4

En la casa de los canónigos de Draguan, tras la partida de Henno Gui hacia Heurteloup y de Chuquet hacia París, los monjes Méault y Abel esperaron hasta la noche para dirigirse, a oscuras, al despacho de invierno de monseñor Haquin.

La puerta, desellada el día anterior por el vicario, seguía abierta. Sin decir palabra, los dos religiosos forzaron la cerradura del gran cofre de madera que guardaba los efectos personales del difunto obispo y se llevaron las tres bandejas superpuestas, atestadas de documentos y libros de Haquin.

En idéntico silencio, volvieron a bajar a la gran sala común, en la que excepcionalmente habían encendido la chimenea. La casa de los canónigos seguía cerrada a cal y canto. Méault y Abel estaban solos en el enorme edificio, pero actuaban con el mayor sigilo, como si temieran ser descubiertos. Habían subido al piso superior sin coger una vela, para estar seguros de que nadie podría decir que había visto luz en el gabinete de Haquin durante la noche.

Los dos religiosos dejaron las bandejas ante la chimenea y las vaciaron una tras otra.

El deán Abel fue el primero en reparar en los dibujos diabólicos de Haquin. Los dos monjes contemplaron la gran tela que tanto había impresionado a Chuquet largo rato.

—Es el contorno de la diócesis de Draguan —murmuró Abel recorriendo los bordes de la iluminación con el índice.

Era un mapa alegórico. ¿Cómo había conseguido semejante ilustración el viejo Haquin? ¿Qué hacían aquellas imágenes apocalípticas en medio de una región tan tranquila como Draguan? Leyeron el nombre del artista: Astarguan.

Los dos monjes dejaron de hacerse preguntas y arrojaron el valioso dibujo a las llamas. La colección de textos y obras místicas siguió el mismo camino, que no tardaron en tomar los registros encuadernados de las confesiones parroquiales de la diócesis desde 1255, año de la toma de posesión de Haquin. Méault y Abel actuaban sin precipitación, metódicamente; pasaron largas horas, hurgón en mano, destruyendo todos los textos administrativos y episcopales y reduciendo a cenizas todo rastro escrito del ministerio de Haquin.

De entre los ficheros del cofre, Abel se fijó en el informe eclesiástico de Henno Gui, y decidió guardárselo. El resto terminó en el fuego. Incluso las listas de madera del cofre fueron incineradas. Al alba, los dos hombres terminaron su cometido bajando el baúl de Haquin del despacho.

A continuación, los dos monjes se instalaron en la tabla del refectorio con dos hojas, una pluma y tinta. Abel llevaba consigo una regla para codificar, una tabla secreta que permitía escribir mensajes cifrados. Aplicadamente, resumió con su prosa más cuidadosa todos los acontecimientos ocurridos en Draguan en los últimos tres días: la llegada del hombre de negro, el asesinato, la aparición imprevista del cura joven y su salida hacia el pueblo maldito. A ello, añadió una descripción completa del físico de Henno Gui y un extracto de su informe.

—Esta carta no podrá salir de Dragan antes de la primavera —dijo Abel—. El tiempo es demasiado malo y Chuquet se ha llevado todos nuestros caballos.

—Sin embargo, debemos escribirla hoy, nada debe olvidarse. Si después de esta misiva no recibimos un mejor puesto, aun a pesar de todos nuestros esfuerzos, ¡habremos de desesperar!

—Sigue bien el código, Abel. No olvides hablar de los dibujos del cofre de Haquin…