Un atardecer, en el largo camino que los llevaba a Roma, Gilbert de Lorris y su prisionero se detuvieron en medio de un espeso bosque, en el cruce de varios caminos, sin saber cuál elegir. Gilbert no veía ninguna indicación en su mapa y no recordaba haber pasado por allí a la ida. Tras muchas vacilaciones, optó por tomar el segundo sendero, más ancho y menos accidentado.
Poco rato después, hubo de admitir que se había equivocado. El camino se estrechaba como cuello de botella. La noche caía rápidamente, las sombras se apoderaban del bosque y el aire era glacial. Había que dar media vuelta de inmediato. De pronto, una extraña luz se encendió a lo lejos, entre los árboles. Era una luz sorprendente: hacía pensar en el cálido resplandor de los faroles de una posada o en el fuego de campamento de un pastor de las montañas. En cualquier caso, era una luz singular en unos parajes tan desiertos e inhóspitos como aquéllos.
—Vayamos hacia allí —dijo Aymard señalando la luz—. Si retrocedemos hasta la posta anterior, llegaremos en plena noche, muertos de frío, listos para el ataúd.
Por una vez, Gilbert, cansado tras la larga etapa, cedió a los argumentos de Aymard y aceptó continuar, aunque aquella luz era demasiado misteriosa para su gusto.
Los dos jinetes siguieron avanzando, evitando zarzas y sorteando baches cubiertos de nieve. Gilbert tenía la sensación de que aquel camino, que él mismo había elegido, no era más que una trampa o una broma pesada.
Al poco, pasaron junto a un pequeño letrero clavado al tronco de un árbol solitario. Rezaba así: «Posada de Román».
Los dos hombres reanudaron la marcha. Lo que encontraron al llegar a la luz los dejó estupefactos.
Era, efectivamente, una posada, magnífica, inmensa, iluminada por altos tederos, despejada de nieve. Surgida de la nada.
En la entrada encontraron cinchas nuevas para atar sus monturas, avena fresca y un abrevadero.
—¡Esto es lo que yo llamo una venta con clase, muchacho! —exclamó Aymard entusiasmado.
Como de costumbre, Gilbert ciñó el tobillo del prisionero con la argolla de hierro que le había dado Fabre y soltó la correa que lo retenía en la silla. Tras el edificio principal, el joven vio dos graneros y un establo. En los graneros se oían voces indistintas, pero Aymard ya había abierto la puerta de la posada, y Gilbert lo siguió al interior. El tintineo de una campanilla anunció la llegada de los dos viajeros.
Aymard y Gilbert entraron en una sala amplia, limpia y ordenada en la que flotaba un agradable olor a resina y sopa. Ante las impolutas mesas, los bancos estaban cubiertos de mantas de caballería. En los dos extremos de la sala, que estaba desierta, había dos mesas puestas, una con dos servicios y otra con uno.
Gilbert no había visto un establecimiento tan acogedor en todo el viaje. La madera, de color claro, era nueva; el suelo, liso y limpio, sin rastro de barro o paja.
—A veces, perderse no es tan malo —murmuró.
En ese momento, se abrió una puerta en la galería superior. Los dos viajeros vieron a un individuo rechoncho de aspecto bonachón y jovial, que empezó a bajar la escalera de caracol.
El hombre se plantó ante Gilbert y Aymard con sus sonrosadas mejillas y sus chispeantes ojillos.
—Sed bienvenidos, señores. Permitidme que me presente. Soy el señor Román.
El hijo de Enguerran soltó un resoplido burlón.
—¿Señor? —rezongó—. ¡Ya! ¿Y por qué señor, si puede saberse?
—¡Porque aquí mando yo, amigo mío! Me parece a mí que es razón suficiente. Entre estas paredes, no encontraréis a nadie más que a mí para ocuparse de la posada, aparte de mi mujer, Francesca, y mi perro Lucas. ¡Todo lo que pasa aquí es obra mía! Y, si tener semejante poder no es ser dueño y señor, venga Dios y lo vea. Pero ¿y vos? ¿Quién sois?
—Aymard de la Gran Cilla, en camino hacia Roma. El señor Román se volvió hacia Gilbert.
