Chuquet caminaba por París al paso del guardaespaldas que había puesto a su disposición el archivista Corentin de Tau. Los dos hombres habían penetrado en uno de los barrios menos recomendables de la capital. La ropa de paisano del vicario les permitía pasar inadvertidos. La «clerigalla» no era bien recibida por aquellos contornos.
El hombre del archivero explicó a Chuquet que buscaba un transporte fluvial para llevarlo sano y salvo a Troyes. En esa época del año, los únicos que se aventuraban por el Sena eran los contrabandistas. Él sabía de una posada en la que era fácil obtener información. El vicario estaba sorprendido de que un hombre al servicio del arzobispado se moviera con tanta soltura en un mundo tan dudoso.
No obstante, le otorgó su confianza. Por otra parte, la idea de viajar por el río era excelente. Le ahorraría tiempo y esfuerzos insuperables tras el largo viaje desde Draguan.
—Necesitamos una embarcación segura —dijo el guardaespaldas—. Encontrarla podría costamos días.
—¿Por qué no fleta el arzobispado un pequeño barco para nuestro servicio?
—Porque no está al corriente. Por el momento, el maestro archivero y yo somos los únicos que estamos al tanto de vuestro asunto.
Los dos hombres se instalaron en un pequeño cuchitril llamado la posada del Halcón Blanco. Tomaron una habitación para los dos. El guardaespaldas comprobó el pestillo del cerrojo.
—En este barrio encontraremos a los granujas que necesitamos. Chuquet se negó a deshacerse de su misteriosa caja de madera.
—Es una imprudencia pasearse de ese modo con un objeto al que se muestra tanto apego —le advirtió el hombre.
Por toda respuesta, Chuquet abrió la caja y le enseñó el contenido…
La clientela del tugurio era tan pintoresca como el elenco de un romance de ciego. Allí había falsos tullidos, domadores de panteras instalados en las buhardas con sus animales, viejos marinos que se enriquecían con un tráfico importado de los mares del sur, rufianes que no quitaban ojo a su mercancía, peristas lombardos que aprestaban sus redes para la primavera… Aquel barrio se diferenciaba del resto de la capital en algunos rasgos innegables: había más tiendas, más mendigos en los cruces, más peripatéticas de cabellera pelirroja, más patrullas de soldados. Aquel mundo también estaba aletargado y apelotonado a causa del invierno. La extraordinaria presencia de granujas en París nunca era tanta como en aquella época del año.
El guardaespaldas no tardó en averiguar que una barcaza de fondo plano se disponía a partir de Noyant con destino a Aisne. Aquel trayecto por el Sena pasaba necesariamente frente a Troyes. El marinero en cuestión volvía de vacío y buscaba algún pequeño cargamento clandestino para cubrir los gastos del viaje.
—Es una buena ocasión —aseguró el guardaespaldas—. Un barco vacío siempre es menos peligroso. Nos evitaremos caer en una batida de inspección de la Guardia de Aguas. El barco que nos interesa se llama La Fenicia. Esta misma noche saldremos hacia Noyant. Llevo un salvoconducto para los agentes de la puerta del Grand-Pont. Sin él, os registrarían y llamarían al sargento macero de inmediato.
—¿Por qué?
—Porque hay dos cosas que el síndico de los comerciantes no quiere ver salir de París: dinero y cadáveres. Las reliquias de vuestro obispo nos pondrían en un buen aprieto.
Chuquet se había metido las cartas de Alcher de Mozat en el jubón. El guardaespaldas conocía el contenido de la caja, pero aún ignoraba la existencia de aquellas misivas.
Los dos hombres regresaron a la posada. En la sala común de la planta baja, Chuquet vio a un religioso tranquilamente sentado a la mesa de unos truhanes.
—Creía que los monjes no eran bien recibidos por aquí… —dijo el vicario.
—Salvo ése. A pesar del hábito, es un pájaro de cuenta. Lo conozco bien. Esperadme aquí, podría sernos útil.
El guardaespaldas se acercó a la mesa. El religioso pareció alegrarse de verlo. Los dos hombres intercambiaron unas palabras en voz baja y subieron a la habitación que compartían Chuquet y el guardaespaldas en el primer piso.
