12

El vicario Chuquet entró en París por la puerta del Grand-Pont. Pasó el peaje y el puesto de la aduana sin problemas. Desde lo alto de la colina de Sainte-Geneviéve contempló toda la ciudad. De niño, sus abuelos le hablaban a menudo de las maravillas de la capital. Pero París había cambiado mucho desde entonces. En tres reinados había duplicado su población, ensanchado sus murallas y cambiado su fachada de madera por una de piedra.

Chuquet tuvo que dar muchas vueltas para entrar con el coche y los tres caballos. Las callejas eran demasiado estrechas. No podía avanzar sin derribar tenderetes, atropellar mozos de cuerda, aplastar mendigos dormidos en la calzada o bloquear todo un barrio.

A pesar del frío, las calles comerciales estaban atestadas de gente y apestaban a más no poder. El monje se dijo que, después de todo, el hedor del cuerpo de monseñor tal vez no hubiera soliviantado a los parisinos tanto como pensaba. Por dos veces, pasó ante patíbulos en los que se balanceaban pobres diablos tocados con corozas de papel. La ley impedía retirar a los ahorcados hasta que el nudo o la nuca cedieran. La prohibición propiciaba que los ajusticiados colgaran durante días, cuando no semanas. La fetidez que emanaba de los cadáveres se mezclaba con los olores de los puestos de fruta, la roña de la gente y el agua sucia que corría por los arroyos.

Chuquet tardó en dar con el camino del arzobispado. Pese a la cogulla y la tonsura, los parisinos lo desorientaron repetidamente, por el simple placer de sacar unas perras o marear a un tonsurado. El respeto hacia el clero no era moneda corriente en la capital.

Mal que bien, Chuquet llegó de la calle del Four al puente del Change. A la orilla del Sena, vio el inmenso edificio que concentraba todo el poder episcopal del reino, si bien París dependía de la archidiócesis de Sens. Ante la puerta ferrada y claveteada, el vicario confió el coche a un mozo de cuadra.

Cuando traspuso el umbral y empezó a avanzar por la pequeña galería que conducía al corazón del edificio, Chuquet tuvo la sensación de abandonar un mundo y penetrar en otro, de descubrir una nueva ciudad tan tranquila y ordenada como ruidosa y sucia era la que dejaba atrás. Los rumores dé la calle se habían apagado.

El vicario admiró los grandes jardines del centro del claustro. Cada árbol, cada arbusto estaba plantado y esculpido con un primor de códice miniado. Chuquet comprendió que aquellos personajes y animales de hierba estaban dispuestos como en una alegoría; un simple paseo por aquel edén decía más sobre la vida de los hombres que un voluminoso manuscrito. Ni un solo copo de nieve o pizca de escarcha maculaba las ramas o la alfombra de césped. Día tras día, los jardineros se afanaban en quitar o fundir cualquier partícula blanca para conservar el esplendor primaveral de aquel oasis. Los ahusados cipreses eran de una esbeltez y una tiesura asombrosas. Tanta verdura en pleno invierno rayaba en lo milagroso.

En lo alto del claustro, Chuquet vio el inmenso palomar del arzobispado, entre cuyas rendijas se entreveían palomas mensajeras, fuertes y bien alimentadas.

El vicario llevaba la caja con las reliquias de monseñor Haquin cuidadosamente sujeta bajo el brazo. Se había guardado de revelar su contenido a nadie.

Llegó ante un mostrador de recepción. Un joven dominico atendía a los solicitantes.

—Soy el hermano Quatremére —dijo el joven—. ¿En qué puedo serviros?

—Me llamo Chuquet. Soy el vicario de la diócesis de Draguan.

—¿Draguan? Es la primera vez que oigo hablar de ella. ¿Qué deseáis?

—Vengo a informar del… —Chuquet vaciló. No quería usar la palabra «asesinato» ante un extraño—… de la muerte de monseñor Haquin, nuestro obispo. —Quatremére anotó los datos en su libro.

—Y también deseaba ver a un tal monseñor Alcher de Mozat —añadió el vicario.

El nombre no provocó la menor reacción por parte del dominico, que se limitó a indicarle el número de una puerta de la panda oeste del claustro.

—Presentaos a Corentin de Tau, en el número 3.193. Es el maestro archivero. Conoce todos los nombres y todas las parroquias del reino; encontrará el expediente de vuestra diócesis y sin duda identificará a monseñor Mozat. A continuación, acudid a la oficina de registros del primer piso, para que consignen el fallecimiento de vuestro obispo y pongan en marcha el procedimiento reglamentario. Llevadles el expediente episcopal; les hará ganar tiempo.

Chuquet le dio las gracias y se dirigió a los archivos.

