A la salida de Draguan, pasadas las primeras curvas del camino, Henno Gui volvió a tomar con Premierfait el sendero forestal que lo había conducido al pueblo la noche anterior. Por primera vez, vio los alrededores de la población inundados de sol. Grandes coníferas flanqueaban el camino como una guardia de honor. Aquel bosque, enterrado bajo la nieve, recibía el nombre de Caballero. Un sol sin calor hacía brillar los helados matojos y las húmedas agujas. La luz parecía saludar la partida de Gui. Pero el sacerdote no se dejó engañar por el espectáculo, del que conocía su reverso: si se dejaba conmover por ellos, los afilados reflejos del sol acabarían abrasándole los ojos.
Los dos hombres vieron las huellas de la lucha con el afilador Grosparmi y la pequeña estatua de la Virgen, que Henno Gui había recompuesto rápidamente con nieve.
—En primavera se desmoronará —se limitó a decir.
Premierfait se santiguó. No hacía ni cinco minutos que se habían puesto en camino y ya estaba jadeando. El camino sin rodadas hacía que las ruedas se deslizaran hacia las cunetas y chocaran con raíces y tocones. A cada bote, el sacristán se desesperaba un poco más.
Por su parte, Henno Gui permanecía impasible, absorto en sus pensamientos como un gusano que teje su capullo. Se limitaba a lanzar una mirada hacia los matorrales cuando sonaba un chasquido o un batir de alas.
Siguieron avanzando en silencio durante unos minutos, a paso muy lento.
Aquella calma exasperaba a Premierfait. Le resultaba físicamente insoportable. La verborrea, la borrachera de las palabras, el ruido, le parecían los mejores remedios para aliviar la angustia que le estrujaba las entrañas. Un miedo cerval le cerraba la boca del estómago. Así que empezó a hablar solo, gárrulo como un arrendajo. Lejos de responder, Henno Gui se encerró en su mutismo. Para empezar, el sacristán la tomó con su costilla. ¡Peste de mujer! La muy ruin no les había llenado los sacos de provisiones hasta arriba con toda intención. ¡En pleno invierno! ¡Se morirían de hambre! ¡Y luego tendría que volver solo, al galope, con el estómago en los pies! Seguro que era otra de sus tretas para asegurarse de que no se entretuviera por el camino. O eso o es que quería obligarlos a dar media vuelta antes de llegar. ¡Arpía, más que arpía!
—¿Sois cazador, padre? —Henno Gui negó con la cabeza—. Pues yo he perdido un poco la práctica, pero aún espero encontrar alguna pata o algún ala para la cena. Aunque he echado tripa, todavía tengo puntería. Me he traído el arco y las flechas, y pienso utilizarlos —dijo el sacristán indicando bajo su asiento un paquete de lona que había escapado al control de la señora Premierfait—. ¿Ése es todo vuestro equipaje, padre? —preguntó mirando el pequeño zurrón del sacerdote.
—Sí.
Premierfait negó con la cabeza. Era bien poca cosa para un cura que iba a instalarse en una parroquia rural. Un cura que, según decían, había hecho a patita todo el camino desde París.
—Supongo que pensaréis volver pronto al obispado… —aventuró el sacristán.
—No.
—¿Y vuestras cosas? ¿Las habéis dejado en Draguan?
—No, amigo mío. Todo lo que traje conmigo está aquí —respondió Henno Gui señalando el zurrón.
—Vamos, vamos… —rezongó Premierfait—. Hay que estar un poco loco para lanzarse al camino en pleno invierno con lo puesto… ¡Estar loco o ser un mentiroso!
—Llevo la Biblia, un crucifijo, un frasco de agua bendita, algunas hierbas, un carboncillo y papel. ¿Qué más me hace falta?
—¿Para sobrevivir en la nieve? ¡Todo! Mantas, espetones, armas, trampas, dinero, medicinas… ¡Qué sé yo!
—¿Y para sanar a las ovejas del Señor?
—Eso ya no lo sé. Lo que sí sé es que con un frasco de agua bendita no se apaga la sed y que en invierno la gente no se calienta al amor del Espíritu Santo. ¡Ja! Lo sabía. Chuquet ha vuelto a tomarme el pelo diciendo que habíais venido a pie desde París.
—No. El hermano Chuquet te ha dicho la verdad.
—¡Vamos! ¿Quién puede sobrevivir con tan poca cosa, cuando hasta las rocas se rompen con el frío?
—Hijo mío —respondió Henno Gui lanzándole una mirada llena de malicia—, todos tenemos nuestros pequeños secretos, ¿no es verdad? Premierfait se encogió de hombros.
—¡Bah! Ya veré cómo os las apañáis.
El camino discurría entre un denso bosque y un vertiginoso precipicio, el primero de aquella región semimontañosa. Aquel cañón recibía el nombre de Valle del As.
