Aymard, el hijo de Enguerran, estaba preso en Morvilliers, el señorío de los Gran Cilla, en el sótano de un pabellón del palacio, un edificio aislado en el parque. Llevaba encerrado más de un mes. Pasaba los días y las noches en una exigua celda, sin luz ni visitas, haciendo una sola comida y disfrutando de una sola hora de fuego al día. Su padre le había impuesto las mismas condiciones de detención que había sufrido él en las mazmorras del bajá de Damiette. Diez hombres armados guardaban las inmediaciones del pabellón. Esa mañana, por primera vez, la puerta de la celda se abrió a una hora distinta a la de la comida.
Fabre, el administrador de la propiedad de Enguerran, apareció en el umbral. El cubículo apestaba a chotuno; el administrador se llevó un pañuelo a la nariz.
—Aymard, tu madre quiere verte —dijo.
El astroso abad de la hermandad del Umbral se levantó penosamente. Llevaba una túnica andrajosa y mugrienta, el pelo, largo y greñudo, y la nariz, las uñas y el trasero, negros como la pez. Un guardia lo desherró rompiéndole la cadena con un mazo. Los hombres de Fabre lo sacaron de la celda y lo desnudaron en mitad del parque, sobre la misma nieve.
—Aséate —le ordenó el administrador—. No puedes presentarte así.
Los guardias lo baldearon con cubos de agua helada y le dieron un cepillo de crin.
A continuación, le pusieron un sayo de estameña basta y un cilicio, y lo afeitaron someramente. Aymard recuperó un vago aspecto de religioso, más acorde con su dignidad oficial de abad. El prisionero tenía una expresión dura; no había abierto la boca durante el aseo, pero había escupido al rostro de sus carceleros y los había apartado a empujones por dos veces.
Instantes después, entraba en el palacio y se presentaba en la biblioteca de su padre. Su madre lo esperaba sentada en un sillón tapizado, cerca del crepitante fuego. Las armas de Francia destacaban en la campana de la enorme chimenea.
Hilzonde de la Gran Cilla era mujer de cruzado. Con eso estaba dicho todo. Las últimas campañas de Jerusalén habían cambiado la faz del mundo por dos razones: porque habían sido otros tantos fracasos y porque habían durado mucho más de lo previsto. Al llevarse durante años a la flor de la caballería de Occidente, habían puesto el gobierno de las tierras en manos de sus mujeres por primera vez en la historia. Era un hecho sin precedentes en un mundo de soldados en el que los ejércitos solían reclutarse para unas pocas semanas y los nobles no estaban ausentes de sus señoríos más de una estación. En consecuencia, toda una generación de esposas se había visto obligada a aprender a regir en solitario sus bienes y a sus vasallos. Hilzonde había sido una de aquellas ricas hembras que habían abrazado su nuevo papel con la energía y la inteligencia de la regente Blanca. Aquella mujer menuda, frágil y amable, amante de la lectura y la música, se transformó en una inflexible cabeza de familia. Fueron muchos los señores que volvieron de las cruzadas y vieron con estupefacción que sus arcas estaban más llenas y, en ocasiones, sus tierras eran más extensas que a la partida. Habían dejado a su mujer hilando en la rueca y la encontraban dispuesta a tomar las armas y encabezar un ejército.
Así era Hilzonde de la Gran Cilla.
Aymard no había visto a su madre desde que sus actos habían llegado a conocimiento de su padre y provocado su inmediata reclusión. El hijo encontró a la madre envejecida. La madre descubrió al hijo envilecido.
Sentado junto a ella había un joven. Dos bandejas de plata contenían los restos del capón y las tres codornices que acababa de despachar.
—Os presento a Gilbert de Lorris —le dijo Hilzonde a su hijo.
—Lo envía la cancillería del Papa. —Aymard le lanzó una mirada aviesa. Gilbert apenas le prestó atención. El soldado tenía cara de cansancio y las calzas cubiertas de barro, pero la viveza de su mirada traslucía audacia y sed de heroicidades. Aquel chico estaba viviendo su primera aventura—. Él será quien os conduzca a Roma —anunció Hilzonde. Luego, meneó la cabeza con cansancio—. ¿Agradeceréis algún día todo lo que vuestro padre hace por vos? —El rostro de Aymard permaneció impasible. Iban a sacarlo de allí; era lo único que le importaba—. Este joven trae un mandamiento con el sello del Papa. Sois su prisionero. Partiréis de inmediato.
