Al día siguiente de su llegada a Troyes, Chuquet abandonó la posada del Pico al alba y tomó el camino del convento. Procuró asegurarse de que no lo veían ni lo seguían. La súbita aparición de Lenfant confirmaba sus sospechas. No veía el momento de concluir su tarea en aquella ciudad y lanzarse al camino. Pero no paraba de nevar. El mal tiempo comprometía su regreso a Draguan.
El vicario esperó largas horas ante el despacho de la madre superiora, con su caja y su paquete de cartas.
La abadesa no apareció. Fue Mélanie, una sirvienta de la ciudad al servicio de las hermanas, quien lo acompañó, sin decir palabra, a una zona del convento habitualmente vedada a las visitas. Los senderos estaban vacíos. Todas las monjas estaban en oración. Chuquet siguió a Mélanie hasta el ábside de una pequeña abadía. Una empinada escalerilla de piedra descendía bajo el edificio. La criada le indicó que bajara.
—¿No vas a darme una antorcha? —le preguntó Chuquet.
—No. La hermana Esclarmonde ya no soporta la luz. No ha salido de su celda en siete años.
—¿La encontraré con facilidad?
Creo que ahí abajo no hay nadie más, padre.
La joven sirvienta dejó solo al vicario, que, tras unos instantes de vacilación, empezó a bajar a tientas hacia la oscuridad.
«Esclarmonde… —se dijo Chuquet—. Curioso nombre para una reclusa…».
El monje avanzaba con un hombro pegado al muro. Un tanto desorientado y temiendo ya no ser capaz de encontrar el camino de vuelta, acabó por llamar a la monja en voz alta:
—Soy el hermano Chuquet, hermana… ¿Dónde…?
—Aquí.
El susurro resonó como en una caverna. Esclarmonde estaba justo a su lado. Aquella súbita proximidad aterrorizó al vicario, que no se atrevió a dar un paso más. Tenía la caja con los huesos de Haquin tan apretada al cuerpo que las aristas se le clavaban en las costillas.
—Os escucho, hijo mío —dijo la voz.
—He… Estaba al servicio de vuestro hermano, monseñor Haquin… Su reverencia nos ha dejado y…
Chuquet dudó. Era la primera vez que tenía que contar el asesinato de su maestro. No le había dicho nada al archivero, ni a los escribientes del registro, ni a Mozat, ni al guardaespaldas. Pero esta vez no había otro remedio. En pocas palabras, el vicario describió las terribles circunstancias de la muerte del obispo.
Tras un largo silencio, la fantasmal voz de la reclusa volvió a resonar en el subterráneo:
—La madre Dana me ha dicho que habíais traído los restos de mi hermano. ¿Dónde están?
La mujer había pronunciado aquellas frases con voz serena, como si el relato de Chuquet no le hubiera afectado.
—Los traigo conmigo —respondió el vicario—. En este momento.
Se produjo otro largo silencio. La oscuridad era total. Por más que entrecerraba los ojos y volvía la cabeza a su alrededor, el vicario no distinguía ninguna forma, ningún bulto…
—Acercaos y dadme lo que habéis traído —dijo la voz. A pesar del eco, Chuquet sabía que la reclusa estaba a menos de tres pasos, a su derecha. Avanzó despacio hasta chocar con una pata de madera—. Supongo que sólo traéis sus reliquias —adivinó Esclarmonde—. Dejadlas sobre este taburete.
Chuquet obedeció. Luego, dio un paso atrás.
Los minutos que siguieron fueron los más penosos de su larga odisea. En el gélido silencio del subterráneo, oyó a Esclarmonde abrir la caja, coger los huesos de su hermano, tocarlos uno tras otro… ¿Besarlos? ¿Bendecirlos? Chuquet no percibió ningún sollozo, ningún suspiro, pero los adivinó. Que él supiera, Esclarmonde no había visto a Romee de Haquin ni recibido noticias suyas desde hacía al menos treinta años…
Chuquet no se atrevía a hablar. Al fin, oyó el ruido de la tapa al volver a cerrarse, y la voz de sor Esclarmonde resonó de nuevo en la oscuridad:
—Mi hermano dejó algunas instrucciones relativas a su entierro. La madre Dana os entregará sus papeles. Le diréis que saldré de mi retiro con ocasión del sepelio del obispo. Para el velatorio y la misa únicamente. Esta conversación me resulta penosa, hijo mío. Dejadme… —Chuquet no se atrevió a insistir. Saludó a la monja a pesar de la oscuridad y dio media vuelta—. Os doy las gracias —añadió de pronto la extraña voz—. Veo en vuestros ojos que sois un hombre bueno y que queríais a mi hermano.
Con un estremecimiento, el vicario dejó tras sí el esqueleto de su maestro y se precipitó hacia la salida.