En Heurteloup, Henno Gui no era el único que llevaba a cabo una investigación. Floris de Meung también estaba haciendo averiguaciones. Sin advertir a su maestro ni a Carnestolendas, empezó a censar a los habitantes de la aldea, incluidos los miembros del clan de Tobie, que permanecían encerrados en sus chozas para ocultarse de los tres demonios.
El muchacho se deslizaba entre las cabañas, se ocultaba en el bosque o cerca de los pantanos, acechaba las salidas nocturnas… En unos días, había identificado a las veinticinco almas de la aldea. No se le había escapado ninguna.
El resultado lo decepcionó.
Floris buscaba a las muchachas del bosque, las chicas que lo visitaban desde su llegada a la región y cuya naturaleza, real o fantasmática, aún ignoraba.
Si eran de carne y hueso, y no estaban en la aldea, ¿dónde podían esconderse?
Por su parte, el gigante Carnestolendas reanudó las obras de la iglesia. Los aldeanos tenían un miedo cerval de aquel hombre de altura desmesurada. Lo evitaban como si fuera un monstruo.
Él hacía caso omiso. Se esforzaba sin desmayo en volver a levantar lo que el tiempo y los aldeanos habían derribado. Su habilidad y su fuerza física obraban milagros.
Uno de los aldeanos se pasó varios días observándolo, de lejos. Se llamaba Agricole. Era un joven de unos veinte años, de barba hirsuta y rubia, vestido con el traje de pieles habitual entre los miembros de la comunidad. En el buen tiempo, también él trabajaba la madera. Las proezas del gigante y su dominio de la carpintería lo subyugaban. Al cabo, se decidió a echarle una mano.
Carnestolendas era hombre de pocas palabras. No sabía una sola de occitano y menos aún gramática latina. No obstante, el aldeano y el gigante continuaron la reconstrucción de la iglesia mano a mano.
Un código visual y gestual se estableció entre ellos.
Agricole no salía de su asombro ante la relación que unía a Carnestolendas con el lobo. El animal reaparecía regularmente. Con la ayuda de Floris, que empezaba a chapurrear el idioma de Heurteloup, el aldeano le explicó al gigante la importancia y el respeto que su pueblo concedía a aquellos animales mitad perros, mitad lobos, que habitaban en los bosques.
—Viven en manada —le dijo—. Por la parte de la Roca, que les sirve de guarida, hay muchos, pero no los vemos nunca. El macho dominante es el único que se atreve a acercarse por aquí. Son animales misteriosos. Nosotros estamos ligados a ellos. Se cuenta que, gracias a ellos, las Llamas respetaron a nuestros antepasados, y que durante un tiempo unos y otros vivieron juntos.
—¿Cómo? —preguntó Floris—. ¿Tenéis pruebas de eso?
—Por supuesto —respondió Agricole—. Los sacerdotes tienen todas las pruebas.
En el otro extremo de la aldea, Henno Gui se puso en camino hacia la hondonada en compañía del joven Lolek. Quería estudiar más a fondo aquel extraño poblado construido en mitad del bosque.
Apenas llegaron, el sacerdote empezó a rascar las paredes del cráter y arrancar gruesos terrones que desmenuzaba lentamente entre las manos. Repitió la operación en diversos puntos, incluido el centro del cráter, tras apartar la nieve.
—Este agujero no fue excavado en el mismo suelo —murmuró al fin con la perplejidad pintada en el rostro—. En otros tiempos, estaba cubierto de agua. Era una laguna.
Henno Gui recorrió toda la hondonada y luego se dirigió al sendero que bajaba hasta la pequeña charca, el mismo en el que Carnestolendas y él se habían arrojado sobre Lolek. Arrancaba del fondo mismo del cráter. El sacerdote examinó detenidamente la trinchera qué permitía ascender hasta el bosque.
—Esta zanja es tan poco natural como la desecación de la laguna —observó—. El estanque fue vaciado por el hombre. Este sendero corresponde al antiguo derrame de las aguas. Eso explica su anchura y su profundidad, inusuales para un camino forestal. Detrás de todo esto está la mano del hombre. De muchos hombres. —Henno Gui se volvió hacia el muchacho—. ¿Sabes quién hizo estos trabajos?
Lolek respondió que aquella hipótesis era totalmente absurda. El poblado había existido siempre. No lo había construido nadie. Que los aldeanos recordaran, siempre había estado allí.