El administrador condujo a los dos jóvenes a la remonta de los Gran Cilla. Allí había docenas de magníficos sementales, potros de crines doradas, finos cuellos y lomos hechos a soportar a caballeros en armadura. La fortuna familiar procedía de la cría y el adiestramiento de destreros para la nobleza. De allí salían las mejores monturas del reino. Aquel comercio, junto con el de la madera, había permitido a la familia superar las numerosas crisis de la nobleza francesa: la financiación de las cruzadas, las cargas de caballero y los tributos de la Iglesia habían gravado fuertemente a los grandes del país.
Fabre escogió dos monturas y le dio la más corta a Aymard.
—Aseguraos de que vuestro caballo sea siempre más fuerte que el suyo —le dijo a Gilbert—. Es una recomendación de la señora. —El administrador ayudó a montar a Aymard y a continuación le rodeó la cintura con una ancha correa atornillada a la silla que le impedía apearse. La correa disponía de una cerradura, cuya llave entregó a Gilbert, junto con una argolla de hierro—. Apresadle el tobillo con ella en cuanto ponga pie a tierra —le aconsejó—. La presión le impedirá correr.
El joven soldado estaba impresionado por las medidas de seguridad que se tomaban con un hombre vestido con el hábito de un abad. Gilbert observó a Aymard por primera vez. Tenía la misma altura, la misma prestancia, los mismos ojos azul claro que su padre, Enguerran. Pero la dureza y la cólera de su expresión se compadecían mal con el hábito de religioso. El prestigioso prisionero no tendría treinta años. ¿Qué habría hecho para merecer ser conducido a Roma de aquel modo por mandato del Papa?
Sólo unas horas después de penetrar en el recinto de Morvilliers, Gilbert galopaba de vuelta a Italia.
El hijo de Enguerran era un jinete excepcional. Correoso e infatigable, cabalgaba siempre erguido en la silla, como un militar. El frío, el hambre, el viento, no parecían afectarle.
Gilbert se aplicó escrupulosamente a seguir en sentido inverso la ruta marcada por Letrán. El joven soldado pasaba por las mismas postas, cogía los mismos caballos, se detenía en las mismas encomiendas para cambiar sus bonos de papel por escudos de estaño y recuperaba fuerzas en los mismos monasterios o posadas. La exactitud de Gilbert a este respecto provocó el primer arrebato de cólera de Aymard. Los dos hombres zigzagueaban por el reino de norte a sur. En ocasiones, su ruta pasaba por las inmediaciones de señoríos O villas en los que vivían familias amigas de Enguerran y su hijo.
—Más valdría que les pidiéramos hospitalidad y descansáramos como Dios manda —decía Aymard—. Estoy harto de ventorros de mala muerte, en los que sólo te sirven agua de fregar y clarete aguado.
Pero Gilbert se mostraba inflexible. Quería mantener el rumbo.
Aymard era un personaje complejo. Irascible por naturaleza, solía mostrarse desdeñoso hacia los demás pese a su condición de hombre de Iglesia. Sus comentarios, cínicos cuando no abiertamente blasfemos, escandalizaban constantemente a Gilbert.
En Lacretelle-sur-Angers, se produjo un desagradable incidente. A la salida de un pueblecito, se encontraron con un cortejo fúnebre que acompañaba un ataúd al cercano cementerio. La familia era muy pobre. Al ver llegar al soldado y el abad, los deudos del finado dieron muestras de gran alegría. El sacerdote de la parroquia había muerto hacía unas semanas y su sustituto no llegaría hasta el cambio de estación. El cabeza de familia acababa de fallecer sin recibir los últimos sacramentos. Sus hijos suplicaron al abad Aymard que al menos bendijera la tumba del difunto. Con eso les bastaba.
El noble se negó con un exabrupto, escupió sobre el ataúd de madera y mandó al infierno a la familia.
Gilbert se quedó estupefacto ante tamaña bajeza.