5

En Heurteloup, a la mañana siguiente a su llegada, Henno Gui y sus dos compañeros continuaron instalándose. El sacerdote no tardó en abandonar la iglesia para inspeccionar el resto de la aldea. Por su parte, Carnestolendas inició las reparaciones del templo y Floris de Meung salió a poner lazos en el bosque. Las provisiones de los viajeros empezaban a agotarse, y el sacerdote seguía negándose a tocar los víveres de los lugareños. El muchacho estaba advertido: no se alejaría más allá del alcance del grito de un hombre, volvería al primer indicio de peligro y pondría tantas trampas como pudiera sin entretenerse. Floris prometió obedecer las instrucciones y se marchó con los lazos ya preparados.

No había parado de nevar en toda la noche. El discípulo de Henno Gui penetró en un bosque inmaculado, lleno de reflejos blancos y azulados que espejeaban como el agua. Los caminos estaban intactos. Era la primera vez que Floris se quedaba solo y podía moverse a sus anchas desde que habían salido de París. Maravillado por el espectáculo y desorientado por la brusquedad del cambio, perdió la noción del tiempo y el espacio. De vez en cuando, el sonido del martillo o el machete de Carnestolendas lo devolvía a la realidad, pero, asediado por espejismos muy propios de su edad, el muchacho dio rienda suelta a su imaginación en aquel bosque de novela de caballerías. Gran lector, el discípulo de Gui fue internándose en un país de leyenda, sacado directamente de sus páginas favoritas: Meliador, La Dama de la Mula, El libro de Léan, El Caballero del Papagayo

Tan sonoros títulos inspiraban al adolescente rostros y figuras en consonancia. En plena divagación, una de sus fantasías, más intensa y nítida que el resto, acabó absorbiéndolo por completo. Floris se vio rodeado por una docena de hermosas y vaporosas doncellas apenas núbiles, ataviadas con finas túnicas azules que dejaban brazos y piernas al descubierto y transparentaban el resto bajo sus tornasolados reflejos. Las extrañas hadas, que habían hecho su aparición en lo alto del montículo que tenía enfrente y detrás de los troncos de los árboles, giraban regocijadas a su alrededor, pero se mantenían a prudente distancia…

Floris no había convocado voluntariamente a aquellas criaturas de ensueño, bastante similares, por lo demás, a los inconfesables fantasmas que lo visitaban durante la noche con creciente frecuencia: muchachas con mirada de mujer, escapadas de un castillo encantado, que acudían a estrecharlo en su yacija. El cansancio y las lecturas de la noche contribuían sin duda a la nitidez de sus sensaciones. En medio de la deslumbrante nieve, el imaginativo adolescente se entregó sin reservas a aquel delicioso e inofensivo simulacro. Poco a poco, tres de las muchachas se separaron del círculo de las dríadas y descendieron hacia él. Tenían rostros delicados y largas cabelleras. Sólo una, la más alta, se acercó hasta él. Floris sonreía embobado. Aquel sueño, que superaba a todos los que había tenido hasta entonces, lo tenía subyugado. Le habría gustado que durara lo suficiente para decir una frase u ofrecer un beso, pero un detalle lo despertó súbitamente. Se fijó en la piel de la doncella… Tenía la carne de gallina. El frío le había amoratado los pies. Su blanco seno palpitaba como el pecho de un pájaro. Floris retrocedió un paso con los ojos muy abiertos. Meneó la cabeza. Los fantasmas no desaparecieron. La muchacha alta seguía allí, ante él, tiritando inconteniblemente. De pronto, Floris comprendió que no estaba soñando. Las diez muchachas estaban allí, en aquel bosque, semidesnudas en pleno invierno. Quiso gritar, pero la chica alta le imploró silencio con un suave gesto de la mano. Luego dio un paso hacia él y acercó los dedos a su mejilla. Floris estaba petrificado. Durante unos segundos, la visión le acarició los rubios mechones, mirándolo a los ojos, pero sin decir palabra. Sus suaves labios, finos como trazos de pincel, permanecían inmóviles, levemente amoratados por el frío. Por fin, la muchacha dio un etéreo paso atrás y le hizo una reverencia. Eso fue todo. Segundos después, había desaparecido, y sus compañeras con ella. Pero no por arte de magia, como en los cuentos de hadas, sino huyendo entre los árboles como muchachas de carne y hueso, a la carrera y entre risas.