—Gilbert de Lorris, soldado de la guardia del Papa.
—Hummm… Me parece muy bien. Estoy encantado de recibir a unos jóvenes con tan buen nombre, tan buenas armas y tan buena salud. A fe que hace tiempo que no tenía tanta suerte. Hoy os han precedido otras dos comitivas. La primera acompañaba a un muerto y la segunda, a un moribundo. Comprenderéis mi alegría. Hacía meses que no tenía un cliente por culpa de este invierno, imposible para el comercio, y en un solo día me caen un monje que traslada al norte el cuerpo de su obispo y una compañía de cómicos de la legua, cuyo director está al borde de la muerte… —El posadero alzó los brazos al cielo—. ¡Hay días así! En fin, el cadáver está descansando en su coche, en el fondo del establo, y los cómicos pasarán la noche en uno de mis graneros. Les he hecho un precio especial por la paja y el caldo.
—Nosotros también queríamos cenar y pasar la noche —dijo Gilbert.
—Eso está hecho, amigos míos —respondió el posadero—. Estáis en vuestra casa… Siempre que paguéis al contado y por adelantado.
Gilbert aceptó y satisfizo las condiciones del posadero. A continuación, subió al piso superior y eligió habitación para Aymard y él.
Cuando volvió al comedor, las dos mesas puestas estaban servidas. En la pequeña había un monje de aspecto cansado, con la cabeza agachada sobre su cuenco de caldo. Era el vicario Chuquet, que, agotado tras la larga marcha desde Draguan, daba cuenta del cocido con rápidas cucharadas.
Los dos viajeros lo saludaron antes de acomodarse en su mesa.
—Traemos dos caballos —le dijo Gilbert al señor Román.
—Lo sé —respondió el posadero—. Ya están en el establo.
—¿Tenéis monturas de refresco para mañana por la mañana?
—No, señor. En esta época del año, nunca. Pero vuestros caballos estarán descansados. Mañana los encontraréis como nuevos.
—Entonces, pasaré a verlos después de cenar.
—Como gustéis. Coged un candil junto a la puerta de entrada.
Gilbert encerró a Aymard en la habitación en cuanto acabaron de cenar; el prisionero había hecho los honores al vino del señor Román, de modo que Gilbert no corría ningún riesgo dejándolo solo unos minutos. Como había dicho, salió a echar un vistazo a los caballos. Los tederos de la entrada estaban apagados. Era evidente que el posadero no esperaba más clientes.
En el establo, el joven soldado encontró sus monturas con forraje fresco. Los caballos de Chuquet descansaban no muy lejos. El joven miró a su alrededor. Las dimensiones, el orden y la pulcritud de aquella posada eran asombrosos. ¿Cómo era posible que un solo hombre se ocupara de todo aquello? ¿Y por qué se había instalado en un rincón tan apartado? ¿A quién se le ocurría construir una posada en semejante sitio? No había ninguna población ni camino transitado en muchas leguas a la redonda…
Gilbert vio el coche del vicario de Draguan, arrimado a una esquina del establo. El señor Román lo había mencionado durante la cena: había obligado al monje a dejar el ataúd en su interior.
El joven no pudo resistirse a la tentación de examinar de cerca el coche fúnebre.
Se acercó a la portezuela y se puso de puntillas preguntándose si sería capaz de subir al interior y abrir el féretro. Puso una bota en el estribo, pero, para su sorpresa, el vehículo empezó a balancearse violentamente. Gilbert retrocedió de un salto. De pronto, un pequeño bulto saltó sobre él desde el techo del vehículo. Instintivamente, el soldado agarró al desconocido por el cuello y lo inmovilizó en el suelo.
—¿Quién eres? ¿Qué hacías ahí arriba? —le gritó.
—Soltadme, soltadme… —le suplicó una voz infantil—. Perdonadme, soy el Pajarero. Viajo con la compañía, con los cómicos…
Gilbert levantó a su prisionero de un tirón. Era un mocoso de unos trece años. Llevaba un vestido extrañamente abigarrado, entre el jubón de un gentilhombre y la jerapellina de un mendigo.
—¿Qué es esto? —le preguntó Gilbert.
