En el monasterio de Alberto Magno, la purificación de Aymard de la Gran Cilla comenzó con un simple cuestionario escrito. Al principio, Aymard lo tomó por una broma. El maestro Drona le preguntaba por su nombre, su edad, la condición de sus padres, su país de nacimiento, su título, su recuerdo más antiguo, el nombre del lugar en el que se encontraba, los nombres del rey de Francia y del Papa y el tema de su último sueño.
El hijo de Enguerran respondió rápidamente a las diez preguntas, pero dejó vacía la última casilla, la relativa al sueño.
—No sueño jamás —dijo.
El maestro se encogió de hombros cuando el hombre de negro, que no los dejaba ni a sol ni a sombra, tradujo la respuesta a su extraña lengua.
A continuación, lo condujeron a los sótanos y lo hicieron pasar a una pequeña celda excavada en la roca viva. Lo dejaron en cueros y lo sujetaron a una plancha de madera colocada verticalmente, ante una pileta igualmente excavada en la roca. La pileta estaba vacía.
Aymard se hallaba sólo con el maestro y el esbirro de negro. A su alrededor no vio ningún látigo, ninguna hoja cortante, ninguna tenaza…
Al poco, la puerta de la celda se abrió para dar paso a un monje que arrastraba tras sí un sillón. El recién llegado ni siquiera miró al desnudo Aymard. Se instaló a unos pasos de él con absoluta indiferencia. Sostenía un librito. Intercambió una mirada con Drona, abrió el pequeño tomo y empezó a leer en voz alta.
Las páginas del librillo estaban repletas de textos heréticos, injurias contra la religión, blasfemias, relatos impíos… Lentamente, con voz pausada, casi melodiosa, el monje iba desgranando auténticas monstruosidades. Aymard no pudo reprimir una sonrisa. En aquella antología, reconoció ciertos pasajes famosos que había hecho recitar solemnemente durante sus ceremonias secretas o su boda con la Virgen. En determinadas comunidades esotéricas, los textos del Mal eran tan preciados como los apócrifos de la Biblia.
«Vaya una tortura», se dijo el hijo de Enguerran.
El maestro hizo una seña al esbirro, que se acercó a la puerta e hizo entrar a otros tres monjes. Llevaban en vilo una enorme cuba llena de un líquido negruzco.
Aymard, sujeto a la plancha mediante gruesas correas, no pudo impedir que uno de los monjes le abriera la boca y le inmovilizara la mandíbula con un bocado que le abrochó a la nuca. A continuación, el religioso le introdujo un largo tubo flexible en la garganta. A partir de ese momento, los torturadores se aplicaron a administrarle el extraño mejunje de la tina.
Era un vomitivo. Su efecto fue instantáneo. En cuanto el primer chorro le llegó al estómago, Aymard fue presa de horribles contracciones y empezó a regurgitar violentamente la bilis y las tripas. A cada gargantada, la plancha que lo sujetaba se inclinaba ligeramente hacia delante para que se vaciara en la concavidad del suelo.
Impertérrito en su sillón, el monje proseguía la lectura.
Aquel tratamiento, aquel lavado de estómago, se repitió durante ocho días.
Lo obligaron a tragar litros y litros de hemético. Cada mañana, la pileta de piedra aparecía limpia de los vómitos del día anterior. Cada día, el hedor y los espasmos se hacían más insoportables…
La víctima del suplicio estuvo a punto de ahogarse en más de una ocasión. Pero Drona no aflojaba el ritmo jamás. Se limitaba a ordenar que hicieran bascular la plancha completamente: cabeza abajo, Aymard se vaciaba sin esfuerzo.
Mientras duró el tratamiento, no le dieron de comer ni de beber. Tuvo que aguantar ocho horas diarias de insoportable purga. Cuando perdía el conocimiento, lo reanimaban con espirituosos y reanudaban la tortura.
El monje leía su librito sosegadamente. Cuando llegaba al final de la antología, volvía a la primera página, imperturbable.
Al acabar la jornada de tortura, el esbirro soltaba a Aymard y lo arrojaba a un oscuro calabozo. Exhausto, el prisionero se sumía en un sueño sin fondo, a pesar de los espasmos y los calambres que le recorrían el abdomen. En cuanto se despertaba, volvían a llevarlo a la plancha y la tina de vomitorio.
El aspecto del prisionero sufrió una metamorfosis. Se quedó en los huesos. Las mejillas se le hundían, las uñas se le descalcificaban, el pelo se le caía a puñados, la lengua y la glotis se le atrofiaban, se secaban como frutas roídas por la arena.
