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La orden que dirigía Profuturus había tomado posesión de aquel monasterio a orillas del Adriático hacía ocho años. Los monjes habían reformado totalmente la antigua abadía, cedida por la cámara apostólica; y la habían fortificado. Construyeron tres nuevas capillas y un dédalo de subterráneos. Los diecisiete miembros oficiales de la orden se habían repartido en tres grupos para la celebración de un oficio perpetuo e ininterrumpido, cosa insólita en Occidente. Según su regla, en el monasterio debía celebrarse una misa ordinaria permanentemente.

Por iniciativa propia, Aymard de la Gran Cilla decidió asistir y servir en todas las liturgias del monasterio, diurnas y nocturnas. Pasaba de una a otra sin pausa, haciendo en una de chantre, en otra de diácono, en la siguiente de subdiácono y en la subsiguiente de sacristán. No era una prueba impuesta por su purificación, sino una de sus consecuencias. Aymard tenía una necesidad física de sentirse rodeado de textos sagrados y estar en oración. No dormía más que dos horas por noche, tumbado ante la sacristía para no perderse una nota de los cantos e himnos ni siquiera durante el sueño.

Poco a poco, había ido recuperando su pasado. Ahora podía contestar sin vacilaciones el cuestionario escrito del maestro Drona. Recordaba su nombre, su llegada al monasterio y, sobre todo, el mal que le habían extirpado del cuerpo. No se había convertido en otro hombre; había adquirido otra conciencia. Aymard sentía que había entrado en él a la fuerza, por el sudor, por la sangre, por cada poro de su carne torturada.

Pese a ello, seguían poniéndolo a prueba. El padre Profuturus y Drona proseguían pacientemente su trabajo de zapa y purga. Lo sometieron a tentaciones. Un día, dejaron las puertas del monasterio abiertas de par en par. Aymard ni se fijó. Dejaban a la vista dinero, armas, apetitosos alimentos no consagrados… Nada. Aymard no se apartaba del reclinatorio.

Una vez más, podría creerse que el hijo de Enguerran había cambiado, que se había convertido en un hombre nuevo, irreconocible. No era el caso, ni el objetivo de sus instructores.

Un día, le pusieron de compañero a un monje llegado ex profeso al monasterio. Era un hombre cordial y simpático, pero durante la misa dejaba caer comentarios equívocos o poco dignos de un hombre de Iglesia. A cada irreverencia, por inofensiva que fuera, Aymard sentía náuseas; pero no respondía a las provocaciones de su compañero. El monje permaneció varios días a su lado, atizando el fuego. Aymard se esforzaba en hacer oír sordos a sus blasfemias y concentrarse en sus oraciones. El monje insistía, cada vez más obsceno, cada vez más sacrílego.

Una noche, Aymard perdió el control. Con insólita violencia, se apoderó de uno de los candeleros de bronce de la iglesia y lo alzó en el aire dispuesto a descargarlo sobre el cráneo del monje. Tenía los ojos inyectados en sangre. Hicieron falta cinco hombres para reducirlo.

No muy lejos, el padre Profuturus observaba la escena.

Estaba encantado. Los instintos de Aymard no habían desaparecido. El fondo mismo de su ser seguía intacto: violento, rencoroso, colérico, incontrolable, desbordante… Lo único que había cambiado era el camino que seguían sus pulsiones, sus arrebatos de ira.

La purificación de Drona había sido un éxito total.