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Lejos de allí, en Valpersa, Italia, diez arqueros del cuartel de Falvella recibieron la orden de dispersarse por la meseta de una colina que dominaba a distancia la ciudad de Roma. Dichos arqueros eran relevados regularmente día y noche.

A pesar del frío y la nieve, uno de ellos, apostado ante un matorral, mantenía los ojos clavados en el cielo, como todos sus compañeros. Escrutaba las nubes. Era su cuarto día de observación. Sujetaba una larga flecha bien empendolada entre el pulgar y la cuerda. El tamaño de su arco era excepcional. El soldado no se movía. Esperaba como un perro de muestra.

De pronto, rápido como el rayo, tensó el arco. Todo ocurrió muy deprisa. La flecha se alzó a una altura vertiginosa y alcanzó de lleno un pequeño punto gris, apenas visible en el níveo horizonte. La pieza cayó a más de doscientos metros del cazador.

El soldado echó a correr por la nieve. El pájaro había desaparecido. El arquero tardó unos minutos en encontrar su presa.

La flecha la había atravesado de parte a parte. El soldado ni se fijó. Se limitó a abrir el anillo de hierro que rodeaba la pata izquierda del ave y desenrollar un papel envuelto en una tira de cuero impermeabilizado. Una sonrisa iluminó su aterido rostro.

Había cumplido su misión. Aquel ave procedía de la legación francesa de Roma y regresaba al gran palomar del arzobispado de París. El mensaje fijado a su pata era del puño y letra del padre Merle e iba dirigido al archivero Corentin de Tau. Le revelaba las extrañas sospechas que pesaban sobre la cancillería de Letrán y el curioso caso de Romee de Haquin, obispo de Draguan y antiguo miembro del misterioso convento de Meguiddo…