La paciencia de Henno Gui se vio recompensada dos días después del descubrimiento del cráter. Al alba del tercero, el sacerdote distinguió la primera forma humana. Era un muchacho. Salió de la hondonada a toda prisa, tomó el sendero de la charca y pasó junto al abeto del sacerdote sin acortar el paso. Iba solo.
Henno Gui reaccionó con rapidez. Cuando el chico estuvo a una distancia razonable, saltó al suelo con Carnestolendas y lo siguió.
El muchacho se detuvo en la orilla del pantano.
No muy lejos, oculto entre la maleza, Henno Gui lo observaba sin perder detalle.
El desconocido tenía unos quince años y los miembros largos e hinchados por el frío. Se cubría con una curiosa prenda hecha de pieles atadas entre sí con una multitud de cordeles y muy ajustada al cuerpo. En apariencia, el muchacho no podía quitarse aquella extraña coraza animal. Henno Gui no había visto ni oído hablar de semejante vestimenta en su vida.
El aldeano se arrodilló ante la pequeña extensión de agua. Tenía en la mano un pellejo, un odre de cuero. Cogió una piedra alargada colocada junto al agua y rompió la fina capa que había vuelto a cubrir la zona de hielo roto. Henno Gui advirtió que el muchacho no se comportaba como un niño que llena distraídamente un odre de agua. Parecía actuar según un código ritual, con pausas y gestos coordinados. Sumergió el pellejo sin miedo a mojarse los antebrazos en el agua helada, lo sacó lleno del turbio líquido y volvió sobre sus pasos, tan ligero como a la ida. No pasó más que a tres codos de Henno Gui y Carnestolendas, que permanecían ocultos en el monte bajo.
Los dos hombres siguieron al muchacho hasta el borde de la hondonada.
El sol empezaba a asomar por encima de los árboles. El lobo de Carnestolendas rondaba por allí, a prudente distancia, más nervioso que el día anterior. Algo había cambiado radicalmente en el gran cráter blanco.
Bajo las techumbres, la hondonada era un hervidero de actividad. Al fin, Henno Gui pudo ver a sus feligreses. Todos los hombres se cubrían con la misma vestimenta que el chico, sujeta con cordones y apretada alrededor del cuerpo como una segunda piel. Llevaban el pelo largo y desgreñado y el rostro oculto bajo enmarañadas barbas. Sus idas y venidas permitieron al sacerdote comprender mejor la disposición del poblado. Los refugios estaban construidos contra las paredes de la hondonada y seguían su redondeado contorno. Un amplio y despejado círculo constituía el centro del poblado. Fue en aquella especie de plaza donde el sacerdote vio reaparecer al muchacho, que dejó el odre de agua en medio, sobre la nieve. Al instante, uno tras otro, los hombres y las mujeres de la tribu se acercaron a humedecerse la frente con el turbio líquido. El misterioso gesto tenía, una vez más, todo el aspecto de un rito religioso. Una atmósfera de temor, una extraña tensión, rodeaba la enigmática ceremonia. Henno Gui observó que las mujeres vestían igual que los hombres. Sólo una llevaba un brial corriente, amplio y grueso. Estaba embarazada. El sacerdote contó siete hombres, once mujeres y dos niños. Veinte almas. Según las cuentas de Chuquet, y también según las suyas (basadas en el número de cabañas de la aldea), faltaba gente. Pero al cabo de unos instantes, otros cuatro hombres se unieron a la comunidad. Los recién llegados se distinguían claramente del resto. El primero era más alto y tenía un aspecto imponente. Llevaba una especie de gran casco de madera tallado para adaptarse a su cráneo y una extraordinaria variedad de adornos de metal y hueso colgados del cuello. Su barba era más larga y estaba más cuidada. Hombres y mujeres se apartaron a su paso. Los tres individuos que lo escoltaban llevaban la cabeza y la cara rapadas y vestían largas túnicas claras y muy gruesas. Cargaban cada uno con un saco de tela. Henno Gui supuso que eran tres religiosos, hechiceros que regían la vida espiritual de la tribu. Los tres hombres se arrodillaron ante el odre que había traído el muchacho. Henno Gui oyó algunas palabras y retazos de frases. Hablaban un dialecto incomprensible.
Los sacerdotes abrieron sus respectivos sacos. Solemnemente, empezaron a sacar guijarros y sumergirlos uno tras otro en el agua del pantano. Todo el mundo los miraba con reverencia.
Henno Gui reconoció las piedras.
—Han vuelto a la aldea —murmuró—. Lo sabía. —En la hondonada, los extraños sacerdotes seguían sumergiendo con gran pompa los añicos de las estatuillas que había destrozado Henno Gui. Por anodino que pudiera parecer, estaba claro que aquel gesto tenía una importancia capital para los aldeanos—. No sé qué misteriosas virtudes atribuirán a esa agua sucia y maloliente —dijo Henno Gui—, pero no cabe duda de que la consideran sagrada.