—Ya os lo he dicho, soy cómico. El Pajarero. He venido a ver al muerto.
—He estado a punto de ensartarte como a un cochinillo —dijo Gilbert soltando al muchacho.
—Perdón, perdón…
El soldado lo miró divertido.
—¿Te interesan los cadáveres? —le preguntó. El Pajarero asintió con la cabeza.
—Si un día tengo que interpretar a un obispo muerto, ya sé cómo es uno de verdad. Gilbert se echó a reír.
—¿Cuántos sois en la compañía?
—Diecisiete. Sin contar a Nuevo Pensar, que pronto nos dejará.
—¿Nuevo Pensar?
—Es su nombre artístico. Es nuestro director. Pero ya es muy viejo.
Gilbert y el Pajarero se olvidaron del ataúd de Haquin. El joven cómico llevó al soldado al granero de al lado. Allí, Gilbert conoció a la compañía de cómicos. Los actores estaban cuidando a un anciano que yacía sobre una gran pelliza roja.
El soldado se quedó un buen rato con los artistas. Fue una velada luminosa. El calor de las gentes viajeras, las canciones, los vistosos vestidos, los poemas recitados al oído del anciano para arrancarle una sonrisa, la alegría de una vieja réplica recordada, los animales de feria dormidos junto a los niños, el repentino estallido de las risas… Pero de aquella noche sin igual, Gilbert iba a retener una sola imagen. El rostro de una joven actriz de largos cabellos, de expresión triste y piernas delgadas como cañas, que se sentó a su lado sin decir nada. Cuando iba a marcharse, la chica le acarició suavemente un mechón castaño que le caía sobre la sien. No duró más que un instante. No tuvo importancia. Pero el soldado no lo olvidaría jamás.
A la mañana siguiente, Gilbert saltó de la cama y bajó al enorme comedor de la posada como una exhalación. La olla del desayuno borbollaba en el fuego. El soldado se encontró con el hermano Chuquet, que, vestido para el camino, se disponía a partir.
—Buenos días, hermano. ¿Os marcháis?
—¡Qué remedio! Aún me queda mucho camino. Chuquet abrió la puerta y salió. El joven soldado lo acompañó. Quería darse otra vuelta por el granero.
—Si buscáis a los cómicos —dijo de pronto el religioso—, perdéis el tiempo. Ya se han marchado. —El muchacho se quedó petrificado—. ¡Que el diablo se los lleve! —exclamó.
A renglón seguido, el vicario le contó que, a su llegada a la posada, lo habían mandado llamar a la cabecera del moribundo director para que le diera los últimos sacramentos. Pero a pesar de la insistencia de los suyos, el viejo cómico había rechazado violentamente la absolución que le ofrecía.
—¿Por qué? —le había preguntado Chuquet, una vez a solas con él.
—No podéis hacer nada por mí, padre…
El anciano le había contado una historia inverosímil: en su juventud, había aceptado vender su alma y representar comedias para entretener a Satanás en persona. ¡Al mismo Satanás!
—Nadie en este mundo puede absolverme de semejante crimen.
Finalizado su relato, el religioso se encogió de hombros, bendijo a Gilbert y reanudó su solitario viaje con el cadáver del obispo.
Gilbert volvió a la posada y desayunó con Aymard. El señor Román no dio señales de vida, y los dos viajeros abandonaron la posada sin despedirse.
El joven se volvió varias veces en su silla para mirar hacia la Posada de Román, que iba desapareciendo a sus espaldas.
Los dos viajeros habían tomado el mismo sendero que el hermano Chuquet. Era el único camino digno de ese nombre que partía de la hospedería. Cuando Gilbert y su prisionero quisieron darse cuenta, los había llevado hasta una encrucijada tan misteriosa como la de la noche anterior y devuelto al buen camino. El soldado lo reconoció de inmediato. Fue un suceso tan milagroso como el extravío de la noche anterior. Gilbert no comprendía lo que les había pasado. Al cabo, se animó a preguntarle al hijo de Enguerran:
—¡Por Dios santo! —exclamó—. ¿Cómo pudimos acabar en esa posada?
Aymard se encogió de hombros. Tampoco lo sabía.