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A su regreso a Roma, el soldado Gilbert de Lorris perdió de vista a Aymard de la Gran Cilla. Ese mismo día, sin permitirle presentarse en la guardia de Letrán, lo condujeron al cuartel de Falvella, en la periferia de Roma. Una vez allí, dos militares y dos religiosos lo interrogaron minuciosamente a propósito de su misión y de lo que sabía sobre el hijo de Enguerran. No era una pesquisa ordinaria, sino un auténtico interrogatorio. Gilbert meditó cada una de sus respuestas. Describió el complejo carácter de Aymard, sus malos modos, su negativa a bendecir al difunto de Lacretelle-sur-Angers y el escupitajo que lanzó sobre su ataúd, las precauciones tomadas por su propia madre, el extraño episodio de la posada de Román y, en fin, su fortaleza física, sus silencios y sus inquietantes miradas. Sus examinadores lo atormentaron con numerosos sobreentendidos sobre el pasado del personaje, a los que el muchacho no podía responder.

Por fin, al cabo de tres días, Gilbert pudo reintegrarse a la vida militar, pero con la prohibición de abandonar el cuartel.

Permaneció varias semanas en aquella guarnición. Una guarnición extraña por demás; había en ella demasiados monjes para su gusto. Lo ascendieron enseguida, pero por motivos políticos, lo que siempre era mal visto por los auténticos soldados. Le prohibieron volver a ver a nadie relacionado con su antiguo destino. Un día anunciaron la llegada de un soldado de Letrán portador de un mensaje. Gilbert de Lorris tuvo que permanecer fuera del cuartel el resto del día.

No tenía nada que hacer. Ninguna misión le concernía ni de cerca ni de lejos.

Al fin, al cabo de seis semanas, un prelado llegó al cuartel en una carroza con las armas del Papa. Convocaron a Gilbert. El visitante traía una orden de la cancillería.

—¿Voy a volver a Roma? —preguntó Gilbert—. Hace más de un mes que terminó mi misión. ¿Por qué no puedo reincorporarme a la guardia de Letrán?

El religioso miró al soldado con expresión grave.

—Tu misión no ha terminado. Hoy mismo vendrás conmigo y te reunirás con Aymard de la Gran Cilla. Prepara tus cosas.

El prelado de visita en el cuartel de Falvella era el abad Profuturus.

Poco a poco, Aymard se integraba sin tropiezos en la vida del monasterio. Compartía las frugales colaciones de los monjes y participaba en el trabajo comunitario. Disfrutaba con la sencilla vida de los religiosos, el silencio y el rezo en común tanto como había gozado con la blasfemia y las orgías. Todos los días imploraba al cielo que preservara su alma en aquel estado virginal.

Dos días después de su regreso de Roma al monasterio, el padre Profuturus convocó a Aymard.

—Ahora que tu purificación ha concluido, ¿qué quieres hacer?

—Servir a mi Iglesia —respondió el antiguo abad del Umbral.

—Muy bien. Pero falta saber cómo…

Sin añadir nada, el abad condujo a Aymard a una parte del monasterio en la que nunca había estado. Una construcción imponente, alta y sin ventanas, cerraba el costado oriental del recinto amurallado. El esbirro que tan a menudo lo había escoltado, el «hombre de negro», los esperaba ante la pequeña puerta de hierro del edificio.

Entraron.

Aymard vio ante sí una sala inmensa, de un estadio de largo, sin división alguna. Una muchedumbre de monjes se afanaba sobre decenas de mesas separadas por pequeños tabiques de madera. Aymard no había visto a ninguno de aquellos individuos hasta ese día. Vivían escondidos, al margen de la comunidad.

A la entrada, dos grandes frescos recibían a los visitantes: el primero representaba la Medicina mediante un símbolo griego; el segundo, encarnado por Cristo.

—Aquí es donde trabajamos —dijo Profuturus—. No hagas preguntas. Te lo explicaré sobre la marcha.

El abad guio a Aymard entre las mesas de los monjes.

El primero tenía delante una multitud de dibujos a tinta, aguafuertes, iluminaciones y cuadros. Inclinado sobre un pergamino, examinaba una miniatura utilizando un gran cristal pulido a guisa de lupa.

—Éste es el hermano Astarguan, que estudia las obras pictóricas de los herejes que caen en nuestras manos. Dejando a un lado su aspecto puramente sacrílego, algunas de ellas contienen mensajes, códigos, cifras secretas que sus comunidades se envían so capa de encargo para la ornamentación de una iglesia.

