A la mañana siguiente al anuncio de ordalía presenciado por Henno Gui, todos los habitantes de la hondonada se afanaban en preparar la ceremonia. El cielo estaba cubierto; caían copos dispersos. Los tres sacerdotes prepararon una pira. Varios hombres fueron por agua al pantano, empaparon el suelo del cráter con el líquido sagrado y llenaron un gran caldero, que colocaron sobre el pequeño montículo en llamas. La ordalía estaba a punto de empezar.
—Por el fuego rojo que blanquea la piedra y ennegrece la madera —dijo el sabio de la túnica roja—; por el agua santa que cura la herida enrojecida y purifica la negrura del corazón, en el nombre de nuestras siete madres sagradas, pido a los dioses que desciendan entre nosotros.
Los aldeanos habían formado un corro alrededor de los sacerdotes, el hombre del casco de madera y el venerable que oficiaba la ceremonia. Tras la invocación, se hincaron de rodillas y, con la cabeza gacha y los puños apretados contra el corazón, esperaron en profundo silencio.
Cuando las primeras burbujas agitaron la superficie del agua, el anciano proclamó:
—¡El agua del pantano ha despertado!
Luego, con enorme cuidado, depositó dos grandes hojas secas en el caldero.
Apenas tocaron el agua, una espesa humareda se alzó del recipiente. Al cabo de unos instantes, las hojas se habían partido en cinco pedazos.
—Cinco dioses están entre nosotros —declaró el sabio solemnemente. Los aldeanos doblaron la espalda y pegaron la frente al suelo, más humildes y atemorizados que nunca.
En el interior del caldero, el agua hirviente iba metamorfoseando los trozos de hoja. Por momentos, sugerían perfiles de rostros. Toda la tribu empezó a murmurar oraciones propiciatorias con repetitivo fervor. El anciano cogió una escudilla de madera y, con suma delicadeza, sacó del caldero el primer rostro divino dibujado por el trozo de hoja. Cuando lo mostró a los ojos de todos, las rogativas redoblaron. Con infinito mimo, el sabio depositó en la nieve la milagrosa encarnación. Celebraba el acto del Tránsfuga. Mediante aquellos gestos, el gran sacerdote solemnizaba el tránsito de los dioses del cielo al mundo de los hombres.
Basándose en la forma de los trozos de hoja que había depositado en la nieve, el anciano identificó a los dioses de la Justicia, los Pantanos, las Estrellas, los Bosques y las Edades, y los enumeró para que todos los reconocieran.
—Por el agua que nos protege, respondednos, dioses —pidió de improviso—: El alma de nuestro hermano desaparecido, ¿se encuentra ya entre los muertos?
De pronto, como si respondiera a su pregunta, el caldero empezó a agitarse, y se oyó un grito desgarrador. La violencia del fenómeno hizo retroceder al mismo oficiante. Para todos los aldeanos, aquel grito era una manifestación del espíritu errante del muchacho.
Se produjo un largo silencio lleno de recogimiento y terror.
Los sacerdotes habían apartado el caldero del fuego y lo habían dejado sobre la nieve. El sabio cogió uno de los cinco rostros divinos y lo arrojó a las llamas. Al instante, una densa espiral de humo negro se elevó hacia el cielo. Toda la tribu la miraba con expectación. Durante unos segundos, la columna de humo onduló en el aire como un espíritu tratando de cobrar forma; de pronto, se ensanchó hasta adquirir un tamaño asombroso. En medio de las volutas grises apareció un dios magnífico, inmenso, sobrecogedor. Su torso, sus brazos, su hermoso porte y sus negros ojos se dibujaban nítidamente en la bruma. Los participantes en la ordalía no podían apartar la mirada de la fantástica visión. Estaban pálidos.
Esperaban que el inmenso dios se expresara, manifestara su voluntad con una señal.
La deidad no se hizo rogar. Extendió un brazo hacia el sur. Lo extendió tanto y tan deprisa que su cuerpo empezó a desvanecerse en el prolongado gesto, para volver a convertirse en simple humo…
En ese momento, los aldeanos oyeron un crujido en lo alto del precipicio.
Un movimiento.
Rápido.
Las cabezas se volvían en todas direcciones. Todo estaba inmóvil.
De pronto, uno de ellos soltó un grito.
Toda la tribu se quedó paralizada. En medio del humo del dios, que se desvanecía entre los árboles, vieron aparecer una figura, nítida y misteriosa.
Era Henno Gui.
Gui avanzó hacia el centro de la hondonada, en dirección al sabio y los sacerdotes. Estaba solo. Sostenía el bordón de madera en la mano derecha. A medida que se acercaba, los más asustadizos huían y desaparecían en el interior de sus chamizos.
El sacerdote había presenciado la ordalía desde lo alto. La había descifrado como se descifra un mito pagano o una leyenda campesina: las hojas no eran más que viejos pergaminos resecos y azufrosos; el grito sobrecogedor que había salido del caldero, la reacción del metal candente al depositarlo los sacerdotes en la nieve; los rostros de los dioses, pura sugestión, lo mismo que la transfiguración de la nube negra en deidad gigante. Y por supuesto el etéreo dios no había extendido el brazo; sencillamente, el viento había arrastrado el humo.
Ni corto ni perezoso, Henno Gui había aprovechado la oportunidad para hacer aquella entrada de carácter divino. El sobrecogimiento de los aldeanos sería su mejor protección.
Se equivocaba.
El hombre del casco de madera reaccionó violentamente ante la inesperada aparición. Se arrojó sobre el sacerdote.
A Henno Gui le bastó con extender la mano para que su atacante cayera de bruces sobre la nieve.
El segundo aldeano intentó atacarlo, seguido por el tercero. Recibieron el mismo castigo misterioso: cayeron al suelo antes de que pudieran acercarse al sacerdote. La fuerza sobrenatural del desconocido atemorizó a los aldeanos.
—¿Eres uno de los dioses? —le preguntó el sabio de pronto.
Henno Gui sabía que debía responder de inmediato y que probablemente su vida dependía de aquella única respuesta.
Esperaba que su aparición y sus misteriosos poderes asustaran a aquellos salvajes. En cualquier parroquia normal del reino, aquella demostración habría sobrecogido a la población, que se habría hincado de rodillas ante él. Pero el oficiante y los sacerdotes seguían impertérritos. Necesitaban algo más.
—No —respondió Henno Gui en la lengua de la tribu—. Pero sé lo que vuestros ídolos no han podido deciros.
El sacerdote levantó un brazo. En lo alto de la hondonada, al borde del precipicio, apareció el muchacho al que habían capturado Carnestolendas y él. El chico, que seguía llevando la cogulla de Henno Gui, empezó a bajar la pendiente.
Ante el regreso de quien creía muerto, el rostro del sabio se mudó al fin. Henno Gui acababa de desmentir a sus dioses.
—Y sé otras muchas cosas —añadió el sacerdote—. Cosas que ignoráis…
Los sacerdotes lo miraban inmóviles. Las armas habían dejado de apuntar a la aparición. Henno Gui tenía el corazón palpitante. Sabía que acababa de obtener una victoria, la primera. Había conseguido ganar tiempo. Y toda su estrategia estaba orientada a ese fin ganar tiempo, hacerse oír… Y escuchar.