Cautelosamente asomados al borde del precipicio, los dos hombres siguieron observando la silenciosa ceremonia.
El sacerdote tardó otros tres días en elaborar una estrategia. Durante todo ese tiempo, se mantuvo oculto de los aldeanos y siguió observándolos desde el árbol.
Al alba del cuarto día, Henno Gui puso en práctica su plan. Todas las mañanas, el muchacho del poblado acudía a la charca para aprovisionar de agua sagrada a los «sacerdotes». Ese día, Henno Gui y el gigante le cortaron el paso y se arrojaron sobre él. Sofocaron sus gritos y lo subieron a la plataforma del abeto.
No dejaron ninguna huella del secuestro.
El bosque recobró la calma del amanecer…
En lo alto del árbol, los dos hombres amordazaron y ataron fuertemente al muchacho. Carnestolendas se las vio y se las deseó para desatar todos los cordones de su extraño traje de pieles y despojarlo de él. El chico tenía todo el cuerpo cubierto de desolladuras y herpes. Ahora el sacerdote estaba seguro de que los aldeanos no se quitaban aquella vestimenta en todo el invierno. Debía de ser un hábito indumentario o una norma religiosa. Henno Gui le aplicó varios ungüentos, le puso la cogulla de repuesto y lo cubrió con gruesas mantas.
El joven prisionero miraba a sus captores y el lugar en el que lo retenían con ojos desorbitados. Al principio, intentó debatirse y gritar, pero fue en vano. Gruesas gotas de sudor le resbalaban por las sienes. El chico apretaba las mandíbulas como un reo sometido a tortura.
Henno Gui había calculado perfectamente lo que el secuestro debía reportarle e inició su investigación de inmediato. Primero, procuró tranquilizar al prisionero, ganarse su confianza. El sacerdote quería comprender y aprender cuanto antes la lengua, el modo de expresión utilizado por los aldeanos, y aquel chico era la única persona que podía ayudarle a conseguirlo, contra su voluntad en caso necesario.
Henno Gui empezó proponiéndole palabras cortas y genéricas, muy sencillas y bien articuladas. En primer lugar, escogió la palabra «Dios», partiendo de la primitiva raíz latina y descendiendo poco a poco toda la escala etimológica de dicho fonema hasta la versión francesa contemporánea, sin olvidar los dialectos regionales ni las formas provenzales y catalanas. Para su enorme sorpresa, el muchacho no reaccionó ante ninguna de aquellas variantes. Henno Gui estaba un tanto decepcionado. A continuación, eligió una palabra más fácil de delimitar y sin duda menos sujeta a los caprichos del entendimiento. Partió de la fuente latina edere: «comer». No hizo ningún gesto, ninguna pantomima que pudiera revelar el significado de aquella palabra al muchacho. A continuación, hizo seguir al vocablo el mismo recorrido etimológico. Los ojos del prisionero parpadearon por primera vez cuando el sacerdote pronunció el término en occitano. Por último, Henno Gui utilizó una breve mímica para confirmar el significado de la palabra. El aldeano asintió con la cabeza.
El sacerdote repitió la operación una y otra vez. Pronto quedó claro que las palabras de su lista etimológica próximas a la versión occitana despertaban el interés del muchacho indefectiblemente. A fuerza de ejercicios, el chico acabó comprendiendo las intenciones del sacerdote y se dejó atrapar por el juego.
La victoria fue breve. Cuando Henno Gui probó a juntar algunas palabras sencillas y formar frases cortas, topó con una absoluta falta de respuesta. La cosa no hizo más que empeorar cuando intentó introducir verbos. Entre los dos hombres se había alzado una inesperada barrera gramatical.
Henno Gui comprendió que no podría descubrir nada más por sí mismo. Tenía que hacer hablar al prisionero.
Le quitó la mordaza. El gigante estaba junto al muchacho, con el filo del machete bien a la vista, listo para saltar sobre él al menor grito.
El sacerdote cogió la pluma y el fajo de hojas en las que escribía a diario.
Tras un infructuoso intercambio de palabras sueltas, el muchacho pronunció al fin la primera frase con un hilo de voz.
El sacerdote se apresuró a transcribir fonéticamente lo que acababa de oír: las palabras perdre, saçvoir, pere y premier o prime.
Estrechamente vigilado, el muchacho siguió murmurando frases que el sacerdote anotaba frenéticamente, procurando transcribir todos los fonemas que captaba su oído.
Cuando Henno Gui volvió a amordazar a su prisionero tenía cinco hojas llenas de apretadas notas.
A continuación, se retiró a un rincón de la plataforma y estudió las frases una tras otra. Se pasó la noche descifrándolas.