De pronto, Floris sintió un golpe de calor en la cabeza, se desmayó y cayó al suelo como caen los héroes que se han acercado demasiado a un mundo prohibido.

El muchacho no volvió en sí hasta pasados unos minutos. Gotas de agua helada le corrían por el cuello. Se levantó tiritando. Seguía teniendo los lazos medio anudados en las manos. ¿Qué había pasado? Miró a su alrededor. Vio rastros de pisadas en el suelo. La nieve estaba cubierta de pequeñas huellas. Las observó con atención. Eran menudas y finas, lo bastante para ser de las muchachas de su sueño, pero también de un cervatillo o un gamo joven.

El sueño y la realidad empezaban a confundirse en la cabeza del adolescente. Ya no sabía qué era verdad y qué era producto de su imaginación. Decidió poner las trampas.

Carnestolendas ya había estimado las reparaciones que necesitaba la iglesia. Había que sustituir vigas, nivelar el suelo, amasar mortero y adobes nuevos, arreglar la pequeña campana de bronce y arrancar las hierbas de las fachadas.

Era una obra de romanos, pero el gigante la había emprendido con decisión, y en esos momentos estaba separando los maderos aprovechables de los que servirían para el fuego.

Ya era la segunda vez que interrumpía la tarea: se sentía observado. Si embargo, Henno Gui estaba explorando la aldea y Floris, poniendo trampas…

Carnestolendas se volvió bruscamente. No había nadie. O casi. A unos cincuenta metros de donde se encontraba, vio un lobo de pelo gris y amarillento, sentado sobre las patas traseras en mitad de la calle principal. El animal, tranquilo e inmóvil, lo miraba con las orejas tiesas.

El gigante paseó la mirada por los alrededores. El lobo es un animal que caza en manada; raramente acecha solo. Sin embargo, nada hacía sospechar la presencia de otros carniceros en las inmediaciones de la iglesia. El cara a cara entre hombre y animal duró varios segundos. El lobo seguía totalmente inmóvil, y Carnestolendas decidió ponerlo a prueba. No era la primera vez que utilizaba aquella estratagema para librarse de uno de aquellos devoradores de hombres. Dejó el madero en el suelo y avanzó en línea recta con el machete desnudo. Si no lo hacía huir, lo mataría de un machetazo. Caminaba con paso firme, sin vacilar. Pero el lobo no se movía. Carnestolendas llegó a unos metros del animal, sin que éste huyera ni lo atacara. Cuando la distancia se redujo a unos pasos, el lobo hizo algo curioso: en lugar de ponerse en guardia, se tumbó totalmente, estiró las patas delanteras y agachó las orejas. Aquel lobo tenía un aspecto extraño, que recordaba el de un perro asilvestrado. Estaba tan escuálido que se le notaban todas las vértebras. Tenía el pecho y el lomo llenos de calvas, el hocico, ancho, y los ojos, de distinto color. El gigante se detuvo ante el animal, que parecía más tranquilo que nunca, y separó el arma del cuerpo lentamente. Al instante, el lobo se levantó y empezó a lamerle los dedos.

Cuando Carnestolendas volvió a la iglesia, parecía un pastor seguido por su perro. Al llegar a la nave, el gigante le dio un trozo de galleta al lobo, que lo devoró y se tumbó a sus pies.

Mientras reanudaba la tarea, Carnestolendas dejó que una sonrisa suavizara su extraño rostro: acababa de domesticar al primer animal salvaje de Heurteloup.

Entretanto, Henno Gui seguía inspeccionando la aldea.

«Si la casa de Dios ya no es el lugar de culto de estas gentes —se dijo—, debe de haber otro edificio u otros indicios que revelen sus nuevas creencias. Ni los hombres más primitivos carecen del sentimiento de lo divino. Me sorprendería mucho no encontrar ninguna imagen, ningún símbolo de las fuerzas superiores en esta comunidad».

El sacerdote pasaba ante las cabañas y observaba las fachadas, los útiles, la ornamentación. Todo parecía consagrado a la vida práctica. No se veía ningún crucifijo, ninguna cúpula propiciatoria, ninguna inscripción mágica. Nada. Por el momento, se abstuvo de entrar en las viviendas.

