14

En lo más recóndito de la diócesis de Draguan, el joven Floris de Meung seguía escondido en lo alto del árbol, cuidando de Premierfait. Tras la partida de Henno Gui y Carnestolendas, el discípulo había aplicado rigurosamente las consignas de su maestro. No bajaba del árbol, cambiaba los vendajes del herido regularmente, se protegía del frío con las mantas, racionaba la comida y la bebida… El sacristán seguía acurrucado en la cavidad excavada en el tronco. A pesar de los ungüentos de Henno Gui, sus heridas no cicatrizaban. Las dos hojas medicinales estaban a punto de acabarse, pero el herido sólo salía de la inconsciencia para delirar.

Floris escuchaba con atención los gemidos y las palabras que pronunciaba en su agonía. El sacristán balbucía constantemente, pero de su boca no salía nada inteligible. El Libro de los sueños que el sacerdote había confiado a su joven discípulo resultaba superfluo. No obstante, Floris hojeó la misteriosa obra que supuestamente proporcionaba la clave de los sueños. Buscó las apariciones de hadas: su experiencia del bosque seguía obsesionándolo. Las figuras vaporosas y azuladas, silenciosas… Para su gran sorpresa, la experiencia que creía única y personal aparecía recogida en el tratado atribuido a Daniel. Floris leyó el comentario con avidez: «Las figuras femeninas y dulces siempre son advertencias. Acuden a alertar a quien se extravía. Predicen una desgracia…».

—¿Advertencias? —murmuró Floris perplejo.

Durante esos días fríos y solitarios, fueron muchas las veces que, desde lo alto de su escondrijo, el muchacho recorrió los alrededores con la mirada esperando que las dríadas se dignaran aparecer. Pero fue en vano.

Según Henno Gui, Premierfait debía mejorar en cuatro días. El quinto por la mañana, murió. El muchacho estaba angustiado. No había vuelto a tener noticias de Carnestolendas ni Henno Gui. Sólo le quedaban víveres para otros tres días. ¿Qué hacía con el cadáver? Al tener la entrepierna desgarrada, enseguida empezó a oler.

Al segundo día, Floris no pudo aguantar más. Desató las cuerdas que retenían el cuerpo y lo dejó caer a plomo. En todo aquel tiempo, no había visto a nadie en las inmediaciones del árbol. El bosque estaba silencioso y desierto. Tras coger una de las cuerdas de las que pendían los efectos del sacerdote, bajó al suelo por primera vez. No tenía ninguna herramienta para cavar una tumba. La tierra estaba demasiado fría y demasiado dura. Se echó el cadáver a la espalda y lo arrastró hasta uno de los muchos pantanos que infestaban la región. Tras romper la gruesa capa de hielo que cubría el agua estancada, ató una gruesa piedra a los pies del cadáver y lo arrojó a la ciénaga. Premierfait desapareció bajo la verdosa superficie. A continuación, Floris hizo una cruz con dos ramas atadas y la arrojó al agua. La cruz se quedó flotando sobre el lugar en el que se había hundido el cuerpo. Obstaculizada por el hielo, permaneció inmóvil, como un crucifijo clavado en el lomo de una tumba.

Floris volvió al árbol. Juntó todas las cosas de Premierfait e hizo un hato. Empezaba a anochecer. Se quedó dormido en el hueco del tronco, que seguía impregnado del hedor a muerto.

Lo despertó el ruido de un animal que estaba trepando al árbol. El muchacho contuvo la respiración. De pronto, a la débil luz de la media luna, vio el rostro de Carnestolendas. El gigante había vuelto.

Carnestolendas le contó todo lo ocurrido en los últimos días. Le habló del cráter, de la ordalía, de la espectacular aparición de Henno Gui, de su participación en la farsa del sacerdote gracias a su habilidad con la honda. Oculto en lo alto de la hondonada, Carnestolendas había derribado a todos los que intentaban acercarse a Henno Gui, en cuanto éste los señalaba con la mano.

—Ahora está con ellos. Antes de la ordalía, me ordenó que me reuniera contigo en cuanto el chico que capturamos volviera al poblado.

—¿Y ahora? ¿Qué tenemos que hacer?

—Esperar —respondió Carnestolendas—. Tenemos que esperarlo.

Los aldeanos volvieron a Heurteloup al día siguiente al de la ordalía. No obstante, Henno Gui permaneció en el poblado, vigilado por los tres sacerdotes. Convencidos de que era un espíritu, no le daban ni de comer ni de beber. Cuando, tras mucho insistir, consiguió sacarlos de su error, lo llevaron a la aldea, no sin antes asperjarlo repetidamente con el agua sagrada del pantano.

