El vicario Chuquet avanzaba penosamente hacia París. En invierno, los grandes caminos eran los más peligrosos del reino. El frío y la nieve retenían a los soldados y los guardias de a caballo en el interior de las ciudades. Las bandas de malhechores tenían las manos libres para atacar todos los convoyes que cometían la imprudencia de ponerse en marcha sin escolta. Ningún vehículo que no viajara fuertemente custodiado atravesaba aquella región sin topar con al menos una o dos partidas de bandoleros. Una quincena de jefes de clan, con su ejército de facinerosos, se repartía todos los caminos. Nadie escapaba a su vigilancia. Nadie, salvo un pequeño coche. Un coche que, sin embargo, no contaba con la protección de un destacamento de guardias; un coche cuyo cochero no portaba armas ni pendón señorial. Los salteadores lo dejaban pasar sin molestarlo. Incluso lo evitaban y prevenían a sus compinches a lo largo del camino. Aquel coche sólo contenía una caja de madera sellada. Un muerto. Un obispo.
Chuquet avanzaba al paso. Hasta ese momento, su peregrinaje había sido caprichoso y arriesgado. Sabía que debía su supervivencia al ataúd de Haquin y a la superstición de las gentes del camino. En esos tiempos, un cadáver era mejor protección que una guarnición de soldados. Los malhechores carecían de fe, pero jamás habrían tocado un ataúd o a su portador. El miedo a los muertos, los aparecidos y las maldiciones hacía huir a los más temerarios. Pero si ahuyentaba a los hombres sin ley ni Dios, también alejaba a las almas caritativas. Aquel cadáver de obispo, que recorría los caminos del reino en pleno invierno, asustaba a todo el mundo. Su presencia en descampados y poblados era demasiado insólita para no despertar sospechas. Aquel cuerpo que vagaba en busca de tumba sembraba la alarma a su paso. El vicario Chuquet vio rechazadas sus peticiones de ayuda por miedo al difunto en numerosas ocasiones. Que el féretro contuviera a un ministro de Dios no hacía más que aumentar el temor de la gente. Chuquet acabó mintiendo sobre la molesta identidad de su superior, al que convirtió sucesivamente en militar, hidalgo, mujer, niño… Pero no le sirvió de nada. Ni en los monasterios lo recibían con agrado. Cuando, entre La Pitié-aux-Moines y Fréteval, se le rompió un eje al chocar con el tocón de un árbol, el vicario no encontró a nadie que le echara una mano. Tuvo que repararlo solo, como Dios le dio a entender, y proseguir su camino a un paso aún más cansino que hasta entonces. No hacía más de dos leguas al día.
A esta contrariedad, vino a unirse otra. En Draguan, los monjes Méault y Abel no habían sellado bien el ataúd de monseñor. El frío había retrasado la descomposición del cadáver, pero no la había frenado. Del fondo del habitáculo cubierto, en el que el pobre Chuquet se refugiaba del viento y la nieve durante la noche, empezó a salir un hedor insoportable. El vicario llegó a desatar el féretro, con intención de dejarlo fuera durante la noche, en dos ocasiones. Pero los aullidos de los lobos, atraídos por la pestilencia del cadáver, lo disuadieron de continuar. En su desesperación, se le ocurrió otra idea descabellada. Rompió la tapa del ataúd y pasó todo un día llenándolo de tierra. La arrancaba penosamente, arañando el suelo bajo la nieve. La hazaña no le concedió más que cuatro días de respiro. Al quinto, el hedor volvió a hacerse sentir, más intenso que antes. A los malhechores que ponían en duda la naturaleza del extraño cargamento les bastaba con acercarse unos pasos para dar crédito al vicario. Pronto, el olor se hizo tan insoportable que el coche ya no podía parar en las posadas ni atravesar las poblaciones. A la entrada del pueblecito de Dammartin, Chuquet tomó una determinación.
El vicario escondió el coche en un matorral espeso y apartado, cerca de un riachuelo. Luego, desenganchó los tres caballos y se dirigió hacia el pueblo a pie, tirando de las riendas de los animales, tras asegurarse de que el vehículo no podía verse desde el camino.
Una vez en Dammartin, Chuquet entró en la primera posada.
—¿Queréis una habitación? —le preguntó el posadero.
—No. Estoy de paso. Sólo quiero un poco de avena para mis caballos.