Tras recorrer toda la aldea, Gui se resignó: no encontraría ningún altar, ningún templo, ni siquiera una choza dedicada a la adoración de un dios local. Tampoco ídolos domésticos. La nieve caída durante la noche había cubierto las huellas de los lugareños. Henno Gui sabía que aquel espeso manto blanco sería un obstáculo tenaz: sin duda, ocultaba lo que estaba buscando. Sin embargo, fue la nieve lo que le proporcionó el primer indicio.

Había siete casas. Al pie de cada puerta se alzaba una estatua de arcilla cocida de un palmo de altura. Todas representaban a mujeres. Siete mujeres. Sus rasgos no estaban idealizados; no ostentaban ningún atributo mitológico o guerrero ni ningún símbolo de poder divino. Aquellas efigies llevaban sayos de campesina y tenían proporciones más que humanas.

Pero Henno Gui advirtió dos detalles sorprendentes. El primero era que las siete mujeres estaban embarazadas. El segundo, que, dado su tamaño, deberían haber estado sepultadas bajo la nieve, como el resto de la aldea. Pero todas mostraban la misma evidencia: las habían desenterrado cuidadosamente. Alguien había apartado la nieve que las cubría y había limpiado los pedestales. Y sólo podía haberlo hecho durante la noche, o a primera hora de la mañana.

Al fin tenía algo. Los aldeanos no habían huido; seguían en las inmediaciones y venían a inspeccionar sus ídolos de vez en cuando. La audacia de aquellos idólatras, que abandonaban sus escondites en mitad de la noche para mantener a sus deidades limpias de nieve, demostraba que se tomaban su culto muy en serio. Henno Gui empezaba a temer que algún día esos siete ídolos se alzaran contra su Cristo.

El sacerdote se alejó de la aldea. Había descubierto una pista; ahora sabía dónde buscar la segunda. Si la vida de aquellas gentes estaba impregnada de sentimiento religioso, por tibio que fuera, su tránsito al mundo de los muertos también debía de estar regido por un sistema de creencias. Es otro de los instintos de los que ningún hombre carece: la necesidad de ennoblecer y santificar su carne, su cadáver y la fractura de su alma. Y Henno Gui no ignoraba que una tumba dice siempre mucho más de una civilización que todos los libros y razonamientos de los historiadores.

Pero ese día el sacerdote no encontró nada más que esas siete misteriosas estatuas de mujeres embarazadas.

Floris no dijo una palabra sobre su aventura en el bosque. ¿Sueño o realidad? Prefería guardarse el incidente para él. Había puesto bien los lazos y estaba empezando a cobrar piezas; eso era lo único que importaba, se decía el muchacho procurando quitarse de la cabeza a las doncellas.

Carnestolendas terminó las primeras reparaciones de la iglesia en menos de siete días. Henno Gui decidió que había llegado el momento de consagrarla. Ayudado por Floris y el gigante, hizo un altar, una gran cruz y un tabernáculo, en el que guardó el pan, el vino y el aceite que había traído de París. La primera misa se celebraría el próximo domingo. Sería el décimo día de su llegada a la aldea.

En el ínterin, el flamante párroco de Heurteloup iba a hacer nuevos descubrimientos.

Para empezar, mientras buscaba obstinadamente algo parecido a un cementerio o túmulos aislados al este del pantano principal, dio con una fuente, que identificó como la del Montayou o uno de sus afluentes. Lo que lo intrigó no fue la posible relación con los cadáveres de Domines, ni el hecho de que los draguaneses a los que monseñor Haquin había encomendado remontar el río pudieron haber llegado hasta allí sin sospechar que a unos minutos de marcha había una aldea completamente olvidada. Su interés lo causó un artilugio construido a unos cincuenta pasos corriente abajo: un ingenioso mecanismo de irrigación en perfecto estado, que alimentaba un conducto del grosor de un puño que penetraba en la tierra y volvía a salir cerca de una cabaña de la aldea.

—No está mal para unos salvajes dejados de la mano de Dios —murmuró el sacerdote.