El vicario se quedó solo en la sala de la posada. Intimidado por las miradas y temiendo que alguien se acercara a interesarse por su aspecto y su aire de desocupado, optó por volver a la calle y dar un paseo.
Pero, al verse solo entre la calle de Manteaux-Blancs y la calle Brise-Miche, volvió a sentirse en peligro. Sujetaba su caja con más fuerza que nunca.
Chuquet dio dos vueltas a la manzana. Cuando estaba a unos pasos de la fachada de la posada, fue testigo de una extraña escena. Para su gran sorpresa, reconoció a dos escribientes de la Sala de los Comentarios. Estaban apostados, en compañía de otro bribón, en la esquina de una casa, delante del Halcón Blanco. Chuquet los vio señalar la posada y deslizar un sobre en un bolsillo de su acompañante, un azotacalles tan desastrado y mugriento como todos los de su ralea. El granuja entró en el Halcón Blanco a toda prisa. Los escribientes se quedaron esperando. La cosa duró menos de cinco minutos, durante los que Chuquet no se movió de donde estaba. No sabía qué hacer. Aquel par de dos, ¿obedecerían órdenes del archivero?
El randa volvió a salir. Hizo un signo de inteligencia a los escribientes. Éstos cambiaron unas palabras y echaron a andar. De pronto, parecían muy nerviosos. Acabaron alejándose por caminos diferentes.
El misterioso sainete no era como para tranquilizar al pobre vicario. Sin duda lo buscaban a él… Pero ¿qué novedad tendrían que comunicarle? ¿Y cómo sabían que estaba allí? Tras unos instantes de vacilación, Chuquet volvió a entrar al Halcón Blanco.
La sala común seguía atestada, pero el guardaespaldas y el falso monje seguían sin aparecer. Chuquet subió directamente a la habitación. La puerta no tenía echado el cerrojo. El vicario entró. Ante él, el guardaespaldas y el falso monje yacían muertos en el suelo, salvajemente degollados.
El zurrón del guardaespaldas estaba revuelto. La bolsa de dinero de Corentin de Tau había desaparecido. Por si fuera poco, el asesino había desgarrado el forro de la cogulla del vicario. Buscaba algo…
Chuquet no se lo pensó dos veces. Cogió el zurrón, se lanzó escaleras abajo y se perdió en el dédalo de calles sin volver la vista atrás.
La situación se complicaba. Ya no tenía dinero, salvo lo poco que le quedaba de Draguan. Ya no tenía salvoconducto. Ya no tenía guardaespaldas. Ni siquiera podía volver al arzobispado; tal vez fuera el mismo archivero quien había encargado aquel terrible asesinato. ¿Y si había hablado con el secretario de Mozat y averiguado que ahora todas las cartas de Haquin estaban en su poder? ¿Y si quería recuperarlas a toda costa?
Tenía que abandonar París sin pérdida de tiempo. Pasó revista a la gente que había conocido con el guardaespaldas y pensó en el modo de salir de la ciudad sin ser visto por los soldados del peaje.
La ayuda que le prestaron le salió cara. Chuquet tuvo que desengastar dos gruesas piedras del segundo collar que había retirado del cadáver del obispo y que guardaba para entregárselo a su familia.
Lo pusieron en contacto con un contrabandista de madera que devolvía a su proveedor de provincias un cargamento de troncos de árbol rechazados por un constructor de la capital a causa de la carcoma. El monje se acomodó lo mejor que pudo en un hueco entre los troncos.
Horas más tarde, escondido como un vulgar delincuente, el vicario Chuquet abandonaba París y conseguía eludir el control de la aduana.
Llegó a Noyant al día siguiente. Allí, encontró con alivio la barcaza La Fenicia amarrada al muelle, esperando tal y como había dicho el informador del guardaespaldas. Era la única embarcación que no estaba cubierta para pasar el invierno.
Para entrevistarse con el propietario, Chuquet decidió volver a ponerse el hábito. No se sentía con ánimos para hacerse pasar por un contrabandista.
—¿Adónde vais? —le preguntó el marinero con hosquedad cuando el monje se presentó.
Su nombre era François Courtepoing, pero le gustaba que lo llamaran el Fenicio. No tenía el perfil de aquellos marinos de la antigüedad, pero se jactaba de ser tan buen negociante como aquellos mercaderes del pasado.
—Tengo que ir a Troyes. Urgentemente —respondió Chuquet.
