El viaje fluvial de Chuquet prosiguió bajo una nevada ininterrumpida. El apogeo del invierno, tan temido desde el comienzo de la estación, se hacía sentir al fin en las tierras de Francia. El monje, Courtepoing y Denis Lenfant se quedaron acurrucados día y noche en la pequeña garita de La Fenicia. El caballo del barquero avanzaba por la orilla, tirando penosamente de la embarcación.
Antes de llegar a Troyes, Chuquet tuvo que cumplir su promesa e impartir tres absoluciones universales a Courtepoing; y otra más al pasajero imprevisto, que no desaprovechó la ocasión. Las confesiones de Lenfant revelaron a un hombre sin escrúpulos, que había perjurado a menudo por puro interés y cometido toda clase de desafueros por cualquier causa y cualquier jefe. El bueno de Chuquet escuchaba y perdonaba, casi como un autómata, diciéndose que aquellas indulgencias compradas a un precio módico no tenían ningún valor a los ojos del cielo. A la postre, aquellos largos días de navegación se le hicieron aún más penosos que su solitario viaje con el ataúd de Haquin.
Desde que lo había visto subir a bordo, Chuquet no dejaba de preguntarse si el tal Lenfant no habría sido enviado por la Guardia de Aguas. Cuando aquel desconocido se interesaba por su pasado o por el motivo de su viaje, el monje se inventaba otra vida y unos objetivos fuera de todo contexto. Quienquiera que fuese realmente Denis Lenfant, lo que sabía de Chuquet no le sería de ninguna utilidad. Por lo demás, nada indicaba que aquel pasajero fuera un espía; pero en los últimos tiempos el vicario tenía una disposición de ánimo que lo hacía desconfiar de todo y de todos.
Al cabo, desembarcó en un muelle cercano al pueblo de Troyes.
El barquero continuaría río abajo hasta Aisne. Lenfant se quedó en La Fenicia con Courtepoing. Chuquet se alegraba de perder de vista a aquel individuo.
Seguía nevando copiosamente. En las estrechas calles de Troyes, Chuquet llamó a varias puertas en busca de información sobre la mansión o el palacio de la familia Haquin. En ninguna le dieron razón: nadie conocía o recordaba aquel nombre. Sólo un sacristán, perdido en el desierto obispado de la ciudad, supo indicarle el convento de las Hermanas de Marta, en la puerta norte de la ciudad. Allí podría hablar con sor Dana, la madre superiora, que había conocido a los Haquin. Según el sacristán, la familia se había extinguido hacía mucho tiempo, o había abandonado la región.
El convento en cuestión estaba instalado en un antiguo fuerte, imponente e inexpugnable, que mostraba bastiones y esperontes extraños para una casa profesa.
—¿En qué puedo serviros, padre?
La abadesa Dana era una vieja dama de rostro duro y noble, pero no francesa. Tenía un ligero acento italiano.
—Era el vicario de monseñor Romee de Haquin en el obispado de Draguan —dijo Chuquet—. He venido a entregar los efectos de mi maestro a su familia.
—¿Romee de Haquin ha muerto? —Chuquet inclinó la cabeza—. Que Dios lo tenga en su gloria —murmuró la abadesa.
—En la ciudad me han dicho que sus deudos ya no residen en Troyes…
—En efecto. La familia dio numerosos varones a la Iglesia. Ahora ya no tiene descendencia.
—Pero… ¿no queda ningún palacio, ningún negocio, ningún heredero de los Haquin?
—Todo lo que pertenecía a esa familia fue legado a este convento, padre.
—¿Conocisteis a mi maestro?
—Sí. Pero no os diré nada sobre él sin la autorización de Esclarmonde.
—¿Quién es esa mujer?
—La hermana de Romee —respondió la abadesa—. Aún vive, aquí.
La noticia cogió a Chuquet totalmente desprevenido. ¡La hermana de Haquin! El vicario pensó en la jovencita de la que había hablado Alcher de Mozat.
—¿Puedo verla? —preguntó ansioso.
—Lo dudo. La hermana Esclarmonde es una de las reclusas. No recibe a nadie. Nunca sale de su celda. Dadas las circunstancias, hablaré con ella con mucho gusto, pero no os prometo nada. Mañana jueves empezamos las plegarias de la Pasión. Volved el próximo lunes.
Chuquet no podía esperar tanto tiempo.
—Hermana, traigo conmigo los restos de monseñor Haquin —dijo con firmeza. El rostro de cera de la abadesa mudó por primera vez. La monja reflexionó unos instantes—. Debo darle sepultura —añadió Chuquet—. No puedo esperar más.
La abadesa le dijo que volviera al día siguiente.
Chuquet se puso a buscar posada. El convento de las Hermanas de Marta estaba cerrado a los hombres, y el vicario no quería alojarse en la hostelería del obispado. Prefería ocultarse en el anónimo de los viajeros. Encontró hospedaje en la posada del Pico, pagó con sus últimos escudos y subió a acostarse de inmediato. Desde lo alto de la escalera que conducía a las habitaciones, oyó llegar a otro viajero. No podía verlo, pero reconoció su voz al instante. Era Denis Lenfant.