Aymard contempló el cuadro colgado frente al monje: una Crucifixión magnífica. Astarguan había rascado la capa superficial de pintura a la altura del torso de Nuestro Señor. En el lugar de la llaga sangrante que le abrieron los guardias romanos a la derecha del corazón, se distinguía ahora una monstruosa vagina. Sus purpúreos labios enmarcaban un nombre.

Profuturus condujo a Aymard a otra mesa de trabajo.

—Y aquí tenemos al hermano Fritz, antiguo médico de los hospitalarios. —Junto al religioso había un hombre semidesnudo, sentado en un taburete con expresión atemorizada—. Estudia la naturaleza de los apestados —explicó el abad—. Sobre todo, de los que superan la enfermedad. Hemos observado que los hombres que sobreviven a la peste están milagrosamente inmunizados contra posteriores ataques.

—¿La Gracia? —sugirió Aymard.

—Tal vez sí o tal vez no. Es lo que intenta averiguar Fritz. En todo caso, estos individuos nos son de gran utilidad. En las regiones infestadas y abandonadas por la población a causa de la enfermedad, las bandas de facinerosos no dudan en saquear nuestras iglesias y a nuestros muertos. En cuanto podemos, enviamos a estos hombres inmunes al mal para proteger y guardar nuestros bienes hasta el final de la epidemia.

—Aquí —dijo Profuturus un poco más adelante—, el hermano Théron estudia las propiedades de la luz y del agua. El arco iris es su campo de investigación privilegiado. Como sabes, en la Biblia está escrito que Dios hizo el arco iris para anunciar el final del Diluvio Universal a Noé. Théron está a punto de demostrar que, de hecho, este fenómeno de evaporación luminosa sirvió al Creador para eliminar el excedente de agua que cubría el mundo…

La siguiente mesa estaba llena de animales muertos, disecados o diseccionados. Un viejo monje, con la espalda encorvada por la edad, saludó al abad y sus dos acompañantes.

—Arthuis de Beaune es uno de nuestros más ancianos y eminentes investigadores. En la actualidad, su fama es tan reconocida como la de un sabio antiguo. Lleva más de cuarenta años explorando los misterios de la naturaleza. Él es quien demostró mediante experimentos que la salamandra no teme al fuego y que la carne de pavo real es incorruptible. También le debemos el célebre experimento del escorpión, que fue su primer gran éxito al inicio de su carrera. Por primera vez, observó que un escorpión rodeado por un círculo de llamas no huía ni esperaba a que el fuego lo devorara. Tras un extraño tiempo de reflexión, se clavaba su propio aguijón y se inoculaba su letal veneno. ¡Qué de interrogantes plantea una voluntad tan sorprendente en una simple alimaña! ¿Es conciencia? ¿Es pensamiento? ¿Alma, tal vez? En cualquier caso, es a Arthuis de Beaune a quien debemos tan apasionantes preguntas. Y muchas otras.

Profuturus continuó la visita guiada a la gran sala. El hermano Jouve trataba de conseguir el equilibrio de los tres humores del hombre, mientras que el inglés William Candish estudiaba las armas de fuego descubiertas en Oriente y Asia, y les mostró un ejemplar de lo que llamaba el «cañón portátil», un tubo de acero y madera, la tercera parte de largo que una lanza, pensado para escupir fuego y bolitas de plomo a distancias increíbles. Aymard se quedó pasmado ante aquel artefacto capaz de descabezar a un hombre sin acercarse a él ni tocarlo. El hombre de negro se lo apoyó en el hombro para mostrarle cómo se usaba.

El resto del recorrido llevó a Aymard de portento en portento. Bajo su apariencia de lugar de oración, aquel monasterio era más peligroso que un laboratorio de investigadores pagados por los enemigos de Roma.

—Somos sumamente discretos respecto a nuestras actividades —dijo Profuturus cuando los tres hombres llegaron a su despacho—. Porque, a pesar de nuestra irreprochable fe, pocas autoridades eclesiásticas aceptarían reconocernos.

—¿Para quién trabajáis?

—Para un colegio de hombres muy poderosos. El mismo que te eligió y que tal vez te reciba pronto.