Siete nuevas estatuillas de mujeres encintas habían sustituido a las destrozadas por Henno Gui. En varias ocasiones, el sacerdote intentó examinarlas de cerca, estudiar las diferencias o los nuevos detalles que pudieran presentar; pero sus tentativas toparon con una oposición obstinada. Los aldeanos, incluso los más tímidos, los que menos se hacían notar, se ponían súbitamente firmes para rechazar al intruso.

A pesar de ello, su aparición, el regreso del muchacho, el hecho de que no mostrara ningún temor y tuviera poderes sobrenaturales había producido el efecto deseado. La personalidad del sacerdote superaba el entendimiento de aquellos hombres, para quienes estaba rodeado de un aura de misterio. Una mañana, Henno Gui oyó murmurar a un aldeano que el forastero podía ser un mensajero, una especie de intermediario entre ellos y los dioses del cielo. Henno Gui no pudo reprimir una sonrisa: él no habría sabido definir mejor el papel de un sacerdote.

Los únicos que le ofrecieron un poco de hospitalidad fueron el chico al que había secuestrado y su madre. El muchacho se llamaba Lolek y su madre, Mabel. El joven Lolek había repetido el relato de su cautiverio hasta la saciedad. Que Henno Gui no sólo no le hubiera hecho daño, sino que además le hubiera curado aquellas manchas oscuras y dolorosas que le cubrían la piel, había impresionado enormemente a toda la comunidad. Sobre todo a la madre. Vivía con su hijo a la entrada de la aldea, en una pequeña cabaña cuya puerta era la única que el sacerdote no encontraba invariablemente cerrada. La mujer había enviudado hacía poco.

La noche de su regreso a la aldea, Henno Gui fue conducido a la cabaña del sabio donde hubo de sentarse en un madero partido por la mitad y colocado en un nivel más bajo, frente a cinco aldeanos que no le quitaban ojo: los tres hechiceros, el sabio y el hombre del casco de madera. El sacerdote había conseguido averiguar el nombre de los dos últimos. El sabio se llamaba Seth; el otro, Tobie.

Se encontraban en una habitación espaciosa con suelo de tierra batida, clara y seca. Toscas estanterías arrimadas a las paredes exhibían botellas de barro, tarros de hierbas secas y cubas de madera. Henno Gui supuso que estarían llenas de aquella agua verdosa de los pantanos que tanto apreciaban los aldeanos.

En un rincón, el sacerdote reconoció una placa de madera similar a las que había visto en el cementerio del bosque. También vio el largo bastón que había servido para fijar el emplazamiento de la hoguera, el día anterior a la ordalía, y la túnica roja y amarilla de Seth.

El acusado observó a los cinco jueces. Por primera vez, cayó en la cuenta de que los aldeanos que estaban sentados frente a él eran hombres jóvenes. Bien mirado, no tendrían más de treinta años. Ni siquiera Seth. Su larga barba y su aspecto severo habían engañado al sacerdote, que lo había tomado por una especie de patriarca o jefe de tribu al que la edad había conferido sabiduría y respeto. Que era mayor que los otros estaba claro. Que fuera mayor que él, no tanto. Sus ojos, su frente y sus prominentes pómulos evidenciaban su juventud.

«¿Es que en esta aldea no hay viejos?», se preguntó Henno Gui pasando revista a todos los rostros que había visto desde su llegada.

—¿Qué has venido a hacer entre nosotros?

Seth había hecho la primera pregunta. Nada más entrar en aquella choza, Henno Gui supo que tendría que enfrentarse a dos interrogatorios. El primero, dirigido por Seth; el segundo, por Tobie. A continuación, deliberarían con todos los habitantes de la aldea. La sentencia se extraería de la opinión mayoritaria.

—¿Qué has venido a hacer aquí? —repitió Seth.

—Me han enviado.

—¿Quién?

—Alguien que desea vuestro bien.

La respuesta sorprendió a la asamblea.

—¿Quién es? ¿Quién te ha enviado?

—No lo conocéis. Pero él a vosotros, sí.

En su juventud, Henno Gui se había enfrentado a menudo al profesor Gace Brulé, un retorcido dominico que pasaba por el tamiz a todos sus alumnos de Retórica. Sus interrogatorios eran auténticas sesiones de tortura mental. ¡Cuántos matices, cuántos sobreentendidos, cuántos circunloquios hacían falta para satisfacer al maestro y sortear sus trampas! «Respuestas complejas con palabras simples», era la regla de oro. Conseguir que el interrogador se hiciera más preguntas que el propio interrogado.

—Ese bien del que hablas —dijo Seth—, ¿qué es?

—La verdad.

—¿Una verdad? ¿Cuál?