—Puede hacerse. Yo respondo de que lleguemos, pero no de lo que tardemos. ¿Sois sacerdote?
—Vicario.
—Eso es más, ¿no? En la jerarquía de la Iglesia, quiero decir. —Chuquet asintió—. No me molesta llevar a un religioso, eso protege la mercancía —le confió el marino—. Ya me pasó una vez con un cura: después de llevarlo hice muy buenos negocios. Pero ahora vuelvo de vacío, o casi. Así que os consideraré como a un pasajero normal. ¿Sois rico?
—Puedo pagar.
—¿Estáis huyendo?
—¿Por qué lo preguntáis?
—Conozco el paño —respondió el Fenicio—. Os costará quince escudos.
Chuquet se quedó de una pieza. Sus economías de Draguan no llegaban a diez míseros escudos.
—No los tengo —respondió con decisión—. Siete. Y no subiré más. El Fenicio le lanzó una mirada astuta: le encantaba regatear.
—Siete escudos, ¿y qué más?
—No tengo nada que ofreceros.
—Eso puede hablarse… —Courtepoing se fijó en la pequeña cruz de madera que pendía del cuello del vicario—. Acepto los siete escudos, pero exijo tres absoluciones universales para mí y mis dos hijos. ¿Qué decís?
—El perdón del cielo no puede comprarse.
—¿Ah, no? ¿Desde cuándo? ¿No nos piden que demos limosna a la salida de la iglesia, padre? Los que se niegan raramente reciben la bendición de su párroco. Si eso no es negociar con habilidad, que venga Dios y lo vea. A siete escudos el viaje, pierdo ocho sobre mi tarifa. Creedme, nunca he echado tanto al cepillo. No os compro, padre; contribuyo a vuestras obras en especie. ¿De qué os quejáis? Después de todo, vivís del dinero de los fieles. Incluid mis ocho escudos en vuestros gastos de viaje.
Chuquet no se sentía con ánimos para condenar las indulgencias religiosas…
—Acepto —murmuró con una pizca de amargura.
—¿Y también bendeciréis mi barca?
—Sí.
—Entonces, pagadme.
Chuquet contó las monedas. El Fenicio se las embolsó al instante. El monje fue a saltar a la barcaza, pero el patrón volvió a detenerlo.
—¡Alto ahí! Ahora hablemos de la mercancía.
—¿Qué mercancía?
Courtepoing señaló la caja de madera de Chuquet.
—¿Qué llevamos ahí, padre? —El vicario se asustó. Sus manos se crisparon sobre la improvisada urna—. Aquí las tasas son muy estrictas —explicó el marino—. Si no lleváis más que trapos, os dejo tranquilo; pero si lleváis algún objeto valioso del que deba responder durante la travesía, tendréis que pagar.
—Lo que llevo no os incumbe.
—Si vos lo decís, os creo. Pero en ese caso, vos subís a bordo, pero la caja se queda en Noyant. Ni los contrabandistas se niegan a mostrarme su cargamento. Lo que un ladrón hace de buen grado, ¿no va a hacerlo un ministro de Dios?
Chuquet no tenía alternativa, pero temía la reacción del barquero. La superstición iba a cerrarle el paso una vez más. El monje expuso detalladamente la situación: iba a visitar a la familia de su maestro, que vivía en Troyes. Les llevaba las reliquias del difunto obispo.
—¿Qué clase de reliquias? —preguntó Courtepoing, escamado. Chuquet abrió la caja. Atónito, el barquero soltó un silbido.
—¡Tate! Eso… ¡Eso lo cambia todo, padre! Un esqueleto no se embarca así como así. ¡Bastante mala suerte tengo ya, como para encima andar paseando muertos! —Chuquet sintió que el asunto se iba al garete. Pero al instante, en el mismo tono escandalizado, saltándose las pausas entre frase y frase, el Fenicio añadió—: Eso son otros diez escudos. ¡Y nada de regateos, u os dejo en tierra a vos y vuestras absoluciones universales!
Chuquet no tenía elección. Se volvió de espaldas y, a escondidas, desengastó otra piedra del collar del obispo.