Durante sus horas de calvario, llegaba a perder la vista, el oído y el sentido del equilibrio y el espacio. La atroz corriente de jugo biliar ya no era su único motivo de sufrimiento. La plancha también se le hizo insoportable, porque lo sacaba de sus raros momentos de inconsciencia. Cuando la hacían bascular, Aymard sentía que toda la sangre le afluía a la cabeza, que se le desgarraban los músculos, que los huesos se le aflojaban como si fuera un muñeco de madera.
A medida que pasaban los días, el prisionero iba desarrollando nuevos grados de conciencia. Sentidos insospechados, totalmente independientes, entraban en acción: el que seguía al abrasivo recorrido del brebaje en su descenso hasta el estómago; el que percibía las variaciones del flujo sanguíneo; el que registraba los movimientos de las vísceras y los huesos; el que escuchaba atentamente los latidos del corazón, y por último, el más autónomo, el que pasaba del uno al otro sin esfuerzo, como un testigo privilegiado, extrañamente ajeno a su propio sufrimiento. Cosa importante para la purificación, era este último el que escuchaba con total claridad los pasajes recitados ad infinitum por el monje lector. Aymard no podía evitar escucharlos, como no podía evitar que el vomitivo le abrasara las entrañas y los huesos le crujieran cada vez que volvían la plancha. La pausada y monótona voz lo desgarraba tanto como las abrasadoras tragantadas. Ya no oía las palabras del monje en tanto que tales: veía las imágenes, oía los sonidos, percibía los olores, visualizaba los lugares y personajes evocados en cada frase…
El último día del tratamiento vómico, lo arrojaron a otra celda cubierta de paja. Allí pudo recuperar parte de sus fuerzas. Por poco tiempo.
Tomó la primera comida. Un monje, totalmente vestido de blanco, le dio una a una pequeñas hostias empapadas en agua bendita. El prisionero las engullía con una alegría prodigiosa; apaciguaban el incendio que le devoraba las entrañas. Cada vez que le ponía una hostia en la boca, el monje recitaba en voz alta un salmo sobre la misericordia, el perdón o la grandeza del Señor.
Tres días después, Aymard volvió a enfrentarse al cuestionario redactado por el maestro Drona. Débil y trastornado, apenas pudo responder las cuatro primeras preguntas. Por más que se esforzaba, los nombres del rey y el Papa no le venían a la cabeza. ¿Y a qué día estábamos hoy? Ya no lo sabía…
Al día siguiente, Aymard fue conducido a otra gruta, algo más espaciosa que la anterior. Allí, lo afeitaron completamente, de la cabeza a los pies. Le ataron las muñecas y lo suspendieron del techo con los brazos totalmente estirados. Rozaba el suelo con las puntas de los pies, pero no podía apoyarlos ni desplazarse. Demasiado débil para reaccionar o mantenerse erguido, se quedó colgando con el cuerpo flojo.
El monje lector reapareció con su sillón y su libro. Aymard no lo vio acomodarse. Pero, en cuanto oyó su voz y las primeras palabras de la antología, tuvo una violenta arcada. Instintiva.
Había empezado la segunda fase del suplicio.
Aymard oyó un chasquido escalofriante y sintió una mordedura que le desgarraba la carne de la espalda: acababan de azotarlo con una larga correa de cuero. Soltó un aullido. Unos monjes le pasaron filos candentes cubiertos de cera por el pálido cuerpo. Los latigazos arreciaban. El monje seguía leyendo. En las profundidades de la mente del prisionero, las sensaciones se atropellaban: ya no sabía si gritaba por los latigazos o porque las frases del monje le recordaban el tormento anterior.
Cuando lo soltaron, dos horas después, estaba cubierto de sangre.
Lo arrojaron a la celda. Al anochecer, el monje blanco volvió a presentarse para recitarle salmos y darle hostias benditas.
Aymard permaneció tres días en la celda, solo; el tiempo que tardaron en cicatrizar las heridas.
Luego el suplicio del látigo y los cuchillos recomenzó.
Unos días más tarde, Aymard volvió a enfrentarse al cuestionario de Drona.
Esta vez, no pudo responder ninguna de las preguntas. Ya no sabía nada. Ni quién era, ni dónde estaba, ni en qué año vivía… Dejó todas las casillas vacías.
El último día de purificación transcurrió en la gran celda. Hacía un mes que Aymard había llegado al monasterio. Como de costumbre, lo suspendieron del techo, completamente desnudo. Allí estaban Drona, el hombre de negro, el lector y otros tres monjes. Pero ese día el prisionero vio a otro hombre al que no reconoció de inmediato. Era el padre Profuturus.