Al amanecer, tras barajar audaces teorías y aventurados emparejamientos, y poner a prueba la totalidad de los conocimientos filológicos y gramaticales que tanto habían impresionado a sus profesores de París, había dado con la clave.
El resultado de su investigación superaba con creces sus hipótesis más arriesgadas. Henno Gui, tan poco dado al asombro, no pudo reprimir el entusiasmo ante el insólito descubrimiento.
—El vocabulario que utiliza el chico procede del occitano —le explicó a Carnestolendas—. La pronunciación y la atribución de géneros están alterados, pero el origen es indudable. En cambio, la construcción de las frases… ¡sigue las normas del latín clásico!
Aquel matrimonio contra natura de dos lenguas tan alejadas resultaba desconcertante. Era imposible que semejante mutación se hubiera producido espontáneamente o que tuviera un origen regional o antiguo.
Henno Gui intentó construir mentalmente frases de su propia cosecha para ir familiarizándose con aquella nueva gramática y sus insólitas combinaciones.
Tras una larga serie de fracasos, el sacerdote y el muchacho intercambiaron al fin las primeras frases. El instante los sumió en idéntico pasmo.
El día anterior, la desaparición del muchacho había sembrado el desconcierto entre los aldeanos, que enviaron a cinco hombres tras las huellas del joven aguador. Encabezaba la partida el individuo del casco de madera y los aparatosos collares. El pequeño grupo armado descendió hasta el pantano sin descubrir el escondite de Henno Gui y el gigante.
En la orilla, el sacerdote les tenía preparada una sorpresa. Los aldeanos sólo encontraron un indicio de la presencia del muchacho: el odre de cuero. Estaba vacío, abandonado sobre la nieve. Pero no fue eso lo que más les llamó la atención. Sobre el hielo, los cinco hombres descubrieron una gran mancha de sangre. Parecían los vestigios de un sacrificio. Junto a la orilla seguía habiendo una zona sin hielo, que recordaba una gran boca abierta. Los labios de esa boca estaban cubiertos de sangre. Hasta el agua estancada estaba roja. La imagen era escalofriante: era como si aquellas «fauces» hubieran devorado, despedazado una presa.
El hombre del casco recogió el odre del muchacho y volvió al poblado a toda prisa seguido por sus hombres. Su descubrimiento sumió a la tribu en un estupor y un silencio aterrorizados. Un grito de mujer dio a entender que la madre del adolescente acababa de recibir la increíble noticia. Todo el mundo regresó al fondo de los refugios.
Finalizado con éxito el estudio de la lengua de los aldeanos por parte del sacerdote, le llegó el turno al gigante, que se apoderó de la vestimenta del muchacho y empezó a rellenar los disparejos trozos de pieles, sujetos entre sí por innumerables cordoncillos trenzados, con tierra blanda y hojas secas, hasta darles la apariencia de una figura humana. Cuando el monigote estuvo listo, Carnestolendas abandonó el refugio y se dirigió a la hondonada.
A la mañana siguiente, la tribu descubrió una reconstrucción del desaparecido en pleno centro del poblado. Todos los aldeanos que Henno Gui había visto hasta entonces se acercaron atemorizados al extraño espantapájaros.
Fue en ese momento cuando el sacerdote descubrió a un personaje totalmente nuevo. El vigésimo quinto. Avanzaba lentamente ayudándose de un bastón que le sacaba varias cabezas. Como el resto de los hombres, llevaba el pelo largo y una espesa barba. Sus maneras eran aún más solemnes que las de los sacerdotes y el hombre del casco. Vestía una enorme y descolorida capa amarilla y roja. Aquel anciano tenía el aspecto y la dignidad de un sabio. Henno Gui lo observó con una sonrisa triunfal. Era el hombre al que esperaba.
Los aldeanos se apartaron respetuosamente ante el recién llegado. El anciano se detuvo ante el monigote y lo observó detenidamente, en silencio. Luego miró al cielo. El sol de la mañana asomaba lentamente sobre las copas de los árboles. De pronto, cuando sus rayos penetraron en la hondonada, el «jefe de la tribu» hincó el bastón en la nieve a unos centímetros del monigote, caminó sobre la sombra rectilínea que arrojaba sobre la nieve y, al llegar a la punta, hizo una señal en el suelo.
Henno Gui lo observaba intrigado.
—Or da liéa! —exclamó el sabio de pronto alzando los brazos al cielo.
Ante la sobrecogida tribu, el anciano repitió la invocación otras dos veces con voz ronca y tonante. El eco llevó aquellas silabas hasta el abeto del sacerdote y mucho más lejos. Henno Gui las oyó con gran claridad.
—¡Una ordalía! —murmuró.
Sus labios esbozaron una amplia sonrisa de satisfacción. Carnestolendas lo miraba sin comprender.