Más tarde, tras otra nevada nocturna, volvió a encontrar las siete estatuillas totalmente a la vista. Henno Gui comprendió que aquello le ofrecía la oportunidad de descubrir a los escurridizos aldeanos. Le bastaba con esconderse la próxima noche que nevara. No obstante, el sacerdote advirtió que los visitantes nocturnos no dejaban ninguna huella alrededor de los ídolos ni en las inmediaciones de las cabañas en las que se encontraban. Eso le recordó el comentario del sacristán Premierfait. ¡Aquellos hombres trepaban a los árboles como ardillas! Henno Gui alzó la cabeza. Efectivamente, las marcas en troncos y ramas eran inconfundibles y confirmaban la agilidad de los lugareños.

Al fin, el día anterior a la primera misa, el sacerdote descubrió un pequeño claro del bosque que sin duda se utilizaba para inhumar a los muertos.

Una estela de piedra más alta y más clara que las demás asomando sobre la capa de nieve lo había puesto sobre la pista. En la pequeña área desbrozada, el sacerdote y sus compañeros contaron una docena de lápidas colocadas en aparente desorden. No portaban ningún nombre, ninguna letra; sólo series de palotes grabados en placas de madeja, que tal vez representaran números o fechas. Era un sistema de numeración muy rudimentario, que no obstante ninguno de los tres forasteros consiguió interpretar.

—No pueden ser números que indiquen el cómputo de los fallecimientos de la aldea —observó Henno Gui—. No empiezan por uno, comportan grandes saltos y numerosas repeticiones. Tal vez se trate de fechas. En tal caso, ¿qué representan esos palotes? ¿Años? ¿Décadas? Esta gente perdió el contacto con el cómputo romano hace cincuenta años. ¿Cuánto se tarda en perder la noción de un calendario? Admitiendo que hayan conservado instintivamente la noción de los años y que cada palote equivalga a uno, sólo podemos remontarnos veinticuatro años atrás. ¿Habrá tumbas más antiguas en algún otro sitio? En 1233 la parroquia todavía contaba con un sacerdote. ¿Dónde están las sepulturas cristianas? —Henno Gui meneó la cabeza con perplejidad—. El espacio alrededor de esta aldea es muy estrecho. No esperaba que fuera tan parco en información…

El lobo domesticado por Carnestolendas se había acostumbrado a los forasteros. El animal había optado por llevar dos vidas paralelas: la del bosque y la de los tres hombres. Por la noche, dormía ante la puerta de la iglesia. Por la mañana, desaparecía. No volvía a dar señales de vida hasta mediodía, puntual como un reloj.

—Seguro que se va con los aldeanos, que deben de desayunar al amanecer —aventuró el sacerdote.

—Podríamos seguirlo… —propuso Floris.

—No.

Henno Gui alzó los ojos al cielo. El día estaba cubierto de nubes plomizas y amenazantes. No tardaría en nevar.

A la mañana siguiente, se celebraba la primera misa en la iglesia de Heurteloup.

Henno Gui había hecho quince cirios y los había distribuido por la pequeña iglesia. Su resplandor iluminaba la nave central y el coro.

Fuera aún estaba oscuro. El sacerdote aguardaba los primeros rayos del sol. La Iglesia prohibía celebrar misa de noche.

Henno Gui se puso las vestiduras sagradas y, ayudado por Floris, preparó el Libro, el incienso, los cantos y los objetos litúrgicos. Para la lectura, se había traído de París una Biblia vadiana, una versión ferozmente perseguida, por ser la única traducida al francés. El joven sacerdote había removido cielo y tierra para conseguir aquel ejemplar. Pero tenía mucho empeño en utilizarlo en su pequeña parroquia rural.

Junto a la cuerda de la vieja campana de bronce, que había arreglado él mismo, Carnestolendas esperaba una señal del sacerdote para llamar a misa. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par.

Cuando, a la primera luz del alba, el gigante echó la campana al vuelo en el silencio del campo, Henno Gui no pudo evitar emocionarse. ¿Cuánto hacía que aquella casa de Dios no invitaba a orar a sus hijos?

Durante el tañido, el sacerdote recorrió el templo haciendo oscilar las cadenillas de un pequeño incensario de plata en el que ardían dos trozos de incienso sobre un lecho de brasas. Poco a poco, el humo purificador y su penetrante aroma fueron invadiendo las naves laterales y el crucero. Simbólicamente, mediante aquella nube de plegarias, Henno Gui ensanchaba su primer «círculo».