Ante el supliciado se alineaban todos los instrumentos de tortura de las últimas semanas: la tina del brebaje vomitivo, los cuchillos al rojo vivo, el látigo, la cera fundida, las tenazas y los ganchos, la prensa…
Aymard parecía ausente. Tenía la mirada extática, perdida. Canturreaba un salmo. En la oscuridad y el silencio de su celda, había descubierto que ahora le bastaba con recitar interiormente los salmos que el monje blanco le repetía todos los días a la hora de la comida para sentir la alegría del agua fresca y de la hostia bendita fundiéndose en su boca. No disponía de otro medio para aliviar su sufrimiento.
En la gruta, el monje lector ocupó su lugar de costumbre. Abrió el librito. Instintivamente, en cuanto lo vio prepararse, Aymard se estremeció. Lo pusieron de cara al muro. A su espalda, oyó a los monjes cogiendo los cuchillos y las tenazas.
—«Satán, el Tentador, vela como un padre sobre mi alma agobiada…».
De pronto, Aymard sintió que todos los instrumentos lo torturaban a la vez: el látigo, los cortantes filos, la abrasadora cera y el espeso líquido resbalando por las heridas abiertas… Aúllo sin parar, totalmente incapaz de dominarse. Se retorcía de dolor, las venas se le hinchaban, los tendones del cuello le sobresalían como si quisieran desgarrar la carne… Gritaba y se oía a sí mismo gritar; sufría y se veía sufrir. El dolor era fulgurante. Duró lo que la primera página del libro.
De pronto, el monje cerró el volumen y se calló. Aymard estaba sin aliento. Se agitaba convulsivamente, como un ahorcado. Sentía la sangre caliente resbalándole por la espalda…
El padre Profuturus se acercó a él. Le cogió la barbilla y le levantó la cabeza lentamente. Aymard temblaba. El dolor le enturbiaba la vista.
—¿Qué has aprendido? —le preguntó el abad con voz severa. El joven estaba despavorido. No lo entendía apenas… Profuturus lo agitó, esta vez sin miramientos—. ¡Vamos, habla! ¿Qué has aprendido?
Aymard entreabrió los ojos con esfuerzo. No entendía lo que le preguntaban. El abad suspiró, un tanto decepcionado. Aymard seguía suspendido por las muñecas. Profuturus le dio la vuelta.
—Mira.
De pronto, fue como si lo abofetearan y lo despertaran de una pesadilla. Miró ante sí y vio que ninguno de los monjes se había movido, ninguno de los instrumentos de tortura había sido utilizado, ninguna gota de sangre le había resbalado por la espalda…
—¿Y bien? —insistió Profuturus—. ¿Qué has aprendido? —Aymard respiraba trabajosamente. La cabeza parecía a punto de estallarle. Estaba seguro de haber sentido los cuchillos desgarrándole la carne… Había notado el frío de los instrumentos de los verdugos deslizándose por su espalda—. ¿Qué has aprendido? —tronó el abad.
¿Aprender? ¿Comprender? Tal vez. Lo único que le había hecho sufrir era el texto. Ni siquiera eso… la idea, la idea del texto… el Mal oculto tras el texto. Era su cuerpo el que había decidido sufrir por su propia cuenta, solo, sin contar con su mente…
En su confusa memoria, Aymard vio de pronto un rostro, una figura… el canciller Artémidore.
«El cuerpo puede conseguir del alma lo que la mente por sí sola ni siquiera se atrevería a soñar».
Poco después, lo llevaron a una habitación y le curaron las heridas. Aymard permaneció mucho tiempo en un estado irreal, como ajeno a sí mismo, amnésico. Drona le hizo ponerse un nuevo hábito; era una larga túnica blanca de catecúmeno.
—Poco a poco, recobraréis vuestra antigua personalidad —le dijo Profuturus durante su primera entrevista—. Sólo la hemos borrado temporalmente. Cuando la recuperéis, estará purificada, clarificada por vuestra experiencia. Entonces veréis vuestro pasado a una nueva luz. La buena.
Aymard preguntó si había llegado al final de sus pruebas…
—Casi —respondió el abad—. Pero sé que ahora estáis listo. Os plegaréis a todo con alegría. Nosotros sólo queremos vuestro bien.
Lo pusieron en manos de tres monjes que, como él, llevaban largas e inmaculadas túnicas de lino. Sus rostros eran luminosos y angélicos. Aymard se sintió rodeado de afecto y bondad. Estaba contento, sereno, sonriente. Los tres monjes lo felicitaron por su purificación. Rezaron con él, le dieron hostias y alabaron al Señor. Aymard estaba en estado de gracia. Procuraba corresponderles con todo el amor del que era capaz. Los tres monjes se mostraron profundamente conmovidos por sus esfuerzos.
Después, lo castraron.