—Vivimos una época muy delicada para nuestra Iglesia —siguió diciendo el abad—. En los últimos años, muchas sectas heréticas han sucumbido a la fuerza de nuestras armas. Es una buena cosa; las cruzadas que hemos llevado a cabo en Occidente no han sido inútiles, pero ahora sabemos que no son suficientes. Las ideas de los infieles siguen inficionando el mundo. Por sí solos, los herejes no son nada. Su ciencia y sus conocimientos son más perniciosos que sus soldados. Lo que nosotros tenemos aquí es una especie de laboratorio de ideas. Estudiamos los fenómenos que se adhieren o se oponen a nuestro dogma y que pueden ser utilizados por nuestros adversarios. Todo en absoluto secreto. Los argumentos y la fe de nuestros teólogos no bastan para defender a la Iglesia. Hoy en día se necesita un saber similar al de nuestros enemigos para desmontar sus ataques, que utilizan la ciencia para socavar la coherencia de nuestros Textos. La herejía ya no es cosa de iluminados que arrastran tras sí a gentes crédulas e impresionables: es cosa de sabios, de pensadores que deciden demostrar o negar a Dios, en lugar de creer en Él.

—No veo en qué puedo ayudaros en esa lucha —repuso Aymard—. No tengo ningún conocimiento en esos campos del saber.

—Es que nosotros no nos limitamos a trabajar en el «laboratorio»… —Profuturus hizo una seña al hombre de negro, que abrió la puerta y dejó pasar a un monje—. Aymard, te presento a Drago de Czanad. —El recién llegado se inclinó ante Profuturus—. Drago acaba de llegar de Ariége. Explícale tu última misión a nuestro amigo.

—Dos pueblos cercanos a Survives se disputaban las reliquias de un santo de la región que acababa de ser canonizado. Esta clase de rencillas no es rara, salvo que en esta ocasión ambos pueblos aseguraban poseer el esqueleto íntegro del elegido e insistían en su autenticidad.

—Un dilema similar se produjo ya en el siglo vi, con las reliquias de nuestro santísimo Benito de Nurcia —apostilló Profuturus—. Dos poderosos monasterios reivindicaban la custodia del cuerpo de Benito: Monte Cassino y Fleuris-sur-Loire. Pero esos lugares están muy alejados uno del otro, el primero, en Italia, y el segundo, en Francia. Gracias a ello, la Iglesia pudo dejar que el conflicto subsistiera hasta el completo fraccionamiento de las reliquias y el final de la disputa. El caso que ha resuelto Drago es más complejo: son dos pueblos vecinos.

—La legitimidad de una reliquia se basa en los milagros que ha obrado sobre los fieles —dijo el aludido—. Así pues, me puse de parte de uno de los dos bandos, el más favorable a la causa del Papa, y fabriqué un gigantesco milagro alrededor del cadáver de dicho pueblo con el fin de edificar a la población y sofocar cualquier disputa sobre la autenticidad del cuerpo del santo.

—Estos asuntos de Iglesia pueden parecer pueriles —reconoció el abad—, pero conflictos como ése suelen desembocar en peligrosos levantamientos populares, que indefectiblemente acaban dirigidos por políticos deseosos de minar la autoridad de Roma. Debemos pensar en todo, incluso en los pueblos de Ariéres y por un santo sin importancia.

—Mañana salgo hacia la villa de Gennano, en el Mont-Rat, en las tierras de Spoleto —explicó Drago de Czanad—. Tenemos que garantizar la total reconstrucción de una iglesia.

—Es un asunto más sencillo —opinó Aymard.

—Te equivocas —repuso Profuturus—. En su mayoría, la población de Gennano es partidaria del emperador, nuestro adversario. Contraria a Roma. Amparan a comunidades que fustigan a la Iglesia a causa de su supuesta riqueza, contraria a las Escrituras. Así pues, hemos decidido reconstruir el vetusto lugar de culto de Gennano. Pero no podemos entregar la fuerte suma de dinero necesaria para hacerlo al obispo de Mont-Rat. Sería como premiar sus ridículas críticas a la riqueza de Roma. Drago tomó el relevo del abad:

—Así que voy a organizar una aparición milagrosa. La Virgen se manifestará a los habitantes y los conminará a retornar al partido del Papa. Para acabar de convencerlos, les revelará el lugar en el que encontrarán un cofre repleto de oro enterrado allí en el pasado. La población deberá usar el tesoro para reconstruir su iglesia como muestra de la pureza de su fe y de su obediencia al Papa.

Un largo silencio siguió a aquella revelación.

—La política de la Iglesia también pasa por ahí, hijo mío —concluyó lacónicamente Profuturus—. Quiero que te unas a los esfuerzos de Drago. Será tu primera misión y tu primer gesto de agradecimiento hacia quienes decidieron darte una segunda oportunidad. Para llevarla a cabo, contarás con Deogracias… —dijo el abad señalando al hombre de negro— …y con un joven conocido tuyo, que está impaciente por acompañarte a Gennano.

El hombre de negro volvió a abrir la puerta del despacho.

Tras ella, Aymard de la Gran Cilla reconoció al joven Gilbert de Lorris.