En Heurteloup, la noche del domingo de la primera misa y la aparición del sacristán, Henno Gui decidió súbitamente abandonar la aldea. Su renuncia sorprendió a Floris. Pero ¿qué más podía esperarse tras el ataque de la mañana?
El sacerdote y Carnestolendas ataron a Premierfait al carretón encima de los bultos, que habían vuelto a embalar y cargar. El sacristán, sumido en la semiinconsciencia y el sufrimiento, se dejó hacer entre quejidos. Las correas y las gruesas mantas que lo cubrían amortiguaban las convulsiones que lo agitaban intermitentemente. Respiraba anhelante, con los ojos semicerrados y las facciones cada vez más marcadas por el dolor.
Llegado el momento de la partida, Henno Gui ya no dudó en utilizar las reservas de víveres de los aldeanos. Llenó de provisiones tres grandes capazos y volvió de la fuente con un gran odre de agua. Después cogió tres de los cirios que había confeccionado para la misa. Por primera vez, entró en las casas del pueblo. Eligió las tres que parecían más habitadas y, en cada una de ellas, dejó una vela encendida encima de una mesa. Luego, sin mover ni tocar nada, cerró puertas y ventanas. Los cirios eran altos y gruesos; resguardados de las corrientes de aire, tardarían al menos tres días con sus noches en consumirse.
Henno Gui volvió al carretón sin dignarse mirar las estatuillas que había destrozado horas antes.
Los tres hombres abandonaron la aldea. Al poco de internarse en el bosque, una sombra que se deslizaba entre los árboles les dio alcance. Era el lobo. El animal los seguía a unos pasos del carretón.
Súbitamente aliviado, Floris se felicitaba del prematuro regreso a Draguan. Pero al llegar al antiguo refugio de Premierfait, el árbol junto al que se habían despedido del sacristán diez días antes, Henno Gui detuvo la marcha.
—Ya hemos llegado —anunció inesperadamente dejando el zurrón y el bordón de peregrino apoyados contra el tronco—. Tú nos esperarás ahí arriba con Premierfait, Floris.
—¿Qué? ¿No volvemos a Draguan, maestro? Henno Gui negó con la cabeza.
—Este sitio es seguro. Te quedarás cuidando al herido.
El árbol de Premierfait estaba rodeado de abetos altos y delgados a los que era imposible trepar. Por ágiles que fueran los aldeanos, no podrían desplazarse de árbol en árbol en aquella parte del bosque.
—Premierfait fue muy astuto —observó el sacerdote—. Este árbol es espeso y está muy aislado. Me sorprende que tuviera tanta intuición. No hay sitio más seguro en las inmediaciones de la aldea.
A una indicación de Henno Gui, el gigante se acercó al carretón y lo ayudó a desatar al sacristán y dejarlo en el suelo, tapado con una manta. A continuación, cogió varias cuerdas, se encaramó al árbol y desapareció entre las ramas.
—¿Qué pensáis hacer, maestro? —le preguntó Floris a Henno Gui.
—Descubrir el escondrijo de esos salvajes y pagarles con la misma moneda. Querían aterrorizarnos. Muy bien. No lo han conseguido. Ahora el susto se lo vamos a dar nosotros.
—¿Por qué? ¿Y cómo?
—Todavía no lo sé. Sin duda, el único modo de conocer las normas y las costumbres de una comunidad tan cerrada como la suya es provocar el desorden. El menor desequilibrio los obligará a mostrarse tal como son. Así que voy a sembrar el caos en esa pequeña tribu, dondequiera que se esconda. Su reacción me ayudará a dar con la solución o la estrategia que seguir.
—Si no os atrapan antes… —murmuró Floris.
—Sí… Aunque… Si hubieran querido matarnos, ya nos habrían hecho picadillo.
—Y, mientras tanto, ¿qué hago yo con Premierfait?
—Dale agua. Mucha agua. He llenado este odre para vosotros dos. El pobre no sobrevivirá a sus heridas por mucho tiempo. Pero tal vez vuelva en sí durante unos instantes. Si es así, quiero que lo interrogues lo más cuidadosamente que puedas. Debieron de capturarlo poco después de que nos dejara; sin embargo, sus heridas son recientes. ¿Qué ha averiguado durante el tiempo que ha pasado entre ellos? ¿Qué ha visto? ¿Cómo han reaccionado ante él? Anótalo todo, es importante.
—Pero… ¿y si muere? ¿Quién le dará los últimos sacramentos?
—No te preocupes —respondió el sacerdote—. Ya los ha recibido.
Al oír aquello, Floris recordó que el sacerdote murmuraba frases incomprensibles mientras operaba al sacristán.
Henno Gui se acercó al carretón y abrió el paquete que contenía sus libros.
