerlo al corriente de las últimas novedades. Ese día, 16 de marzo, faltó a la cita por primera vez.
El joven la esperó durante horas. Nada. Acabó por volver a la posada del Pico, enfadado e intranquilo.
La mujer no dio señales de vida hasta la noche. Llegó con el pelo revuelto, la cara roja y la lengua fuera. Estaba descompuesta.
—Me han descubierto —farfulló la mujer—. Estoy perdida… Se han dado cuenta de que vigilo al monje… Me ha interrogado la propia abadesa… la abadesa en persona… durante toda el día… todo el santo día…
—¿Y Chuquet? ¿Lo sabe? ¿Estaba contigo?
—No. Por eso me han sorprendido. Esta mañana he encontrado la celda completamente vacía. Ya no había ni ropa ni papeles. He recorrido todo el convento. Nada. Ni rastro del monje. Estaba tan azorada que no he notado que me espiaban. De pronto, la abadesa se me ha echado encima hecha una furia.
—¿Y bien? ¿Qué le has contado, cabeza hueca? Mélanie se puso roja y bajó la cabeza.
—Todo —murmuró—. He tenido que confesarlo todo, señor: Bajo amenazas…
Lenfant pegó un puñetazo en una mesa.
—¡Habla! ¿Qué has dicho?
—He admitido que un hombre de la ciudad me pagaba desde hacía varias semanas por informarle de lo que hacía el vicario que se escondía en el convento. No he podido delataros, porque no sé cómo os llamáis. Pero he contado dónde nos encontrábamos, qué aspecto tenéis y cuánto os importaba no perder de vista a ese Chuquet.
—¡Pedazo de animal! ¿Y qué más?
—¿Y qué más? La abadesa me ha tachado de la lista de los empleados del convento y, para mi sorpresa, me ha encargado que os diera un mensaje.
—¿Un mensaje?
—Sí —respondió la muchacha—. Después de dároslo, no debo volver a veros si no quiero condenarme y…
—Sí, sí —la interrumpió Lenfant—. ¿Y el mensaje?
—Me ha dicho… Me ha dicho que os comunique de su parte que el padre Chuquet dejó el convento la pasada noche y que ahora estaba siguiendo un itinerario secreto… A continuación, ha añadido que seguramente volveréis a dar con su rastro, pero que, cuando lo consigáis, será demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde? Demasiado tarde, ¿para qué?
—Eso no me lo ha dicho. Pero ha repetido dos veces esa frase: cuando lo consigáis, será demasiado tarde…
Denis Lenfant estaba anonadado. Su paga peligraba: el pájaro había volado y la ayuda de París llegaría demasiado tarde.
Esa misma noche abandonó Troyes y se refugió en un pueblo de al lado. Allí esperó otros tres días la llegada del emisario parisino, tras haberse asegurado de que en la ciudad lo encaminaran discretamente hasta él.
Cuando el enviado acudió a verlo, su aspecto lo sorprendió. No era la clase de hombre que había imaginado. Menudo, bastante viejo y con las alforjas llenas de gruesos legajos.
El enviado de París a Troyes no era otro que Corentin de Tau.
El relato de Denis Lenfant y su fracaso lo contrariaron enormemente.
—¿Y dónde lo busco yo ahora, Dios mío? —gruñó el archivero.