El vicario Chuquet no pudo encontrarse de nuevo con Corentin de Tau hasta el día siguiente a su visita a Alcher de Mozat. El archivero lo recibió en su despacho, contiguo a la Sala de los Comentarios. En la pequeña estancia reinaba un orden escrupuloso; no se veía ni una hoja suelta ni un legajo entreabierto. Allí era donde Corentin estudiaba los asuntos delicados y se encerraba a trabajar por la noche.
—¿Recibisteis mi nota? —preguntó el archivero.
—Sí. Os estoy muy agradecido —respondió Chuquet, que a renglón seguido le relató su encuentro con Mozat.
—Lo imaginaba —aseguró el archivero—. Los recuerdos de los viejos casi nunca sirven de ayuda. No puede uno fiarse de ellos jamás. Pero Chuquet volvió a centrar la conversación en la nota del archivista y su hipótesis de que los años no documentados de la vida de Haquin podían corresponder a una prolongada estancia en Inglaterra o Irlanda.
—En efecto, es la razón más probable —dijo Corentin de Tau—. Desde que nuestros ministros figuran en los registros del arzobispado de París o de Roma, raramente les perdemos el rastro. El continente está cubierto por una densa red de monasterios y abadías. Entre los cluniacenses, los cistercienses y los franciscanos, disponemos de una cadena de información casi infalible. Pero esa cadena no incluye las islas angloirlandesas. Lo que ocurre con vuestro obispo es muy frecuente. El hecho de que a su vuelta ocupara diversas diócesis prueba que no había nada que reprocharle.
—¿Qué otras causas pueden explicar la falta de información sobre un religioso?
—Existen varias. La renuncia a la fe, un cambio de identidad, o un matrimonio secreto. Pero en cualquiera de esos casos, Haquin no habría podido reintegrarse a la comunidad investido de la dignidad episcopal. —El archivero reflexionó durante unos instantes—. También es posible que se hiciera ermitaño. Si vuestro superior se retiró a una cueva para orar durante quince años y no creyó necesario advertir a sus superiores, es lógico que no tengamos ningún dato relativo a él durante ese período. No es un hecho tan excepcional como podría parecer. Pero por lo general, después de tantos años de aislamiento, esos anacoretas ya no se reincorporan a la vida de las parroquias.
—¿Y Roma?
—¿Qué ocurre con Roma?
—Monseñor Mozat dio a entender que el obispo Haquin pudo haber pasado algún tiempo en Letrán. Durante el pontificado de Gregorio IX.
Chuquet no quería hablar de la carta por el momento. Antes deseaba ver la reacción del archivero.
Corentin meneó la cabeza.
—¡Decididamente, el bueno de Mozat ha perdido por completo la memoria! ¿Con Gregorio IX? ¿Cómo ha podido olvidarse de la inquina que sentía ese Papa hacia Francia, desde Felipe Augusto? Después de todo, Mozat vivió personalmente esa guerra diplomática. Gregorio no habría admitido a un francés en su corte bajo ninguna circunstancia. Es absurdo.
Por toda respuesta, Chuquet se abrió la cogulla y sacó la carta de Haquin fechada en 1232, con el sello y las armas de Roma.
El archivero la examinó con la estupefacción pintada en el rostro.
—¿De dónde la habéis sacado?
—Me la confió monseñor Mozat.
—¿Estáis seguro de que es la letra de vuestro superior?
—Totalmente.
—Muy interesante…
—¿Cómo lo explicáis?
—De ningún modo. No me lo explico. ¿La habéis leído entera?
—Sí. Es intrascendente. No revela nada sobre su trabajo ni sobre la razón de su presencia junto al Papa.
Sin decir palabra, el archivero hizo desaparecer el documento en uno de los cajones de su bargueño.
—Pero… —protestó Chuquet.
—Por ahora, la guardaré yo —lo atajó Corentin—. Os la devolveremos en su momento. —Ahora los ojos del archivero brillaban, engolosinados…—. ¿Os confió Mozat otras cartas similares?
El vicario negó con la cabeza.
—Sólo me dio ésa. Ignoro si tiene más.
El vicario no estaba dispuesto a dejarse arrebatar de aquel modo los únicos vestigios del pasado de su superior de que disponía. Al menos, mientras no los hubiera descifrado completamente.
El archivero pasó por el tamiz todas las hipótesis relativas a la misteriosa etapa romana del prelado francés.
—Sólo me parece verosímil una —dijo al fin—. El espionaje. Un francés en la corte de Gregorio IX es por definición demasiado improbable para pasar inadvertido de cualquier otro modo.
—Mi señor, ¿un espía?
—Sí. Pero lo importante no es averiguar qué hacía en Roma, sino para quién lo hacía. ¿Era un observador francés que recogía información sobre la corte papal subrepticiamente, o un traidor que se vendía a Roma para perjudicar a la corona francesa? —El archivero hizo una larga pausa—. Vuestra diócesis de Draguan podría no ser tan insignificante como me disteis a entender —dijo Corentin con una extraña sonrisa—. Inocentes de paso por ella mueren de una forma atroz, sus auténticos expedientes han desaparecido y ahora resulta que su obispo tiene un pasado turbio. Creía que lo mejor era olvidar el incidente de Draguan, pero veo que me equivocaba. ¿Qué pensáis hacer?
—No lo sé —confesó Chuquet.
—Por mi parte, os animo a proseguir vuestro viaje —dijo Corentin de Tau—. Sabemos que su familia vivía en la ciudad de Troyes. Id allí y hablad con sus parientes. Investigad. Yo puedo ayudaros.
Pero Chuquet desconfiaba…
—¿Por qué ibais a hacerlo? —quiso saber.
—Porque ahora tenemos intereses comunes. Ambos deseamos comprender lo que pasó. Vos, en recuerdo de vuestro maestro; yo, para sacar a la luz ese asunto de Draguan, que mis superiores han decidido ocultarme. Podemos compartir nuestros descubrimientos y, de ese modo, avanzar más rápidamente hacia la verdad. Sin la ayuda de nadie.
—En lo que a mí respecta, os he traído esa carta —dijo Chuquet señalando el bargueño—. Ya estáis en deuda conmigo; pero ¿quién me dice que me ayudaréis?
Corentin de Tau se irguió en la pequeña silla. Su expresión decía a las claras que comprendía la desconfianza del vicario.
—Puedo conseguir que lleguéis a Troyes sin contratiempos. Hacer que os acompañe un hombre de confianza para protegeros y daros dinero. No es poca cosa. Luego, tan pronto obtenga información, os la haré llegar. ¿Me creéis ahora?
Al día siguiente, un hombre del arzobispado se presentó en la celda de Chuquet. Llevaba una bolsa con dinero y se proponía facilitarle el paso de los peajes de la salida de París. Las puertas de la capital estaban mucho más vigiladas en esa dirección. Para más seguridad, también le proporcionó ropa de seglar.
Chuquet abandonó con él el majestuoso edificio de la orilla del Sena, dejando tras sí su coche y sus tres caballos.
Los dos hombres desaparecieron en París.