—Toma —le dijo a Floris tendiéndole un rollo de hojas cuidadosamente atado—. Es un ejemplar del Libro de los sueños, que algunos atribuyen al profeta Daniel. La autoría es discutible, pero la obra es de calidad. Es un tratado que permite interpretar el origen y el significado de los sueños. Los temas están ordenados alfabéticamente. Seguramente, Premierfait delirará y hablará en voz alta durante su agonía. Anota sus palabras y consulta el libro.
Carnestolendas bajó del árbol.
—Es un buen sitio, maestro —aseguró—. Podemos subir al herido a dos toesas de altura. Premierfait se preparó un buen refugio. Incluso hizo una cavidad en el tronco, en ella podemos resguardarlo. Hay unos roblones de hierro clavados al tronco. Disponemos de suficiente cuerda para subir al sacristán y de sitio para guardar todas nuestras cosas.
Los tres hombres tardaron veinte minutos en subir al herido, que soltaba escupitajos sanguinolentos a cada sacudida.
El sacerdote y sus compañeros subieron los bultos uno tras otro y los metieron en el hueco del árbol o los ataron a las ramas. Obedeciendo a Henno Gui, el gigante destrozó el carretón y esparció las astillas por los alrededores para no dejar rastro. Luego, cogió una manta y barrió la tierra en torno al árbol hasta borrar todas las pisadas.
El lobo seguía allí. Observándolo todo. Sentado sobre las patas traseras, a un tiro de piedra de los humanos.
—Pasaremos la noche aquí —dijo el sacerdote.
Henno Gui y Carnestolendas se reunieron con Floris y Premierfait en lo alto del árbol.
Desde aquel puesto de observación, casi podían ver los tejados de Heurteloup, a lo lejos. Pero algunos árboles habían crecido demasiado. Si hubieran sido más jóvenes, el campo de visión habría abarcado la aldea y el inmenso marjal.
—Te prohíbo terminantemente encender fuego —le dijo el sacerdote a su discípulo—. Y no te muevas de aquí. Tienes provisiones para ocho días.
Floris miró los dos capazos colgados de los roblones. La mayoría de los víveres estaban crudos o manidos.
—Si no hago fuego no podré cocinar…
—Exactamente. Es demasiado peligroso. ¿Tienes con qué escribir? —le preguntó Henno Gui abriendo su zurrón. Floris sacó una hoja y una pluma de su cogulla—. Hay mantas de sobra para el sacristán y para ti. Carnestolendas y yo sólo nos llevaremos lo imprescindible. En cuanto a las heridas de Premierfait, utiliza estas hierbas —dijo el sacerdote dándole dos hojas anchas y violáceas—. Mueles un trozo de hoja en un cuenco y le añades agua, después de templarla durante un rato en el hueco de las manos. Cuando la mezcla se vuelva amarillenta, se la aplicas con cuidado en las heridas en carne viva. Si aún sigue vivo dentro de tres días, tendrás que quitarle los hilos de las suturas. Cada vez que reabras una cicatriz, deberás aplicar el remedio a la herida. Si consigues que llegue al cuarto día, le habrás salvado la vida.
Durante la noche, el lobo se acercó al árbol y se acostó al pie del tronco, como anteriormente ante la puerta de la iglesia.
Al rayar el alba, el sacerdote y el gigante dejaron a Floris y Premierfait profundamente dormidos y bajaron de rama en rama procurando no hacer ruido. Carnestolendas miró abajo. El lobo había desaparecido.
—Se ha ido —murmuró.
—Bajemos.
Los dos hombres saltaron al suelo. Carnestolendas llevaba un gran saco de lona. Durante la noche, Henno Gui había preparado el equipo: víveres, varias cuerdas, papel y tinta y otra cogulla de sacerdote. La carga estaba repartida entre las espaldas de ambos hombres.
—Ha llegado el momento —dijo Henno Gui avanzando sobre las huellas frescas que había dejado el animal en la nieve—. Sigámoslo. Los dos hombres se lanzaron en pos del lobo.
—Sólo hay dos posibilidades —aseguró Henno Gui al cabo de unos instantes—. O nos lleva a su guarida o al escondrijo de los aldeanos. Si no nos conduce hasta ellos, tendremos que volver sobre nuestros pasos y buscar marcas en los árboles de alrededor de la iglesia.
—No hay huellas humanas —dijo Carnestolendas recorriendo la nieve con la mirada.
Las pisadas del lobo se entrecruzaban con otras similares.
—El animal pasa por aquí todas las mañanas —dijo el sacerdote—. No corremos ningún riesgo. Aunque vayan a un refugio, los animales nunca toman el mismo camino que los hombres. Si nos lleva hasta los aldeanos, no nos verán llegar.
Al cabo de unos minutos, los dos hombres alcanzaron al lobo. El animal estaba sentado a unos metros, inmóvil, con la cabeza vuelta hacia ellos.
