Para encontrar a Alcher de Mozat en París, Chuquet siguió las indicaciones escritas del archivero Corentin de Tau. El viejo prelado vivía en un modesto palacete al fondo del callejón Jehan-Boute-Dieu, entre el barrio de los estudiantes y el de Quinauds. La cornisa de su puerta ostentaba las armas de Francia.
Chuquet consiguió que lo recibieran sin dificultad. Alcher de Mozat tenía noventa años cumplidos. Ya no lo visitaba nadie. Los pocos mensajeros que llamaban a su puerta sólo acudían a anunciar la agonía o el final de un amigo o un pariente.
Para la entrevista, Chuquet fue conducido al saloncito del anciano. Se había afeitado y tonsurado con esmero y había tomado prestado un hábito nuevo en el arzobispado.
Mozat estaba sentado en una mecedora, con el busto inclinado hacia delante, a dos pasos de una chimenea inmensa. Las llamas tornasolaban ligeramente su piel, gris como la de una estatua yacente. A pesar del grueso manto forrado de piel, el anciano no paraba de tiritar. Hermann, su secretario particular, confió apenado a Chuquet que su señor difícilmente pasaría del invierno.
El visitante se presentó a Alcher de Mozat y lo puso al corriente de la muerte de su obispo y maestro, monseñor Haquin.
Mozat oía poco y hablaba con voz apenas audible. Se repetía constantemente. Los recuerdos sólo le acudían a la memoria como series de imágenes instantáneas, de escenas fijas. Conocía a Haquin desde la más tierna infancia, pero de su vida en común, de su amistad, sólo quedaban destellos inconexos, sin fecha ni glosa. Lo recordaba junto a él en un jardín de España, en una biblioteca de Amsterdarm, en los senderos que rodeaban una abadía del Morvan…
—También me acuerdo de su hermana pequeña… —dijo el anciano—. Una jovencita adorable. Encantadora.
Sobre el carácter y la carrera eclesiástica de Haquin, no reveló nada. Aludió a un empleo en el ejército del emperador Federico; pero el secretario Hermann aclaró a Chuquet que Mozat estaba confundiendo uno de sus propios recuerdos con los de Haquin.
—Romee de Haquin —murmuró el anciano de pronto tras un largo silencio.
Chuquet dio un respingo. Era la primera vez que oía el nombre de pila de su superior. ¡Romee! Romee de Haquin…
El resto fue aún más confuso. Mozat habló del Líbano, de Grecia, de una embajada secreta a Granada, de un curso con Guillaume d’Auxerre, de la boda de Haquin con una sobrina de un príncipe inglés… Era absurdo. Chuquet preguntó al anciano por Draguan, pero el nombre no le decía nada.
Aquella conversación era una pérdida de tiempo. La decepción del vicario era evidente. Hablar del asesinato del obispo no habría cambiado nada en la actitud de Mozat. Chuquet buscó un recurso, un último recurso…
¡Las cartas!
Se volvió hacia el secretario.
—Sé que vuestro señor escribió a monseñor. ¿Habéis conservado sus respuestas?
Hermann volvió poco después con un cofre lleno de correspondencia. Eran todas las misivas recibidas y conservadas por Alcher de Mozat a lo largo de su carrera. Había decenas de paquetes de cartas reunidas por remitentes y atadas con cintas. Chuquet y Hermann revolvieron juntos el cofre en busca de la correspondencia de Haquin. El vicario de Draguan se quedó asombrado ante la calidad de las personas que se carteaban con Alcher de Mozat. Todos los grandes nombres de la diplomacia europea fueron pasando por sus manos. Vio tres cartas de Teobaldo V, rey de Navarra, y Carlos de Anjou, hermano de san Luis. Pero siguió buscando. De pronto, en el anverso de un sobre, reconoció la letra de su superior. El fajo era considerable. Contenía más de cuarenta cartas, clasificadas por orden cronológico. El vicario no daba crédito a sus ojos: ¡la primera era de 1218! ¡Hacía sesenta y seis años!
