En Heurteloup, Henno Gui seguía estudiando —y reflejando en su cuaderno— la vida cotidiana de sus feligreses. Al cabo de unos días, descubrió que los tres sacerdotes, junto con Seth y Tobie, desaparecían una vez por semana, durante varias horas y sin dejar rastro.
Habiendo observado que, justo antes, los cinco notables entraban en sus respectivas chozas y no reaparecían hasta mucho más tarde, el sacerdote se apostó cerca de la casa de Seth a la hora de costumbre. Pasados unos minutos, dio una vuelta alrededor de la vivienda. En la parte de atrás no había ninguna salida que diera al bosque.
Discretamente, volvió atrás y entreabrió la puerta del sabio. La cabaña estaba vacía, cosa que no lo sorprendió en absoluto.
Ante una gran piel de ciervo colgada de la pared, en el suelo de tierra, el sacerdote vio granos de arena esponjosa y húmeda. Levantó la piel. La parte inferior ocultaba una fina chapa de madera sujeta con una masilla hecha de tierra y hierba seca. La madera sonaba a hueco. El sacerdote retiró la trampilla sin el menor esfuerzo y dejó al descubierto una pequeña abertura que descendía a plomo hasta un subterráneo.
El sacerdote se introdujo en ella sin vacilar. El suelo del fondo estaba cubierto de barro.
«Esta galería es antigua —se dijo—. La crecida de los pantanos la ha ido enfangando y acabará inundándola del todo».
Poco a poco, la vista del sacerdote fue habituándose a la penumbra. Una serie de pequeños orificios practicados a intervalos regulares difundía una tenue claridad, azulada por la nieve de la superficie. La corriente de aire le helaba el cuello.
Aquel dédalo subterráneo intrigaba a Henno Gui. En Occidente había infinidad de sistemas de galerías excavadas bajo tierra, tanto en los grandes monasterios como en fortalezas o entre ciudadelas de un mismo señor. Eran estructuras defensivas o vías de escape ingeniosamente ideadas. ¿Por qué habrían construido algo así en Heurteloup? ¿Para defenderse? ¿De quién? La aldea nunca había tenido más de cincuenta habitantes… Carecía de riquezas… Unos subterráneos como aquéllos, de tan laboriosa construcción, no tenían razón de ser.
Henno Gui continuó explorando las galerías. El aire seguía siendo fresco, lo que indicaba que estaban bien ventiladas y, en consecuencia, bien pensadas.
Un poco más adelante, el sacerdote distinguió un resplandor que vacilaba a lo lejos. Siguió avanzando. Ante él, a un nivel algo más bajo, se extendía una pequeña sala abovedada. En su interior, de pie alrededor de una roca que se alzaba en el centro, vio a los tres sacerdotes, con Seth y Tobie. La roca estaba cubierta con el famoso velo amarillo y rojo que había visto durante el entierro de Sasha. Encima había un gran montón de hojas cuidadosamente apiladas.
La caverna estaba inundada de luz, gracias a buen número de antorchas de resina colocadas en las paredes. Su negruzco humo ascendía hacia la bóveda y se colaba en las galerías circundantes.
El puesto de observación de Henno Gui estaba demasiado a la vista. El sacerdote volvió sobre sus pasos y, siguiendo la corriente de aire, ascendió una suave y larga pendiente, a cuyo final encontró una trampilla similar a la que había descubierto en la cabaña de Seth. Tras asegurarse de que no se oía nada sospechoso al otro lado, la empujó y salió.
Se encontraba en el interior de otra cabaña. La oscuridad era casi absoluta, pues todos los vanos estaban herméticamente cerrados. Un único rayo de luz penetraba por el tradicional boquete del tejado.
Henno Gui se dirigió hacia el rectángulo de una puerta, que cedió al primer empujón. Salió a la luz del día en medio de una nube de polvo. Estaba fuera de la aldea. Ante una pequeña choza, la primera que habían encontrado a su llegada a la zona. La cabaña abandonada.
Henno Gui se quedó un buen rato cavilando sobre aquel sitio. Aquellas galerías subterráneas eran más largas y profundas de lo que había supuesto…
Esa noche, Henno Gui y sus dos compañeros abandonaron sigilosamente la aldea.
A pesar de la oscuridad, el sacerdote dio con la entrada a los subterráneos por la choza abandonada. No encendió la antorcha hasta que los tres estuvieron bajo tierra. Floris y Carnestolendas seguían a su maestro estupefactos por su descubrimiento.
Henno Gui los condujo a la caverna y encendió las teas de los sacerdotes.
—¿No nos delatará la luz? —preguntó Floris, inquieto.
—Estamos debajo del bosque —lo tranquilizó Henno Gui—. Bastante detrás de la aldea —añadió mostrándole las paredes, surcadas de nervaduras de raíces que demostraban que se encontraban bajo una tierra cubierta de árboles.