El sacerdote no respondió de inmediato. Sabía que, para toda religión, la duda es un lujo de civilizados. Un pequeño grupo como aquél, privado de todo desde hacía cincuenta años, bien podía haberse dotado de un sistema de ideas y creencias perfectamente cerrado que lo explicara todo y en el que todo se sostuviera con una coherencia impecable. Henno Gui no podía arriesgarse a ofender una verdad por defender otra.

—Todavía no lo sé —optó por responder—. La que vamos a descubrir juntos. Para eso me han elegido y enviado a vosotros.

Los jueces no sabían qué significado dar a aquellas respuestas. Se produjo otro largo silencio. Las cavilaciones de aquellos cinco salvajes concedían una ventaja suplementaria al sacerdote. Desde el momento en que dejaba de ser peligroso para convertirse en objeto de curiosidad, estaba seguro. Momentáneamente, al menos.

Se reanudó el interrogatorio. Le preguntaron por su ropa y su alimentación. Quisieron saber si dormía como ellos, si respiraba como ellos, si era de carne y hueso como ellos, quién, según él, había llegado primero, el Sol o la Luna, qué profundidad tenían los pantanos, cómo explicaba el calor y el frío, cuánto tiempo podía aguantar sin comer…

Mientras el interrogatorio girara en torno a temas semejantes, Henno sabía que estaba relativamente seguro. Lo que le preocupaba eran las preguntas más directas.

—No has venido aquí completamente solo —le recordó Seth—. Los otros dos, ¿han sido enviados como tú?

—Sí.

—¿Dónde están ahora?

—Volverán. —Una mirada de inquietud asomó a los ojos de los jueces—. En cuanto comprendáis que no soy un peligro para vosotros —añadió Henno Gui.

El segundo interrogatorio tuvo lugar en la cabaña de Tobie.

Henno Gui se sentó ante los mismos cinco jueces.

La atmósfera era más tensa y amenazadora que en casa de Seth. Las paredes estaban cubiertas de armas de madera y hierro. Adornos —¿trofeos?— hechos con huesos de animales se insinuaban en la penumbra. Era la choza de un guerrero y de un cazador.

Henno Gui estaba sentado en un leño.

Tobie abrió la sesión apuntando con su larga espada a la frente del sacerdote.

—¿Puedes morir?

—Sí y no —respondió Henno Gui. Los aldeanos se miraron perplejos—. Una parte de mí es perecedera —explicó el sacerdote—. La otra es inmortal. Por eso digo que sí y que no.

—¿Una parte? ¿Cuál? —Tobie rozó la frente del sacerdote con la punta de la espada—. ¿Ésta? —Bajó el arma hasta tocar el hombro derecho—. ¿Esta? —Apuntó al corazón—. ¿Aquí? —Al hígado—. ¿O aquí?

Pese al tono amenazador, Henno Gui permaneció impasible.

—No puedes ni verla ni tocarla —respondió—. Es invisible e impalpable.

—Invisible e impalpable… Pero ¿existe?

—Sí.

—¿Dónde?

—En algún lugar de mi interior. Tobie frunció el ceño.

—Si es así, no tengo más que atravesarte de parte a parte para alcanzarla. —Vuelves a equivocarte.

—Si no puedo alcanzarla, es que no existe.

—Eso depende. Las palabras que acabas de pronunciar, ¿existen o no? ¿De dónde vienen? —Henno Gui señaló la boca del aldeano—. ¿De ahí? —Indicó el pecho—. ¿O de ahí? Y cuando hablas contigo mismo y escuchas tu propia voz, ¿de dónde viene? ¿Quién la emite? ¿No lo sabes? Yo tampoco. Esa parte desconocida está en todos nosotros, que lo sabemos y sin embargo no podemos tocarla ni situarla.

Tobie era un aldeano de pocos alcances. Las sutilezas no eran lo suyo, de modo que condujo el interrogatorio a otro terreno. Los poderes de Henno Gui.

¿Podía encender fuego a distancia? ¿Ver en la oscuridad? ¿Respirar bajo el agua? ¿Doblar la hoja de una espada con las manos? ¿Volverse invisible? ¿Predecir el futuro? ¿Entender a los animales?

—¿Puedes hablar con los dioses?

—Con todos, no. Con uno en particular, sí.

Un estremecimiento recorrió la asamblea. La respuesta confundió incluso a Tobie.

No obstante, aseguró no creer a Henno Gui más que en una cosa: que lo habían enviado. Veía al sacerdote como una especie de prueba, de tentación impuesta a los aldeanos por sus dioses. Henno Gui era un ser diabólico. Correspondía al buen juicio de los aldeanos desenmascararlo.