Carnestolendas terminó de tocar la campana y, siguiendo el ritual, cerró las puertas. La iglesia estaba vacía. El sacerdote se situó ante el altar para venerarlo e incensarlo.

—Bendito sea Dios, ahora y siempre.

Arrodillado cerca del coro, Floris agachó la cabeza y se preparó para la penitencia. Su principal pecado tenía rasgos femeninos, largas y sedosas pestañas y una mirada celestial. Desde su encuentro en el bosque, aquella figura lo visitaba en sueños con frecuencia. Cuando Henno Gui pronunció, imperturbable, la confesión común, el muchacho acompañó a su maestro palabra a palabra con contrición.

—Me confieso ante Dios Todopoderoso y reconozco ante mis hermanos que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Sí, verdaderamente he pecado. —Los dos hombres se golpearon el pecho con el puño—. Dios Todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna. Amén.

La celebración siguió su curso. Pero justo después del «Así sea» se oyeron ruidos en el exterior de la iglesia. Sentado al fondo de la nave, Carnestolendas los percibió al instante.

Tras las tres invocaciones del kirie, Henno Gui entonó el himno de alabanza, imperturbable en la celebración del oficio.

Pero los ruidos aumentaban. Se preparaba algo. Floris miró al sacerdote. Éste siguió celebrando. Fue Carnestolendas quien se atrevió a interrumpirlo:

—Están ahí, maestro.

Floris se levantó. También lo había oído: pasos en la nieve, crujir de ramas, entrechocar de objetos metálicos que sonaban vagamente como armas…

Los muros no estaban totalmente reparados; por las rendijas, los tres hombres vieron luces, llamas de antorcha, sombras inquietantes…

Al parecer, los «malditos» habían decidido dar el primer paso.

Había que hacer algo, y deprisa. Henno Gui no estaba preparado para aquella eventualidad. ¿Había sido la campana, los cirios, el eco de los cánticos lo que los había atraído? El sacerdote intuyó que debía actuar de inmediato, hacer lo primero que se le ocurriera, tomar la iniciativa.

Dejó el libro de himnos sobre el altar, cogió un crucifijo y optó por salir. De frente, de golpe.

Un rumor de murmullos y gruñidos rodeaba la iglesia: Carnestolendas desenvainó el machete. El sacerdote bajó los peldaños del coro y se dirigió a la entrada.

Pero, de pronto, la puerta central de la iglesia se abrió violentamente.

Floris rodó por el suelo. Henno Gui retrocedió. Un hombre semidesnudo se arrojó a sus pies y se quedó con la cara pegada a las losas. La iglesia se llenó de gritos estridentes, inhumanos, que parecían emitidos por una jauría rabiosa. Los aullidos eran como pedradas, una lapidación sonora. Las puertas estaban totalmente abiertas, pero la luz del amanecer no bastaba para iluminar las siluetas de quienes gritaban. Nadie entró en la iglesia detrás del hombre que se había arrojado al suelo y que, lejos de levantarse, se agitaba espasmódicamente. Carnestolendas le echó un rápido vistazo. Tenía los pies y las manos cortados de un tajo. Un charco de sangre se extendía por el enlosado. El desconocido respiraba convulsivamente.

Carnestolendas frunció el ceño con pesar. Había reconocido a Premierfait, el sacristán de Draguan.

Los «invisibles» lanzaron una paca de heno en llamas al interior de la iglesia. De pronto, dejaron de gritar. Henno Gui y sus compañeros los oyeron huir. A toda prisa. En unos segundos, la calma fue total. No se oía más ruido que los estertores del herido y el crepitar de las llamas.

Carnestolendas corrió a sofocar el fuego. Henno Gui y Floris levantaron al moribundo y lo acostaron sobre el altar. Ya que no para el sacrificio de la misa, serviría como mesa de operaciones.