La roca tallada y el velo de colores seguían en el mismo sitio, en el centro de la sala. Con suma delicadeza, Henno Gui retiró la tela amarilla y roja y descubrió un pequeño cofre de madera sin cerradura. Lo abrió.
—Este cofre ha tenido mejor suerte que el de la hondonada —dijo el sacerdote—. Ha permanecido resguardado de los elementos. —El sacerdote acercó la antorcha a las hojas superiores contenidas en la caja—. Este manuscrito se consulta pocas veces. Las esquinas de las hojas apenas están dobladas y el paquete aún está compacto.
Henno Gui pasó las primeras hojas con cuidado. La caligrafía, alta y llena de adornos, era muy distinta a la del croquis de la piedra de rayo de la hondonada. Todas las páginas estaban totalmente escritas, como sucedía en los escritorios monásticos, en los que el papel estaba racionado. El sacerdote leyó unas líneas en voz baja.
—Es sorprendente… muy sorprendente —murmuró. Saltó pasajes, pasó fajos enteros, volvió atrás…—. Aquí hay anotaciones en latín. Notas confusas. Como las de alguien que está aprendiendo la lengua. —Henno Gui cambió de hoja—. Esto son traducciones bastante burdas… El Timeo de Platón; un resumen del primer capítulo de las Metamorfosis de Ovidio, tratados cosmológicos: el origen del mundo, el éter, el caos, la llegada del hombre… Es una traducción pésima y bastante contradictoria. —El hombre que había escrito aquellas páginas no dominaba el latín e intercalaba palabras y giros occitanos para acabar las frases más fácilmente—. Aquí —dijo Henno Gui ante otro pasaje— hay una lista de las prendas de un monje. Su número de camisas, sus jubones, sus calcetines, sus cogullas, sus cíngulos de cuerda… Y esto de aquí son salmos, creo… —murmuró más adelante.
El resto del paquete eran hojas en blanco. Algunas empezaban a descomponerse y cubrirse de una película de azufre.
—¿A quién pertenecen estos textos? ¿Quién los escribió? —preguntó Floris—. ¿Cosme, el último párroco?
—Es posible.
—O alguna otra persona, que vino más tarde…
—… y se aprovechó del aislamiento de la aldea y la credulidad de sus habitantes.
—¿Para hacer qué? —preguntó el discípulo. Henno Gui dudó. Todavía no había confiado sus sospechas a sus compañeros. Alzó los ojos hacia Floris y Carnestolendas.
—Para hacerse pasar por un profeta, por ejemplo… ¿O tal vez por un dios?
—¿Un dios?
—Las condiciones de esta aldea son perfectas para semejante superchería. Y desde hace mucho tiempo.
—En tal caso, ¿por qué hay tan pocas huellas de ese individuo? Aparte de estos textos…
—Los hechos, si los hubo, podrían remontarse a hace más de cuarenta años. He pensado mucho en ello. En esa época, el sur estaba ocupado por los ejércitos del Papa y del rey. Sus tropas incendiaban a su paso todo lo que no se plegaba a la cruz romana. El poblado de la hondonada, que exploré más detenidamente el otro día, bien pudo ser un puesto militar. ¿Quién, si no unos soldados, drenaría un estanque para construir un campamento? ¿Quién dejaría en él el croquis de una armadura? Si nuestro falso profeta vivió realmente aquí, es muy probable que, por muy seguro que se creyera en esta aldea olvidada por todos (¿no se pensaba por aquel entonces que la peste había acabado con los habitantes?), se sintiera amenazado por esos cruzados. Con un poderoso ejército a unas leguas de la aldea, ese Gran Incendio legendario en el que creen los aldeanos suena a incursión de castigo…
—¡Pero una acción así —objetó Floris—, debería estar registrada en las crónicas del Papa o del rey!
—Todo eso ocurrió en una época en la que no todos los excesos se reivindicaban.
—Y ese diabólico individuo, ¿quién sería? ¿Cosme? Creía que murió durante la peste… ¿Un desconocido?
—El obispo Haquin también es un sospechoso verosímil —dijo Henno Gui.
—¿Haquin?
—¿Por qué no? Llevaba mucho tiempo en la diócesis. El hecho de que lo asesinaran poco después del redescubrimiento de la aldea parece significativo. Si hay alguna relación, no tardaremos en descubrirla. Según nuestra hipótesis, el hombre que subyugó a estos aldeanos tenía que ser poderoso y carismático. Como todos los falsos profetas, haría tabla rasa de todas las creencias anteriores. A los nuevos dioses les gusta hacerse pasar por los viejos. Esa voluntad explicaría la falta de vestigios o avatares cristianos en la aldea, y el temor, sin duda místico, que ha obligado a los habitantes a no abandonar la aldea y sus alrededores jamás. —Miró el paquete de hojas—. Necesitaría leerlo todo con atención. El autor de estas páginas tiene que haberse delatado en algún momento.