Con eso, el barquero tenía para cobrarse el viaje sobradamente. A partir de ese momento, se mostró de lo más cooperador y garantizó a su pasajero una pronta partida. Chuquet subió a bordo. La barcaza tenía doce metros de eslora y dos palos torcidos. Una garita ofrecía resguardo a tres hombres durante la travesía. El espacio restante estaba enteramente dedicado a los cargamentos de temporada y al compartimiento del caballo de sirga. Porque, para navegar por el río sin viento o contra corriente, Courtepoing utilizaba un corpulento jamelgo que caminaba por la orilla tirando de la barcaza.
Chuquet esperó una hora. Nadie se acercó a la embarcación. Sólo vio, poco antes de zarpar, a un soldado montado en un caballo de campaña, que interpeló de lejos al barquero Courtepoing. Los dos hombres cambiaron unas rápidas frases, y el militar se alejó sin prestar atención a Chuquet.
—¿Qué os ha preguntado? —quiso saber el vicario.
—Es un soldado de la Guardia de Aguas. Como de costumbre, quería saber qué llevo en La Fenicia. Es la ley.
—¿Le habéis hablado de mí?
—Le he dicho que llevo a un religioso que viaja a Troyes por asuntos familiares.
—Y de la caja, ¿qué le habéis dicho? El marinero miró a Chuquet.
—Le he dicho lo que tenía que decirle. Ni más ni menos. Yo sé lo que me hago.
Y, sin más conversación, Courtepoing cató el viento, que juzgó suficiente, subió a bordo el caballo, desató amarras, y La Fenicia empezó a deslizarse río abajo con parsimonia de caracol.
El cielo estaba encapotado. La bruma era tenue, pero no se levantaba del río. Mientras Courtepoing acomodaba el jamelgo para equilibrar la carga, Chuquet se sentó con la espalda contra la borda y la caja de madera sobre las rodillas. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía seguro.
El vicario seguía llevando encima el fajo de cartas que le había confiado Alcher de Mozat. Resguardado del frío y el viento por la barandilla reforzada con planchas, el monje desató los nudos de cáñamo que sujetaban el paquete y, a escondidas del barquero, reanudó la lectura que había iniciado en el arzobispado de París.
Abrió la primera carta, fechada en 1226; por aquel entonces, Romee de Haquin tenía veinte años. La había enviado desde Erfurt, en las tierras del emperador. Su estilo, un tanto impersonal, cortés e insulso a un tiempo, se repetía en las siguientes epístolas, fechadas entre 1227 y 1230; nada cambiaba, salvo el lugar desde el que habían sido enviadas: Augsburg; Tienne, Albi, Garance, Poternes… El contenido de las misivas se reducía invariablemente a comentarios o detalles truculentos sobre las gentes y los paisajes que iba encontrando el joven religioso.
La primera sorpresa, la primera novedad auténtica y, sobre todo, el primer nombre, apareció en una carta de 1230. Haquin se encontraba en España, en un pueblo cercano a Granada, en territorio todavía en poder de infieles. El joven comentaba su afortunado encuentro con un misterioso personaje llamado Malaparte. Arthéme de Malaparte. En su relato había una frase que intrigó al vicario: «Mi muy querido hermano Alcher —escribía Haquin—, gracias sean dadas a este hombre que la providencia ha puesto en mi camino; por él, ahora soy un hombre nuevo, que avanza por esta vida con los ojos bien abiertos». Chuquet releyó la frase varias veces.
La carta que seguía a aquélla en orden cronológico era la que se había quedado el archivero de París. La primera carta romana.
Si ésta no revelaba nada sobre las razones de la presencia de Haquin en la ciudad de los papas, la siguiente, fechada en 1231, era mucho más explícita. Haquin había seguido a Malaparte. Chuquet comprendió que su maestro se había puesto al servicio de aquel extraño compañero. Malaparte había sido llamado a Roma por el papa Gregorio IX. El sumo Pontífice había constituido un selecto consejo para deliberar oficialmente sobre las polémicas originadas en todo Occidente por la difusión de las nuevas traducciones de las obras de Aristóteles. Buen número de los preceptos del filósofo griego contradecían abiertamente las enseñanzas de la Iglesia cristiana. Un colegio de tres sabios designados por Su Santidad, entre los que figuraba Malaparte, debía deliberar y posteriormente decidir la posición definitiva de Roma sobre el asunto.