—¿Vuestros caballos? Pues, ¿cuántos traéis, hermano?
—Tres. —Era evidente que el buen hombre no solía ver a religiosos viajando solos con tres animales y sin equipaje—. Unos bandoleros se han llevado mi coche —mintió Chuquet para apaciguar sus suspicacias—. ¿Dónde está la casa parroquial? El posadero le indicó un pequeño edificio a dos calles de la iglesia.
Un joven diácono de diecisiete años le abrió la puerta de la parroquia. La pequeña habitación a la que lo hizo pasar estaba impoluta. Casi demasiado limpia. En la chimenea había un gran caldero, pero el fuego estaba apagado y en el hogar no había ceniza. Aquella casa no estaba habitada.
—Soy el padre Chuquet, en viaje a París. ¿Dónde está el párroco?
—El padre Senelier no está en el pueblo —respondió el muchacho.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé, padre. Sólo estuvo aquí una vez, hace un año. Viene poco.
El diácono le explicó que, en el norte, la capital y el Louvre atraían a muchos sacerdotes ambiciosos, que dejaban abandonadas sus parroquias para hacer carrera en París.
—Entonces, ¿quién se ocupa de la iglesia y los fieles en su ausencia? —preguntó Chuquet.
—Yo —dijo sencillamente el muchacho.
—¿Y las misas? Tú no estás autorizado para oficiar, hijo mío. ¿Qué hacéis?
—En el pueblo de Gomerfontaine, a dos leguas de aquí, todavía hay un sacerdote anciano. Nuestros fieles van a su iglesia para confesarse y recibir los sacramentos.
—¿Cómo te llamas?
—Augustodunensis, padre. Pero todo el mundo me llama Auguste.
Chuquet observó al joven diácono. No era más que un muchacho, pero su mirada y su tono de voz tenían el aplomo de un adulto. Estaba claro que se tomaba muy en serio sus deberes parroquiales, y no parecía, que la situación lo superara en absoluto.
—Necesito que me ayudes —le dijo el vicario—. No te entretendré mucho. Necesito que me prestes ese caldero, un cazo, todo el vinagre que tengas, un hacha y un eslabón para hacer fuego. Consigúeme todo eso y ayúdame a llevarlo al bosque.
—¿Al bosque? Pero…
—No discutas. Tienes que ayudarme. Lo entenderás más tarde.
Auguste obedeció. Reunió todo lo que le había pedido Chuquet y lo ayudó a cargarlo en una pequeña carreta, a la que enganchó la mula de la parroquia. Los dos religiosos abandonaron el pueblo procurando no llamar la atención.
El vicario condujo la carreta hasta el bosque y la detuvo cerca del coche.
De inmediato, preparó un gran fuego con ramas secas y puso a calentar el caldero, que había llenado en el riachuelo ayudado por el diácono. Cuando el agua empezó a hervir, Chuquet le vertió encima las tres jarras de vinagre que le había conseguido Auguste. El joven diácono lo observaba intrigado.
Fue entonces cuando el vicario se acercó al coche y abrió la portezuela. De pronto, Auguste percibió el hedor del cuerpo en putrefacción y vio el ataúd. Chuquet arrancó la tapa de un tirón. El muchacho no daba crédito a sus ojos. El cuerpo de Haquin estaba parcialmente cubierto de tierra, pero bajo ella se percibía un misterioso movimiento, como si el cadáver siguiera alentando. Era el hormigueo de las larvas. Ante el horrible espectáculo, el vicario le explicó su historia: el motivo de su viaje, las penalidades del camino y la identidad del muerto.
—No puedo entrar en París en estas condiciones. Me apedrearían de inmediato o, lo que es peor, la muchedumbre podría tomarla con los restos del obispo. No tengo elección.
En Passier, en su juventud, Chuquet había presenciado la conversión en reliquias de los restos de un santo, canonizado al poco de morir. Una vez extraídas las vísceras y desmembrado el esqueleto, los trozos de huesos se guardaron en relicarios y se enviaron a los cuatro rincones de la cristiandad, precedidos por su milagrosa reputación. La extraña ceremonia había traumatizado tanto al joven Chuquet que su memoria conservaba frescas las imágenes, los ruidos e incluso los olores de la operación.