—¿Puedo cogerlas? —preguntó Chuquet—. ¿Puedo llevármelas para estudiarlas?
Alcher miró el fajo de cartas entre ceñudo y perplejo.
—Vos no me creéis… —murmuró—. Lleváoslas. Lleváoslas todas… Veréis como os he dicho la verdad. Lleváoslo todo… Soy viejo, pero aún sé lo que me digo…
Hermann no se opuso a la voluntad de su señor.
Chuquet abandonó el palacete de Mozat contento y pensativo, con su paquete bajo el brazo.
Al llegar al arzobispado encontró una nota del puño y letra de Corentin de Tau clavada en la puerta de su celda. El archivero le explicaba lo que había encontrado sobre el obispo Haquin. El historial de su reverencia estaba suficientemente documentado, pero tenía, según él, escaso interés.
Chuquet entró en la celda y leyó el sucinto informe.
Haquin nace en 1206, en Troyes. Es el sexto hijo varón de Pont de Haquin, que fuera condestable del rey Luis VIII. Se ordena diácono en París en 1223. A continuación, lo encontramos en Orléans, Tolosa y Utrecht, ciudades en las que lleva a cabo sus estudios. Ocupa diferentes puestos en el sur de Francia y en España, ora como coadjutor, ora como archidiácono. A partir de 1231, su rastro desaparece completamente de los registros franceses para no reaparecer hasta 1247, fecha en que Haquin ya ostenta la dignidad de obispo. Solicita traslado a La Roche-aux-Moines. Sorprendentemente, cambia de destino cada tanto durante más de ocho años. Y siempre a petición suya. Se trataba de puestos modestos y aislados, de modo que los obtuvo sin dificultad. Haquin estuvo en Taillebourg; en el Muret, en Auch e incluso en Saint Waste. Por fin, en 1255, se instala en la diócesis de Draguan, de la que ya no se moverá. El arzobispado lo consideraba un hombre de carácter más bien inestable, pero nunca puso en duda su ortodoxia. Haquin era un obispo sin historia.
El archivero añadía que la falta de información entre 1231 y 1247 no tenía nada de particular ni misterioso. Por el contrario, era muy frecuente cuando los religiosos del continente se trasladaban a Inglaterra o Irlanda para ejercer su ministerio. Dichos países conservaban pocos registros escritos y sus respectivas Iglesias carecían de organización centralizada. Ni siquiera la Inquisición había conseguido implantarse jamás en Inglaterra, y a menudo perdía el rastro de sus miembros o sospechosos. El hecho de que Haquin reapareciera con la dignidad de obispo al cabo del tiempo tampoco tenía nada de extraordinario: la jerarquía irlandesa era distinta de la romana, aunque estaba reconocida por el Papa. Pasados quince años, era muy posible que un sacerdote hubiera alcanzado esa alta dignidad y decidido regresar a Francia.
Corentin se felicitaba de haber dado al fin con datos razonables sobre la diócesis de Draguan. Deseaba a Chuquet buena suerte en sus pesquisas, reiteraba sus condolencias y se declaraba siempre a su disposición.
Chuquet dejó la nota del archivero y desató el paquete de correspondencia de Mozat. El año de cada carta estaba escrito con lápiz al pie de la primera hoja. La letra de la primera carta era esmerada, fina, pero claramente infantil. Haquin tenía quince años. Chuquet la dejó sin leer. Picado por la curiosidad, hojeó el grueso fajo y, tras pasar unas quince cartas, dio con una fechada en 1232. Era el inicio del período misterioso de la vida de Haquin. La época irlandesa del archivero. Chuquet la recorrió con la mirada. La escritura se había vuelto nerviosa y apretada.
Examinó el sobre. Descubrió el sello de Haquin, que conocía perfectamente por haberlo utilizado con frecuencia; pero, en vez de las figuras habituales del obispado de Draguan —un ciervo y una virgen—, encontró un águila al pie de una cruz. ¡Las armas del papa Gregorio IX! Chuquet miró la firma y el pie. Aquella carta había sido enviada desde Roma.
—¿Roma?