¿Aristóteles? Chuquet dejó de leer de inmediato. En quince años al servicio de Haquin, lo había oído pronunciar aquel nombre una sola y única vez. Había ocurrido poco después de su propia llegada a Draguan, cuando sólo era subdiácono. Monseñor solía plantearle cuestiones de doctrina para ponerlo a prueba. Ese día, Haquin y Chuquet habían hablado de la salvación.
—Al venir a este mundo —había dicho Haquin—, Cristo nos abrió el camino. A su ejemplo debemos hoy nuestras únicas posibilidades de salvación.
El obispo había basado su argumentación en los hechos y enseñanzas del Salvador. Tras la venida de Jesucristo, la salvación estaba al alcance de todos los hombres. Sin distinción alguna. Bastaba escuchar su mensaje y seguir el camino que había trazado…
El impecable razonamiento del obispo no impidió a Chuquet formular una pregunta tan sencilla como llena de sentido común:
—¿Y los hombres que vivieron antes de Cristo? Si nosotros podemos considerarnos salvados tras la Encarnación del Hijo, los pensadores, los sabios, los hombres piadosos de la antigüedad, ¿están todos condenados? ¿Han quedado excluidos de la salvación eterna por el único pecado de no haber conocido a Cristo y de haber nacido demasiado pronto?
La ingeniosa observación no desconcertó al obispo. Haquin contraatacó tranquilamente con una finta clásica, un argumento famoso y muy socorrido en aquellos días: los grandes pensadores anteriores a Cristo eran cristianos sin saberlo.
—¿Sin saberlo?
Haquin resumió sumariamente la historia de los padres de la Iglesia, que habían construido el armazón del pensamiento cristiano. Todos eran de formación helénica. Tras convertirse a Cristo, se esforzaron en «reformular» los grandes sistemas filosóficos griegos según la terminología cristiana, iluminados por su nueva fe y enriquecidos por la experiencia de Cristo. Esta labor, que requirió generaciones de estudio, fue una empresa intelectual sin parangón. Las asimilaciones, a menudo forzadas, no dejaron de revelar tanto «errores» de los filósofos antiguos como graves lagunas en el dogma cristiano en plena formación. La obra de san Agustín, por ejemplo, se construyó sobre la cristianización del pensamiento de Platón. Entre las líneas, entre las Ideas, bajo una pregunta de Sócrates, el gran obispo de Hipona descubría los valores, las opciones y los mensajes tenazmente defendidos por la Iglesia. Del mismo modo, muchos autores antiguos se revelaron como cristianos pese a no haber conocido nunca al Hijo. Los que se resistían a cualquier intento de asimilación acababan sencillamente en el índice, tildados de inexactos o herejes.
—Por lo demás, nos ha tocado vivir una época muy interesante —añadió Haquin—. Durante mucho tiempo, la Iglesia se ha contentado con su excepcional victoria sobre el platonismo, sin preocuparse del mayor de sus adversarios: la escuela de Aristóteles, discípulo del propio Platón.
—¿Aristóteles? ¿El de la Lógica?
—Haces bien en mencionar la Lógica —dijo Haquin—. Durante mucho tiempo, ha sido la única obra de Aristóteles que conservábamos. Todas las demás habían desaparecido.
—Eso tenía entendido —respondió Chuquet.
—Sí, pero eso ya no es cierto. Ahora disponemos de sus escritos. Cuando los musulmanes fueron expulsados de las tierras de España, dejaron tras sí sus bibliotecas. Entre sus libros, había un corpus de Aristóteles traducido del original griego al árabe, ¡trece siglos antes! Durante todo ese tiempo, se había conservado en las bibliotecas de Babilonia y Susa, sin que nadie lo supiera. Y, tras dar ese asombroso rodeo, llegó a nosotros tan nuevo, original e inesperado como una filosofía llovida del cielo.
—Desde entonces —siguió diciendo Haquin—, hemos intentado hacer con Aristóteles lo que san Agustín y los padres de la Iglesia hicieron con Platón. Por desgracia, el pensamiento de Aristóteles es mucho más complejo y está mucho más alejado del nuestro que el de su maestro. Se opone en casi todos sus puntos a los fundamentos de nuestra fe.
—Entonces, ¿por qué molestarse? —preguntó Chuquet—. Hagamos como con los otros pensadores antiguos rechazados por nuestros padres: olvidémoslo. Podemos declarar hereje a Aristóteles y vivir sin él, como hemos hecho hasta ahora. ¿No se excluyeron del canon textos del evangelista Juan?