El vicario cruzó la Puerta 3.193 y se encontró en la Sala de los Comentarios. Era una pieza extraña, en la que no había más que cuatro pupitres para los escribientes y puertas, muchas puertas. Ni estanterías, ni paredes vacías, ni adornos; sólo dos estrechos ventanucos y una sucesión de puertas de madera barnizada. Chuquet contó doce. El lugar olía a cera para sellar y estaba iluminado mediante largas y delgadas velas de legista.

El maestro archivero estaba sentado a una pequeña mesa, inclinado sobre un montón de legajos. Corentin de Tau era un individuo menudo de sienes entrecanas, ojos penetrantes y expresión enérgica.

—¿Haquin? ¿De Draguan? —preguntó cuando Chuquet le explicó de dónde venía—. Draguan… —repitió—. ¿No es dónde encontraron a tres viajeros despedazados en un río hará un año?

Chuquet dio un respingo.

—En efecto. ¿Lo recordáis?

—Sí… Un hombre y dos niños. Una historia terrible… —El archivero ahuyentó la siniestra imagen con un gesto de la mano—. ¿Qué puedo hacer por vos, hermano?

—Vengo a hacer registrar el fallecimiento de mi señor. El monje de recepción me ha explicado que necesitaba el expediente de mi diócesis. También quería…

Pero, de pronto, Corentin de Tau adoptó una expresión atribulada.

Dos escribientes que garrapateaban sendos pergaminos pero al mismo tiempo no perdían ripio de la conversación levantaron la cabeza.

—¿Queréis el expediente de Draguan? —El archivista meneó la cabeza—. Seguidme.

Corentin de Tau abrió una de las misteriosas puertas de la Sala de los Comentarios. Para hacerlo, utilizó una enorme llave del manojo que colgaba del cordón de su hábito. El vano daba a una escalerilla de piedra que descendía a los sótanos del arzobispado. El pequeño monje empezó a bajarla con paso vivo. Los dos religiosos llegaron a una sala de techo bajo en la que se alineaban largas estanterías abarrotadas de legajos. El archivista cogió una tea encendida de un tedero situado al pie de la escalera y se volvió hacia Chuquet, que lo seguía con la lengua fuera.

—Hará poco más de un año —dijo el archivero—, el consejo del arzobispo me informó del incidente ocurrido en Draguan, en relación con tres asesinatos, tres cadáveres encontrados en un río. Como de costumbre, me pidieron el expediente de la diócesis para iniciar una investigación. —Corentin de Tau levantó la antorcha y mostró su inmensa biblioteca subterránea al vicario Chuquet—. Nos encontramos en una de las quince salas en las que se conservan los archivos episcopales del reino. Todos los documentos relacionados con los impuestos, la adjudicación de destinos, los procesos y los más diversos conflictos se guardan aquí, en tanto que duplicados de los originales de las parroquias. —El vicario paseó la mirada por los estrechos y polvorientos pasillos.

Corentin le explicó que aquellos archivos no eran secretos y que para consultarlos bastaba con la autorización del arzobispado. Los informes más recientes llevaban varios años de retraso respecto al día a día de las diócesis, por lo que en aquellas estanterías había pocos misterios asombrosos que desentrañar. Pero el archivero velaba escrupulosamente para que nada desapareciera ni se colara fraudulentamente entre sus papeles.

—Así pues, a petición de mis superiores, bajé aquí en busca del expediente de Draguan. Y, contra todo pronóstico, descubrí que no teníamos ni un solo dato registrado sobre dicha diócesis. Nada. —Corentin penetró en uno de los angostos pasillos sin dejar de hablar—. Se me hizo notar secamente que era un hecho tan escandaloso como comprometedor. Respondí que el expediente podía estar traspapelado en otro estante u otra sala. Lo cual, dicho sea de paso, no había ocurrido hasta la fecha. Pero bueno. Durante seis días, mis subordinados y yo removimos todos los archivos del arzobispado. Como lo oís: todos. No encontramos ni una mísera factura en la que figurara el nombre de la dichosa diócesis. Era como si jamás hubiera existido. Me disponía a redactar una embarazosa carta confesando el fracaso de mis pesquisas, cuando una orden, del puño y letra del propio arzobispo, me conminó a continuar la búsqueda sin ahorrar esfuerzos. Era una tarea más bien inútil, pero obedecí. La orden me concedía un poco más de tiempo para intentar descubrir lo que había podido pasar en mi servicio. Pues bien, unos días después vuelvo a bajar a esta sala, y ¿con qué me encuentro? ¡Con esto!

El archivero se detuvo ante una estantería que correspondía a la letra «D», levantó la antorcha hacia el estante superior y la acercó a los lomos de los volúmenes. Allí, entre «Drabes» y «Drezéres», había tres enormes legajos atados con gruesas correas en cuyos cantos podía leerse: «DRAGUAN».

