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En Roma, Fauvel de Bazan estaba instalado ante su escritorio de la inmensa antecámara de Artémidore en el palacio de Letrán. Sentado en uno de los bancos de madera, el padre Profuturus esperaba que lo hicieran pasar.

—El canciller no tardará en recibiros —le dijo el diácono con amabilidad.

El abad se limitó a asentir.

En ese preciso instante, tres franciscanos y un dominico bastante grueso aparecieron al fondo de la sala. Los tres religiosos de hábito pardo eran los mismos con los que había coincidido Enguerran de la Gran Cilla en dos ocasiones, primero en aquella misma sala del palacio y, más tarde, en la villa de Chenedollé en la que se había entrevistado con Artémidore y su consejo. Tenían la expresión severa y autoritaria de costumbre. El diácono los vio acercarse con temor mal contenido.

—Este hermano —dijo uno de ellos indicando al dominico que los acompañaba— acudió a nosotros ayer tarde.

—Soy el padre Merle, de la legación de Francia en Roma —se presentó el dominico, un individuo menudo de ojos vivos y frente prematuramente calva.

—Tiene mensajes de París —añadió el franciscano—. Y ciertas preguntas que en nuestra opinión incumben a la cancillería más que a nuestro servicio.

—¿De qué se trata? —preguntó Bazan.

—Necesito información para el archivero de París —respondió Merle—. A propósito de un tal Romee de Haquin, antiguo obispo de Draguan, que habría residido en Roma en la época de Gregorio IX…

Pese a toda su experiencia política, Bazan no pudo contenerse y soltó la pluma sobre el escritorio.

—Esperad aquí —murmuró, y desapareció tras la puerta del canciller.

—Creo que estáis en el sitio adecuado —le dijo el franciscano al dominico.

Los tres minoritas se despidieron de su huésped y abandonaron la antecámara de la cancillería.

Profuturus tuvo que seguir esperando para entrevistarse con Artémidore, que recibió al padre Merle sin dilación.

—Pero ¿qué historia es ésta? —le espetó furioso Artémidore a su secretario en cuanto el visitante los dejó solos—. ¡Creía que el asunto del expediente de Draguan en París estaba zanjado!

—Yo también lo creía, Excelencia.

—¿Con qué derecho se pone a hacer averiguaciones ese archivero? ¿Cómo se han enterado de la muerte del obispo? ¿Desde cuándo sospechan que vivió en Roma? ¿Y cómo es posible que ese dominico de la legación francesa ya esté al corriente?

—Los franceses, como los ingleses, son muy aficionados a ese sistema de correo importado de Oriente. Se comunican deprisa. Incluso en invierno.

—Informad a Jorge Aja. ¡Este problema es cosa suya! —El canciller pegó un puñetazo en la mesa—. ¡Por las llagas de Cristo, cómo odio que vengan a desempolvar historias de otra época en mis narices!

Bazan se mostró prudente ante la cólera de su superior y asintió con una simple reverencia.

Un instante después, el padre Profuturus entraba en el despacho del canciller.

—Y bien, padre —dijo Artémidore, todavía de mal humor—. ¿Cómo va todo?

—Todo va viento en popa, Excelencia.

—¿Aymard de la Gran Cilla? ¿Ha sobrevivido?

—Perfectamente.

—¿Cómo está?

—Ya ha recuperado la sensatez… y la fe.

—Bien. ¿La memoria?

—Ha recobrado la conciencia de sí mismo y de lo que le ha pasado. De momento, está muy dócil.

—¿Por qué decís «de momento»? ¿Tenéis dudas?

—Es un hombre de temple, Excelencia. Capaz de todo. Ignoro si podremos mantenerlo indefinidamente en una disposición tan favorable. Si queremos utilizarlo, habrá que hacerlo pronto. Tiene un instinto de independencia muy acusado. La sumisión a la autoridad no es su fuerte.

—¿Lo habéis puesto a prueba?

—Varias veces. Siempre con éxito.

—¿En qué puede sernos útil?

—Tanto para lo bueno como para lo malo, es capaz de todo. Bien preparado, ese hombre sería un arma temible.

—¿Le habéis hablado?

—Todavía no. Esperaba vuestras órdenes, Excelencia.

—En esto, vos sois el único juez, Profuturus. Explicadle lo que hacemos. Encomendadle una misión.

—¿Con quién debo encuadrarlo?

—Ponedlo con Deogracias. Es toda una garantía.

—El sujeto ha mencionado en varias ocasiones a cierto joven que al parecer lo escoltó hasta Roma.

—Sí. ¿Por qué?

—Está convencido de que es a él a quien debe su resurrección.

—Gilbert de Lorris.

—A sus ojos, ese chico encarna el instrumento que lo ha conducido a su nueva vida y…

—Si creéis que puede serviros —lo interrumpió Artémidore—, no lo dudéis. Es vuestro. —Profuturus esbozó una inclinación de agradecimiento—. ¿Qué opina Drona de Aymard? —quiso saber el canciller.

—Tiene sus dudas, Excelencia. Por lo que a él respecta, podríamos haber creado a nuestro mejor elemento o a nuestro peor enemigo. Ese descreído ha recuperado la fe de un modo extraordinario. Podría volverse contra nosotros algún día.

—Para eso haría falta que le diéramos la ocasión. Eso no ocurrirá. Confío en vos, Profuturus.

—Sí, Excelencia…