El cuerpo del sacristán, bañado en sangre y cubierto de arañazos y profundos cortes, emanaba un hedor excrementicio. Carnestolendas no se había equivocado. Era Premierfait. Henno Gui estimó la gravedad de las heridas. Le habían seccionado las muñecas y los tobillos, amputado el sexo y arrancado las tetillas. Le faltaba un ojo y tenía el abdomen surcado de cortes. El desventurado sacristán se desangraba como un odre agujereado. Henno Gui hizo una seña a Carnestolendas y Floris. El primero corrió hacia el hogar; el segundo, en busca del zurrón del sacerdote.

Henno Gui cogió el incensario y, lleno de incienso como estaba, lo volcó sobre el vientre del sacristán. El herido ni siquiera reaccionó a la quemazón de las brasas. El sacerdote arrojó el incienso al suelo y, con la ayuda de un palito, repartió las brasas por las heridas. En cada una de ellas, el crepitar de la sangre y el olor a carne quemada garantizaban la cicatrización.

Floris volvió con el bolso de remedios de Henno Gui, y Carnestolendas, con los dos tizones que había cogido en el hornillo de la entrada de la iglesia. Premierfait seguía sangrando en abundancia. El sacerdote sacó dos tiras de cuero del bolso, las cortó por la mitad y preparó cuatro torniquetes, que ató con todas sus fuerzas en los extremos de los cuatro miembros. El flujo de sangre empezó a disminuir. A continuación, Henno Gui arrancó los andrajos que aún ceñían la cintura del sacristán.

La herida de la entrepierna de Premierfait le saltó a la cara. Era más grave de lo que esperaba. Floris sintió que las piernas dejaban de sostenerlo. En el lugar que había ocupado el miembro viril, sólo había un monstruoso agujero, un boquete sanguinolento rodeado de tejidos desgarrados.

Henno Gui se secó el sudor que le perlaba la frente. Extendió la pierna derecha del sacristán y cogió el machete de Carnestolendas. Probó el filo en su capa sacerdotal. Luego indicó al gigante los tizones candentes y los muñones del sacristán. A su señal, Carnestolendas aplicó el extremo incandescente de un tizón a una de las muñecas de Premierfait. Al mismo tiempo, Henno Gui le cortó una ancha tira de piel de la parte anterior del muslo. La fina hoja del machete penetró bajo la dermis como en una rodaja de pescado. El sacerdote repitió la operación tres veces.

Mientras tanto, Carnestolendas seguía cauterizando las muñecas y los tobillos del herido. Henno Gui sacó una aguja e hilo grueso de su bolso. Tenía que coser las tiras de piel sobre la herida de la entrepierna. Sabía que aquella operación debía hacerse tras aplicar un específico cicatrizante, pero no había tiempo. Tan deprisa como pudo, fue cosiendo los injertos a zonas de carne sana, para que agarraran mejor. Mientras lo hacía, murmuraba palabras ininteligibles. Acabada la sutura, buscó el pequeño canal de la vejiga con el dedo. Cuando dio con él y comprobó que estaba muy lejos y muy dañado, empezó a dudar de las posibilidades de sobrevivir del sacristán.

La operación terminó con los primeros quejidos del paciente. A pesar del dolor, Premierfait había permanecido consciente en todo momento.

Cuando Henno Gui se irguió, su inmaculada capa estaba tinta en sangre.

La misa había acabado.

Floris no se separó del herido en todo el día. Agotado por la pérdida de sangre, Premierfait acabó durmiéndose.

Entretanto, Henno Gui y Carnestolendas rodeaban la iglesia de alzapiés, pozos de lobo y toda clase de trampas.

Al atardecer, los dos hombres habían cercado el edificio de defensas y fabricado armas nuevas. Armas ofensivas, como una gran honda ideada para el brazo del gigante.

Los asaltantes no volvieron a dar señales de vida.

Antes del anochecer, Henno Gui cogió una maza y recorrió la aldea en solitario. Sin que le temblara la mano, destrozó una a una las estatuillas de barro cocido que representaban a las embarazadas.

Luego volvió a la iglesia y, tenso y colérico, examinó las heridas del sacristán.

—Tiene que sobrevivir —murmuró—. Puede revelarnos muchas cosas.

En la mirada de su maestro, Floris volvió a ver la rabia del temible polemista de París, capaz de destrozar vasos y sillas con tal de llevarse la palma en una justa oratoria.

Aún no sabía si era buena señal o un signo de locura.