—¡Imaginaos mi estupor y mi cólera! —exclamó el archivero—. Porque puede que el autor de la broma encontrara el modo de colarse en mi sótano a mis espaldas, pero desde luego subestimó mi memoria. Conozco mis expedientes perfectamente, mejor que nadie. He leído estos tres gruesos informes rotulados «Draguan». ¡Todo lo que contienen corresponde sin excepción a las diócesis de Magrado y Saint-Georges! Los documentos fueron copiados y burdamente compilados para hacer creer que se trataba de archivos nuevos. Era una superchería lamentable, que denuncié de inmediato. Los de arriba me respondieron que lo importante era haber encontrado los expedientes y que el resto apuntaba a una broma pesada pero sin más trascendencia. Cuando pedí los documentos relativos a los tres asesinatos recientes, para archivarlos convenientemente, se me dijo de forma vaga que ya no estaban en el arzobispado. Punto final. Renuncié a comprender.

»Como yo digo, mi trabajo no consiste en investigar, sino en clasificar. Ahí acaba mi papel.

—¿Y nunca habéis oído hablar de monseñor Haquin, obispo de Draguan?

—Ese nombre no me dice nada, pero si pertenece a un prelado de la Iglesia del reino, figurará en mis fichas. Debería poder encontrarlo. En fin, eso espero. ¿Qué información buscáis?

—Nuestro obispo era un hombre sumamente discreto. No sé nada sobre su pasado, y quisiera dar con su familia, para… para entregarle sus efectos personales.

Corentin se fijó en la caja de Chuquet.

—Comprendo. Veré lo que puedo averiguar sobre él. —Los dos religiosos volvieron a la Sala de los Comentarios.

—No obstante, tengo otra pista —dijo Chuquet—. Parece que un tal Alcher de Mozat también podría saber algo sobre monseñor Haquin. ¿Lo conocéis?

Corentin se encogió de hombros y sonrió.

—¡Todo el mundo conoce a monseñor Mozat, hermano! Es decir, todo aquel que tenga una cierta edad. Mozat se retiró de la vida activa hará seis o siete años. Ya es muy mayor. Estoy seguro de que lo encontraréis en su casa. No creo que haya dejado la ciudad. —El archivero le anotó la dirección de Mozat y le hizo un vale para el hostelero del arzobispado—. A juzgar por el barro de vuestras botas y el estado de vuestra tonsura, supongo que aún no habéis encontrado hospedaje en París. Con este vale, podréis alojaros en la hostería durante el tiempo que dure vuestra estancia aquí. Venid a verme mañana, a última hora de la tarde. Estoy seguro de que tendré alguna cosa sobre vuestro obispo.

Chuquet le dio las gracias y salió.

Apenas había echado a andar por la galería, cuando el maestro archivero le dio alcance.

—Me preguntaba… Sois la primera persona a la que conozco que al fin podría informarme sobre esa misteriosa diócesis de Draguan. ¿Qué tiene de particular? ¿Qué ocurre en ella para que se oculten de ese modo su expediente y sus patentes, incluso a un viejo archivero tan inofensivo como yo?

Chuquet se quedó pensando. Pensando, sin orden ni concierto, en el hombre de negro, el asesinato de Haquin, las cartas sin respuesta del obispo, el descubrimiento de la aldea maldita, el triple crimen del Montayou, la llegada del enigmático Henno Gui, las preguntas, los miles de preguntas que se hacían los fieles de la diócesis… Todo se confundía como en un mal sueño.

—Nada —respondió el vicario, que incluso adoptó una voz teñida de sorpresa—. Os aseguro que Draguan es una pequeña diócesis sin historia. No lo entiendo.

El archivero meneó la cabeza, como diciendo que tampoco él lo entendía, y regresó a su puesto.

Chuquet subió al primer piso y entró en la oficina de los registros. Allí atestiguó por escrito la muerte del obispo de Draguan. Cuando le preguntaron si podía acompañar su declaración con alguna prueba, entregó los tres anillos episcopales de la diócesis que servían de símbolo del ministerio y que ahora pertenecían al sucesor de Haquin. No dijo ni una palabra sobre las siniestras circunstancias que habían rodeado la desaparición de su señor. Cuando le pidieron el expediente de la diócesis, Chuquet tuvo que remitirlos a la oficina de Corentin de Tau.

Gracias al vale del archivero, el hostelero del arzobispado acomodó al recién llegado en una habitación del tercer piso. A primera vista, Chuquet la encontró incluso más amplia y más cómoda que la del obispado de Draguan, a pesar de que no era más que una celda de lo más modesta. La ventana daba al Sena y los tejados de París. Aún era temprano; la ciudad era un hervidero de actividad. Chuquet tenía pensado lanzarse de nuevo a la calle en busca de Mozat; pero, al ver el catre de tijeras, cambió inmediatamente de opinión. ¿Cuánto hacía que soñaba con dormir entre sábanas, tras días y más días de acostarse en el duro suelo? El vicario disimuló su preciada caja de madera bajo la cama y se acostó completamente vestido. Durmió de un tirón hasta bien entrada la mañana siguiente.