—No eres más que una ilusión —le espetó—. Has adoptado una forma parecida a la nuestra para engañarnos mejor. Pero llevas al Espíritu en tu interior. Se oculta detrás de tu imagen. Es como esas extrañas ropas que llevas. Recuerdan vagamente el aspecto del Padre, pero…

Henno reaccionó de inmediato.

—¿El Padre? ¿Quién es el Padre?

Tobie recibió la pregunta como un insulto. Colérico, levantó el arma, dispuesto a descargarla sobre el sacerdote. Fue la voz de Seth la que lo impidió:

—¡Quieto! Expliquémosle quién es el Padre. Tiene que saberlo. El Padre es quien predijo el Gran Incendio y comprendió el poder de los pantanos.

—¿Alguno de vosotros lo conoce? —quiso saber Henno Gui—. ¿Alguien lo ha visto?

—El Padre pertenece a la Primera Edad —respondió Seth—. Ninguno de los que vivimos hoy llegó a conocerlo.

—¿Dejó alguna huella? ¿Algún objeto?

—Se cuenta que el Libro Sagrado le fue dictado tras la Ruptura —contestó el sabio.

—¿Un libro?

El rostro de Henno Gui se iluminó. Al fin vislumbraba una salida: ahora había un libro que descubrir…

La deliberación sobre su sentencia debía celebrarse con la luna nueva. Ese día se reunieron todos los habitantes de la aldea excepto los niños, lo que permitió a Henno Gui comprender las distinciones por edad y sexo. Las chicas, por ejemplo, no eran consideradas mujeres hasta que parían. Era el caso de la pequeña Sasha, la chica de trece años que estaba encinta y en la que el sacerdote se había fijado enseguida porque no llevaba la indumentaria tradicional de la aldea. En cuanto a los chicos, debían superar un rito de iniciación para hacerse hombres. Era el caso de Lolek. Sabía que los sacerdotes ya habían decidido el día de su ceremonia de paso y esperaba con impaciencia el final del invierno para someterse a las pruebas sagradas. Entretanto, tenía que quedarse con los niños y no podía participar en la asamblea que deliberaría sobre el sacerdote.

Los habitantes de la aldea formaban tres grupos bien definidos.

El primero, encabezado por Tobie, consideraba a Henno Gui un peligro, un demonio con piel de hombre del que había que deshacerse cuanto antes.

El segundo grupo compartía la opinión de Seth: había que seguir estudiando el fenómeno antes de tomar una decisión sobre su suerte. El ser decía que lo habían enviado por el bien de la tribu.

El tercer grupo, el más reducido, defendía tímidamente la idea de que aquel hombre podía ser una especie de Salvador. Un enviado del cielo que les revelaría el resto de los misterios… Era un punto de vista tolerado con reticencia, pero, unido al de Seth, contaba con más partidarios que Tobie.

En consecuencia, los aldeanos decidieron conceder libertad de movimientos a Henno Gui… Pero determinaron también que, al primer indicio de que su naturaleza era diabólica, lo sacrificarían sin vacilar.

Apenas le comunicaron el resultado de la deliberación, Henno Gui decidió hacer venir a sus dos compañeros. Sin encomendarse a nadie, fue a buscarlos e impuso su presencia a los aldeanos de Heurteloup. Pero el sacerdote no había previsto la reacción de éstos ante la formidable estampa de Carnestolendas. La pizca de confianza que algunos empezaban a mostrar ante Henno Gui se desvaneció al instante.

Para no profanar una de sus viejas viviendas, el sacerdote y sus dos compañeros acamparon a las afueras de la aldea, no lejos de la cabaña de Mabel y Lolek.

Floris relató a su maestro los últimos días del sacristán. Henno Gui les reveló sus descubrimientos y, sobre todo, sus nuevos planes.

—Mi opinión sobre esta aldea ha cambiado completamente —confesó—. Todas mis suposiciones eran erróneas. Esperaba encontrar un grupo de antiguos fieles un poco perdidos que, con el tiempo, habrían aderezado a su manera los vestigios de su fe cristiana con nuevas supersticiones… Creía que mi tarea se reduciría a ganarme su confianza y, a continuación, hacerlos retornar progresivamente a las verdades de la Iglesia. Estaba equivocado. Esta gente habla una lengua de origen incierto. Su comunidad no practica ninguna de las antiguas costumbres habituales en esta región; ha elaborado un credo, mitos y una visión del tiempo y del mundo que todavía se me escapan pero que parecen perfectamente coherentes. Así que estoy convencido de que no puedo hacer nada por ellos en materia de fe. Antes tengo que descubrir qué ha ocurrido aquí desde 1233. El objetivo ya no es convertir a estos descreídos, sino observarlos y esperar…