El lobo los observó durante un buen rato. Luego reanudó la marcha tranquilamente, como si tal cosa. De vez en cuando, se volvía para mirarlos y mantener la distancia. Cuando el sacerdote y el gigante se quedaban atrás, el lobo retrocedía unos pasos, como si los esperara.
—Extraño animal… —murmuró Carnestolendas.
—Algunos padres de la Iglesia opinan que estas fieras salvajes tienen alma.
—¿Y quién puede dudarlo? —preguntó el gigante, que no era cristiano.
—Otros —siguió explicando Henno Gui— se empeñan en considerarlos endemoniados, instrumentos del diablo.
—¿Y vos lo creéis?
—¿Creerlo? Para mí, creer no es una opción. El diablo existe. Es bien sabido y bien conocido. Se manifiesta con demasiada frecuencia. En cierta ocasión, tres beatas le preguntaron a santo Domingo si el diablo existía realmente y si podía aparecérseles en carne y hueso para demostrarlo. El propio santo se tomó la molestia de llamar al demonio delante de ellas. Ese día, el diablo tomó la forma de un gigantesco gato negro. Las comadres se quedaron petrificadas. Me inclino a creer en la autenticidad de esa historia sobre santo Domingo y en la materialidad del demonio. Pero huelga decir que el santo no era un brujo ni un agente al servicio del Maligno para poder convocarlo de ese modo. Simplemente, ese día demostró algo ejemplar: el diablo existe en este mundo, pero sólo en la medida en que Dios lo permite. El Mal, lo entendamos o no, forma parte de la Creación. Para hacer aparecer ese monstruoso gato negro, santo Domingo no invocó al diablo, como algunos supersticiosos podrían creer, sino a Dios Todopoderoso. Y Dios le concedió esa extraordinaria prueba de su grandeza. De ese modo, se mostró por encima del Mal, superior a él. Por supuesto, las tres beatas no entendieron nada.
—Pero, entonces, ¿ese lobo…?
—Si se comporta como un demonio o un alma en pena, alguna explicación habrá. No debemos sorprendernos ante ningún suceso extraordinario.
Los dos hombres siguieron al lobo durante otros veinte minutos. El terreno era cada vez más abrupto. Henno Gui y Carnestolendas penetraron en una región montuosa, que continuaba resistiéndose a la invasión de los pantanos. Pero los aldeanos seguían sin dar señales de vida.
De pronto, el lobo desapareció al otro lado de una loma. Cuando alcanzaron la cima y miraron a sus pies, los dos hombres descubrieron una hondonada ancha y llana, totalmente despejada en mitad del bosque. Tenía la altura de unos cuatro hombres y unos sesenta metros de diámetro. Era un cráter impresionante, coronado por una muralla de árboles que arrojaban sus sombras sobre el fondo.
Prudentemente, el lobo torció hacia una trocha que descendía por la escarpada pendiente. El angosto sendero apenas era practicable para un animal ágil.
Henno Gui paseó la mirada por el hondón. No se veía ninguna señal de vida. La pequeña llanura estaba inmaculada y era tan lisa como el agua helada de un lago.
—Aquí no hay nada, maestro —constató el gigante.
—Es extraño —murmuró el sacerdote—. ¿Adónde nos llevará el lobo?
Henno Gui miró a su alrededor. Nada. El bosque se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los ojos del sacerdote volvieron a posarse en el animal, que había llegado al fondo de la hondonada y avanzaba sin temor sobre la alfombra de nieve. Todo parecía normal. El lobo olfateó el aire. ¿Qué buscaba? Ninguno de los dos hombres le quitaba ojo.
Pero de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció. Parecía haberse evaporado.
Henno Gui y Carnestolendas se quedaron boquiabiertos y se miraron sin comprender. ¿Dónde se había metido? Pasados unos segundos, el animal reapareció en el otro extremo de la hondonada tan misteriosamente como había desaparecido.
—En mi vida había visto una cosa parecida —gruñó Carnestolendas.
Henno Gui indicó al gigante que guardara silencio y señaló otro sendero que rodeaba el borde del precipicio.
Los dos hombres avanzaron con prudencia. Por segunda vez, el lobo desapareció ante sus ojos.
—Vámonos, maestro —dijo Carnestolendas, cada vez más nervioso—. Aquí no puede pasarnos nada bueno.