—En efecto, en efecto… —admitió Haquin—. Pero Aristóteles tiene una ventaja sobre san Juan, y es que fascina más a los sabios que a los teólogos. Platón opinaba que es imposible conocer la Verdad; para él, pertenece a otra realidad de la que no podemos concebir nada durante nuestra vida terrestre, salvo apariencias. En cambio, Aristóteles se consideraba libre de estudiarlo y comprenderlo todo. Estaba convencido de que, si la verdad se ocultaba detrás de las cosas y los seres vivos, el hombre tenía derecho a penetrar esos misterios y capacidad para hacerlo. Y cuando viertes semejante discurso en el oído de un sabio, como se hace hoy en día, ya no hay manera de hacer que lo olvide.
—¿Y vos os oponéis a Aristóteles?
—No me opongo a que se estudien determinadas enfermedades o las propiedades de las plantas para ayudar a la Medicina; pero ¿qué decir de quienes, partiendo de ahí, se consideran autorizados a realizar cualquier experiencia? La Vida es una creación del Señor, una emanación de Su voluntad. Tratar de penetrar sus misterios es entrar en los secretos de Dios y, por tanto, ofenderlo. Por ejemplo, ¿qué decir de los que hoy en día intentan fragmentar el prisma de la luz para conocer sus propiedades? ¡La luz! ¿Han olvidado que fue el tercer acto de la creación de Dios? ¿El primero de los que dijo: «Esto es bueno»? ¿Cómo creer, como dicen algunos, que la luz no está ahí más que para alumbrarnos al andar, cuando es un gesto esencialmente querido por Dios? ¿Qué decir de los que estudian los mecanismos de la procreación? ¿Quemamos a los alquimistas y las brujas para luego dejarnos arrastrar por las mismas tentaciones?
Ésa había sido la única vez que Haquin y Chuquet habían hablado de la Salvación en general y de Aristóteles en particular.
En la barcaza de Courtepoing, el vicario siguió examinando la correspondencia de su maestro. Una carta de 1232 informaba a Mozat del estrepitoso fracaso de la comisión. Los tres sabios habían dictado conclusiones favorables a los aristotélicos. Fue entonces cuando descubrieron que habían contrariado la secreta voluntad del Papa, cuyo único deseo era utilizar el prestigio de aquel consejo para aplastar de forma más contundente las pretensiones de los nuevos doctores y condenar definitivamente a Aristóteles. Viendo que su arma política se había vuelto contra él, Gregorio IX disolvió la comisión y despidió sin contemplaciones a los tres sabios.
En su carta de 3 de febrero de 1232, Romee de Haquin reprobaba entre largas digresiones la decisión del Papa y comentaba aquel «retroceso del pensamiento». Su inequívoca toma de partido sorprendió a Chuquet. En aquellas líneas, Haquin se mostraba como un ferviente defensor del espíritu de método y de la «verdad a disposición del estudio» propios de Aristóteles. Semejante discurso era diametralmente opuesto al que el obispo de Draguan sostendría ante él treinta años después.
El vicario creyó oír gritos. Alguien llamaba a voces desde la orilla del río.
—¡Courtepoing!
El barquero acercó la embarcación a la orilla. Un joven más bien astroso se presentó a él como Denis Lenfant.
—Me envía D’Artois.
—¿D’Artois? ¿El soldado de la guardia? —le preguntó Courtepoing.
—Sí, de Noyant.
El joven se echó un enorme zurrón a la espalda y saltó a bordo.
—Bajo contigo —le dijo a Courtepoing—. Tengo que resolver un asunto cerca de Aisne, que es donde me dejarás.
El marinero asintió. Ninguno de los dos habló del pasaje. Denis Lenfant venía de parte de la guardia. Un servicio de esa especie no se cobraba.
El recién llegado vio a Chuquet acurrucado en la proa de la barcaza. El monje había escondido la caja y el paquete de cartas en cuanto lo había visto subir.
—Buenos días, padre —dijo Lenfant al ver la cogulla del religioso—. Vos sois…
—Chuquet… El hermano Chuquet. Lenfant se inclinó ante él.
—Encantado, hermano Chuquet…