Los dos hombres volcaron el ataúd. La tierra se esparció por la nieve y el cuerpo apareció en toda su podredumbre. La piel estaba levantada, agrietada, comiscada, cubierta de una podre amarillenta en la que se agitaban los gusanos. La putrefacción se había extendido a todo el cuerpo. Un enorme agujero atravesaba el abdomen del cadáver. La gusanera ya había licuado las entrañas. Era demasiado tarde para extraer las vísceras y el corazón del obispo; ya no existían. Los parásitos la habían emprendido con el cráneo fracturado de Haquin y desde allí se habían extendido por todo el cuerpo. El hedor era espantoso.
Ante semejante espectáculo, el muchacho habría podido huir. Pero se quedó. Era su homenaje a los restos del viejo obispo. Aprobó la decisión del vicario y se puso a su servicio.
Con la punta de los dedos y la repugnancia pintada en el rostro, Chuquet retiró los emblemas que portaba el cadáver. Le quitó la cruz pectoral de plata, dos valiosas cadenas y, no sin dificultad, los tres gruesos anillos episcopales que llevaba en la mano derecha.
A continuación, cogió el hacha que le había proporcionado Auguste y, sin vacilación, empezó a despedazar el cuerpo descargando un golpe tras otro sobre las articulaciones.
El vicario y el diácono recogieron los pedazos de brazos y piernas y los arrojaron al caldero de agua hirviendo.
Tuvieron que esperar largo rato para que la cocción de vinagre hiciera su trabajo. Poco a poco, la piel se despegó de los huesos y fue ascendiendo a la superficie a tiras, que arrastraban consigo trozos de músculos o nervios. De vez en cuando, Chuquet recogía los viscosos residuos con el cazo y los diseminaba por el bosque. Cuando los tejidos dejaron de emerger, el vicario volvió junto al cadáver. El monje perdió la cuenta de los hachazos que hubo de asestar para segmentar las costillas y el tórax del obispo. Tras apartar los restos de vísceras con el pie, Chuquet sumergió el tronco de monseñor Haquin en el agua hirviente.
Una vez más, hubo que esperar. Auguste avivaba el fuego regularmente. Pasaron dos horas. Decenas de cazos llenos de pellejos reblandecidos y entrañas hervidas fueron a parar a los matorrales circundantes. Parecía que el esqueleto del obispo no acabaría nunca de deshacerse de su envoltura. Chuquet esperó un poco más y decidió acelerar la operación.
Los dos religiosos levantaron el caldero y lo volcaron totalmente. El rosáceo y pestilente caldo fundió la nieve y fluyó hasta el riachuelo. Sobre la tierra empapada, los huesos de Haquin parecían un montón de leña menuda. Algunos estaban mondos, totalmente limpios y blancos, pero otros conservaban nervios y jirones de carne cocida.
Los dos hombres acarrearon los huesos hasta la orilla del riachuelo. Arrodillados y en silencio, el vicario y el joven diácono lavaron cuidadosamente, hueso a hueso, el esqueleto de monseñor Haquin en el agua pura del arroyo.
Al anochecer, Chuquet había conseguido reunir todos los fragmentos de la osamenta del obispo en una caja rectangular de algo menos de un metro de largo. Era de madera corriente y la utilizaba para guardar pequeños objetos. El vicario tuvo que apretar los huesos para que cupieran todos.
Luego, tomó el camino de Dammartin en compañía de Auguste. Ninguno de los dos había abierto la boca desde el comienzo del ritual. Al llegar a la casa parroquial, encendieron la chimenea y se sentaron a la mesa. Tenían las manos cubiertas de sabañones. Permanecieron largo rato al amor del fuego, en silencio.
Al fin, Chuquet anunció al muchacho que iba a continuar su viaje. Antes de partir, le dio un fuerte y prolongado abrazo. Las palabras de adiós parecían innecesarias. Prefería hacerle un regalo. Sacó de su cogulla la gran cruz de plata que había retirado del pecho del obispo y se la tendió.
—Gracias —se limitó a decir—. Estoy seguro de que monseñor Haquin, mi maestro, ha visto tu bondad y tu coraje y, dondequiera que hoy se encuentre, te bendice por ellos. Conserva esta cruz en recuerdo suyo.
Poco después, a pesar de que era noche cerrada, el vicario volvió a la posada y recuperó sus caballos. Luego pagó y desapareció. Nunca se le volvió a ver por Dammartin.