A mediados de marzo, Enguerran de la Gran Cilla acometía su quinta compra de tierras por cuenta de Roma. Desde su regreso de Italia, apenas había pasado unos días en su palacio de Morvilliers. Provisto de órdenes escritas de la cancillería de Letrán y de una reserva de oro que no parecía conocer límites, recorría las grandes regiones del reino para llevar a cabo, en su propio nombre, la adquisición de las parcelas de tierra elegidas por sus nuevos señores. Sus ofertas recibían respuestas diversas. Topaba con nobles endeudados, arruinados por el coste de las guerras y por los usureros de Cahors, que ardían en deseos de encontrar comprador para sus hipotecadas propiedades y que se alegraban de ver que un gran caballero se interesaba por ellas y se mostraba tan poco preocupado por el precio. Pero también daba con propietarios maniatados por las servidumbres de su rango. Muchas tierras familiares estaban en manos de un número creciente de copropietarios. El régimen feudal que se había construido durante seis siglos sobre la conquista y las alianzas estaba desapareciendo por esas dos mismas causas. Las conquistas ya no contaban con la aquiescencia del rey y los matrimonios y las herencias iban desmantelando las grandes propiedades. Desmantelamiento sobre el papel, que no sobre el terreno. Para comprar la tierra de Grammonvard a la familia del mismo nombre, había que poner de acuerdo a una treintena de primos, sobrinos y yernos, copropietarios del conjunto del lote. Todos necesitaban dinero con urgencia, pero ninguno conseguía entenderse con los demás. En aquel gallinero familiar, lo único que ponía un poco de orden era el oro de Enguerran. Cuando se sorprendían de su repentino interés, De la Gran Cilla respondía invariablemente que hacía una inversión a largo plazo.
La tierra le parecía más segura que el ahorro, decía, y se mostraba convencido de que la situación del reino mejoraría en unos años y de que sus herederos se felicitarían de su sagacidad. No le preguntaban nada más, y vendían. El Caballero Azul era un héroe famoso y próspero. Su familia seguía teniendo la consideración de sus pares. Poco después de su entrevista en Roma con el consejo de Artémidore, los correos de Letrán empezaron a recorrer el país denunciando los falsos rumores que rodeaban a su hijo Aymard y a la orden del Umbral. Tras ello, atacar abiertamente a dicha congregación constituía una blasfemia. En aquel caso en particular, la indulgencia de Roma no escandalizó a nadie. El único cambio que causó cierto revuelo fue la repentina absorción de la congregación de Aymard por los dominicos, por orden del Papa. Muchos señores que habían confiado sus capillas a los Hermanos del Umbral vieron con malos ojos la súbita irrupción de la Inquisición en sus tierras. Algunos incluso se negaron a prorrogar la patente de su capellán titular. Durante sus diversos viajes a través de Francia, Enguerran pudo calibrar la animosidad que la nobleza abrigaba ahora hacia los eclesiásticos de carrera. Los hijos menores ya no eran enviados al seminario, ni puestos a disposición de los monasterios. Se desconfiaba de la clericatura y de los religiosos. Sus maneras, su política, su hipocresía, despertaban una animadversión cada vez mayor. Enguerran oyó más de una vez esta afirmación indignada: «Roma ya no es la Iglesia, ¡es el Letrán! —se decía—. ¡La Iglesia ya no es Cristo, es el Papa!».
El Caballero Azul empezaba a entender el porqué de las maniobras subterráneas de Artémidore, que se quejaba de la resistencia de los señores franceses, sobre todo en el delicado asunto de la adquisición de tierras.
Enguerran llegó a la fortaleza de Belles-Feuilles, residencia de invierno del señor de Beaulieu. Armand de Beaulieu era, como él, un gran caballero educado según el modelo del creyente armado, al estilo de san Bernardo.
La cancillería romana había ordenado a su apoderado clandestino que obtuviera las tierras que Beaulieu poseía en Ariéges. Como de costumbre, Enguerran contaba con su prestigio y el oro de sus poderdantes para llevarse el gato al agua.
—Recibí tu oferta escrita —le dijo Beaulieu.
Los dos hombres estaban solos en una sala de piedra caldeada por un fuego de troncos. Beaulieu era un poco más joven que De la Gran Cilla. Iba envuelto en un gran manto granate con mangas bordadas y tocado con un gorro de listas doradas. A juzgar por su aspecto, no parecía estar pasando los mismos apuros que el resto de los propietarios con los que había negociado Enguerran.
—Me halaga que muestres tanto interés por mis modestas posesiones del sur —añadió su anfitrión—. Me halaga y me sorprende.
Enguerran le endilgó la cantinela de costumbre sobre su estrategia financiera y su deseo de ampliar el patrimonio familiar. Su reputación dejaba fuera de toda duda la rectitud de sus intenciones.
—La cantidad que me ofreces está muy por encima de lo que podía esperar —dijo llanamente Beaulieu—. No me urge vender esas tierras, pero no suelo hacer ascos a un buen negocio. —Enguerran ya daba el asunto por resuelto—. Por desgracia —repuso el noble—, mi patrimonio, como sin duda sabes, corresponde por herencia a mi hija mayor, Manon de Beaulieu, que, desde no hace mucho, es la prometida de uno de los sobrinos del rey. —De la Gran Cilla lo ignoraba. Las notas de la cancillería habían omitido prevenir a Enguerran de aquel proyecto de alianza—. Mis bienes, destinados en consecuencia a entrar en la corona de Francia, están siendo auditados en tanto que dote real. He comunicado tu oferta a la senescalía —siguió diciendo Beaulieu—. Como comprenderás, no puedo darte una respuesta sin su acuerdo, o sin haber avisado a mi futuro yerno… —El viejo soldado tuvo un pronto de mal humor. Intuía que acababa de dar un paso en falso—. Luego he sabido que en las últimas semanas has hecho varias compras similares. Tus asuntos son cosa tuya, pero han despertado las suspicacias de algunos grandes del Louvre. Los rumores de la corte no son nada cuando sólo circulan entre hombres de nuestra posición; pero los contables del reino también se interesan por el asunto. Ya sabes lo diligente que es nuestro rey tratándose de sus impuestos y su tesoro. Tiene la sensación de que el oro que pareces estar gastando sin tasa desde comienzos del invierno desaparece sin pasar por sus manos. Así que el senescal Raimon de Montague me ha anunciado que llegará mañana a Belles-Feuilles. Te pide que lo esperes para que podáis discutir esos asuntos tranquilamente.
Era un duro golpe. La entrevista con el representante del rey se preveía peligrosa. Tendría que explicarse, contemporizar, esquivar las preguntas del tal Montague, justificar los desembolsos… En tanto que caballero, Enguerran era leal a la corona del rey a vida o muerte; pero por su fe y su compromiso personal también se debía en cuerpo y alma a la cancillería del Papa… Dos lealtades de aquella envergadura eran más que suficientes para desgarrar el honor de un hombre de su condición.
—¿Me harás el honor de permanecer en mi compañía hasta mañana? —le preguntó Beaulieu. Enguerran aceptó.
—No te preocupes, en cuanto hayas hablado con el senescal, estaré encantado de solventar nuestro asunto sobre esas tierras que te interesan… —No obstante, Beaulieu hizo una última salvedad—. Si el rey lo autoriza, claro…