Henno Gui volvió a pedirle silencio y se acercó a un árbol. Como el de otros muchos en torno a la hondonada, su grueso tronco estaba misteriosamente inclinado hacia la pendiente. El sacerdote apartó la nieve y dejó la corteza al descubierto. Sin decir palabra, señaló un objeto a su compañero. Era una cuerda. Una gruesa cuerda fuertemente atada alrededor del árbol…
—¡Yo tampoco había visto algo así en mi vida! —exclamó el sacerdote, y sin más comentarios, se tumbó boca abajo al borde del precipicio—. Mira. —La cuerda caía a plomo y desaparecía en el interior de un agujero—. La mayor parte de la extensión blanca que ves ahí abajo no es el fondo del cráter. Son ramas entretejidas y dispuestas horizontalmente, como techos de tienda. La nieve que las cubre en estos momentos las hace totalmente invisibles.
Carnestolendas se tumbó a su vez al borde del precipicio y miró con atención. Poco a poco, sus ojos penetraron la penumbra y acabaron descubriendo el fondo de la hondonada al trasluz de las techumbres. Otras ocho cuerdas descendían hacia la nieve desde otros tantos árboles repartidos alrededor del cráter. A simple vista era imposible descubrir semejante camuflaje de troglodita.
—Ni los bárbaros de Orderico hicieron semejante proeza —dijo el sacerdote.
De pronto, el lobo reapareció en la hondonada. O más bien volvió a salir a la superficie.
—¿Cómo se sostiene todo eso? —preguntó el gigante—. ¿No hay ningún poste?
—Sí. Ya he visto tres. Se distinguen bajo las techumbres.
Henno Gui se levantó y volvió a señalar el árbol que servía de amarradero: un roblón de hierro clavado en el tronco sujetaba el primer nudo de la gruesa cuerda. Era idéntico a los que Carnestolendas había descubierto en el árbol de Premierfait.
—Entonces, no fue el sacristán quien construyó el refugio del árbol… —dedujo el gigante.
—No.
—¿Creéis que Floris está en peligro?
—Es un refugio abandonado. Si los lugareños siguieran utilizándolo, habrían descubierto a Premierfait el verano pasado. Lo que me preocupa no es eso, sino que esta gente, tan atrasada en apariencia, sea capaz de hacer roblones como éstos y, por tanto, de fundir metal. ¿De dónde lo sacan? ¿Y cómo se las arreglan para obtener suficiente calor para trabajar un material tan difícil?
Como los del árbol de Premierfait, aquel roblón estaba cubierto de roña y sujeto al tronco por cuatro grandes remaches.
—Si ese roblón lleva ahí décadas —dijo Henno Gui—, está demasiado bien clavado para que el crecimiento del tronco haya podido aflojarlo o nos indique cuándo lo colocaron.
—¿Estáis seguro de que los habitantes de la aldea están escondidos ahí abajo en estos momentos?
—Enseguida lo sabremos… —Los dos hombres recorrieron el borde del precipicio buscando un mejor ángulo de vista. Unos pasos más adelante, descubrieron un sendero que serpenteaba colina abajo y desaparecía entre los árboles. Henno Gui vio huellas humanas en el suelo—. ¿Responde esto a tu pregunta, Carnestolendas?
El sacerdote y el gigante siguieron la senda en dirección al bosque. Descendía en suave y larga pendiente y llegaba hasta la orilla de una pequeña charca. Era otra ciénaga. La más cercana al cráter. Henno Gui observó la superficie, que estaba completamente helada.
—Mira —dijo.
Alguien había roto unos diez codos de hielo a lo largo de la orilla. El agua estancada era verdosa y maloliente, como la que les había mostrado Premierfait al llegar a la región. Numerosas pisadas indicaban que los aldeanos solían acercarse allí.
—Aquí es donde deben de aprovisionarse de agua…
Los dos hombres volvieron sobre sus pasos. Por el camino, Henno Gui se fijó en un grueso abeto, viejo y lo bastante resistente para servir de refugio. La copa dominaba el cráter; desde el otro lado, se veía un trecho del sendero. Las ramas no eran tan gruesas y fiables como las del árbol de Premierfait, pero el denso manto de agujas disimulaba la parte superior del abeto y les permitiría ocultarse.
En un visto y no visto, Carnestolendas construyó una plataforma de ramas y la aseguró a media altura del árbol. Los dos hombres se instalaron en ella con sus mantas, sus cuerdas y sus provisiones.
A continuación, el sacerdote trepó hacia las ramas superiores con precaución hasta encontrar un puesto de observación que le permitía vigilar la hondonada y el sendero, que lo intrigaba tanto como aquélla.
—Es demasiado ancho y está demasiado bien dibujado en mitad de un bosque tan denso. No es natural.
El sacerdote se pasó el día al acecho. No vio nada. Los aldeanos —¿cuántos serían? ¿Veinte? ¿Treinta?— no dieron señales de vida. No oyó ningún ruido. Ninguna palabra. Henno Gui no abandonó su atalaya hasta la puesta del sol. Había seguido las idas y venidas del lobo, que a mediodía abandonó la hondonada y tomó el camino de la aldea, como de costumbre.