El sacerdote examinó las techumbres que disimulaban los refugios de la hondonada. Efectivamente, eran estructuras construidas con ramas hábilmente ensambladas. Pero ramas vivas. Con el paso del tiempo, habían echado raíces y se habían consolidado.
—¿Y estos techos? ¿Y las gruesas cuerdas que los sujetan? —preguntó Henno Gui señalando las enormes estructuras.
—Lo mismo —respondió Lolek—. Nunca he oído decir que nuestros antepasados hubieran construido estas cubiertas. Las encontraron, sencillamente.
Henno Gui volvió a subir a lo alto de la hondonada y mostró al chico los gruesos roblones clavados en los árboles para sujetar las cuerdas.
—Entonces, ¿no fuisteis vosotros quienes erigisteis esto?
—No.
—¿Y las armas, las armas de hierro que vi en la choza de Tobie? ¿De dónde proceden?
—No lo sé —respondió Tobie—. Las heredamos de nuestros padres, que las heredaron de los suyos… Son como los árboles del bosque y la lluvia del cielo: los hombres pueden utilizarlas, pero no son capaces de crearlas. Es la naturaleza la que las hace…
El sacerdote contempló el inmenso conjunto de cordajes y ramas que se extendía a sus pies. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Qué ingeniosos arquitectos habían concebido y diseñado aquella maravilla? ¿Y qué hacía en aquel bosque remoto, a una hora de marcha de una aldehuela tan insignificante como Heurteloup?
—Aquí también se guarda la piedra de rayo.
—¿La piedra de rayo? ¿Qué piedra de rayo?
Henno Gui conocía aquella expresión. Se remontaba a los griegos, que daban ese nombre a los meteoritos.
Por un instante, el sacerdote acarició la idea de que aquel enorme cráter fuera el resultado del impacto de un aerolito, pero acabó desechándola. Demasiado improbable.
—Muéstramela —le pidió a Lolek.
Era una masa redondeada, bastante voluminosa y totalmente cubierta de capas de musgo y hongos lignificados. Estaba resguardada en el interior de una pequeña choza, justo detrás de la que había ocupado Seth. Henno Gui se arrodilló junto a ella…
—Es impresionante —murmuró.
El sacerdote arrancó la primera capa de sedimentos podridos. Lolek retrocedió asustado.
—No puedes… Si se sabe que…
Pero Henno Gui siguió adelante. Al cabo de unos instantes, sus dedos arañaron una superficie porosa, húmeda… Era madera.
—Un cofre —dijo Henno Gui—. El tiempo ha ido desgastando los bordes y la caja ha acabado adquiriendo esta forma redondeada. ¡Esto no es ninguna piedra, y menos aún un meteorito!
Pese a la falta de luz, el sacerdote encontró la juntura de la tapa con las puntas de los dedos. Con un golpe seco, consiguió desencajarla. Del fondo del cofre ascendió una vaharada a humedad.
Con los años, el agua había conseguido penetrar las mohosas paredes. El cofre estaba prácticamente vacío: un pequeño amasijo negruzco yacía en una esquina del fondo.
—Un viejo montón de hojas —comentó Henno Gui.
El sacerdote hundió dos dedos en la oscura y viscosa pasta; penetraron como en un terrón de arcilla. Con un gesto vivo, retiró la parte superior. Debajo había un trozo de pergamino, preservado por las otras hojas y todavía legible. Estaba amarillento y reblandecido… La piel del pergamino había encogido considerablemente.
No obstante, en aquella hoja sin edad todavía se apreciaban unos dibujos a mano alzada. Henno Gui salió de la cabaña para estudiar su descubrimiento a la luz del día.
Era un croquis. Un croquis muy viejo. El sacerdote lo examinó del derecho y del revés tratando de descubrir su significado. Acabó deduciendo que era un boceto militar. El dibujo de una coraza o una armadura. Identificó los detalles de una cota, un yelmo, un brazal y dos espinilleras apenas esbozadas. Pero la forma y las líneas de aquellas protecciones de combate eran extrañas, por no decir extravagantes. La cota tenía aristas y curvas poco adecuadas para el difícil ejercicio de la guerra. Más bien parecía una armadura de aparato, una mezcla de disfraz y símbolo que podía servir para un desfile. Junto a los dibujos, se veían algunas palabras, cotas de escala o dimensiones. La letra era nerviosa, fina, sin adornos…
El sacerdote se guardó el croquis en la cogulla.
—No digas nada de esto en la aldea —le ordenó a Lolek—. Ya lo mencionaremos… cuando pueda explicarlo. Necesito un poco más de tiempo.