El silencio había vuelto a apoderarse de los dos hombres, para consternación de Premierfait, que, para distraerse, se puso a escrutar los matorrales en busca de un suplemento de manduca. Llenar la andorga era la única idea que quedaba en la mente del pobre hombre.
La caza no tardó en revelarse. De pronto, la espesura se agitó al borde del camino.
—¿Habéis oído? —Henno Gui asintió. Su rostro se había suavizado. Premierfait interpretó su sonrisa como una señal alentadora, una especie de solidaridad del estómago.
—Debe de ser una cierva. Una cierva pequeña, padre —musitó el sacristán, que detuvo la yegua tirando bruscamente de las riendas y se apeó.
—Yo en tu lugar lo dejaría correr —dijo él sacerdote—. Tenemos mucho camino por delante y no tardará en oscurecer.
Premierfait le indicó que guardara silencio y sacó el arco, que llevaba envuelto en un trapo.
—Está ahí, está justo ahí. Será cosa de un minuto —aseguró—. He sido pastor. Sé lo que me digo. Henno Gui se encogió de hombros.
—Luego no digas que no te he avisado.
El sacerdote siguió sentado en la carreta. Sacó un rollo de hojas y una mina de plomo del zurrón y se puso a escribir apoyándose en las rodillas sin prestar atención al sacristán.
Premierfait se alejó del carro y se internó en la maleza. El bosque era más denso y oscuro de lo que había supuesto. Poco a poco, la luz pasó de la claridad del día a una penumbra de amanecer. Las ramas formaban un tupido dosel sobre la cabeza del cazador, que no veía nada a diez pasos.
El sacristán siguió avanzando con cautela. Se detuvo para «tomarle el pulso» a su presa. El silencio era inquietante. No se movía ni una hoja. Premierfait giró lentamente con el arco levantado y el penacho de la flecha bien sujeto entre el índice y el pulgar, y aguzó el oído.
De pronto, oyó un crujido a sus espaldas. Ya era suya. Premierfait estaba seguro de cobrar la pieza. Se volvió y avanzó en dirección al ruido.
Apenas había dado unos pasos cuando oyó otro crujido, de nuevo a su espalda, un poco más a la izquierda. Tomó esa dirección, pero casi al instante un tercer chasquido, seguido por un cuarto y un quinto lo obligaron a volver sobre sus pasos una y otra vez, sin que en ningún momento consiguiera atisbar al animal. No hacía más que dar vueltas. Los ruidos siempre sonaban a su espalda. La extraña agilidad de la presa alarmó al cazador. Las pequeñas ramas cubiertas de nieve deberían haber traicionado los rápidos desplazamientos del animal. Pero nada se movía. Y en el suelo no había más huellas que las de sus botas.
Premierfait nunca había sido un hombre valiente. Ni siquiera en su época de pastor. De pronto, sintió una imperiosa necesidad de regresar junto al sacerdote. En ese preciso instante, la nieve crujió justo detrás de él. «¡Está ahí!», se dijo. La sangre se le heló en las venas. Los brazos se le aflojaron y, presa de un miedo cerval, bajó lastimosamente el arco. Miró a su alrededor. Las sombras lo envolvían; no encontraría el camino de vuelta a la carreta. Clavado al suelo, se acordó de los fantásticos cuentos de su niñez, llenos de bosques siniestros, faunos, manadas de lobos hambrientos, trampas tendidas por diablos, hombres lobo… A continuación, le acudió a la mente el asesinato del obispo, el día anterior, y los cadáveres de hacía un año, y la aldea maldita, y el dolor de Grosparmi…
De pronto, un montón de nieve se derrumbó muy cerca de él. Fue el golpe de gracia. Premierfait quiso echar a correr, pero una poderosa mano le aferró el cuello y lo obligó a volverse. El sacristán se dio de bruces contra el abombado pecho de un hombre, un gigante cubierto con un gran manto negro que le llegaba hasta los pies. Premierfait cayó de espaldas gritando y se quedó tumbado sobre la nieve, con los ojos desorbitados y clavados en el cielo.
Un extraño silbido resonó a su alrededor. El pobre sacristán no sabía si sonaba en el bosque o en el interior de su aturdida mollera. Era un silbido demoníaco, inhumano, estridente, que sonaba a amenaza. Luego se transformó. En risa. Una risa infantil. Premierfait entreabrió los ojos y vio a un risueño jovenzuelo bajando de un árbol, justo encima de su cabeza.
—Pero ¿qué demonios…? —balbuceó.
El sacristán vio ante sí a un hombre corpulento con el rostro cubierto de horribles cicatrices y costras blancuzcas y a un muchacho rubio de ojos reidores, boca burlona y cintura delgada como la de un niño.
El gigante acercó las manazas al cuello del sacristán. Premierfait se desmayó.
—Premierfait, te presento a Floris de Meung, mi alumno, y Carnestolendas, mi fiel compañero.
Apoyado contra la carreta, con las piernas aún temblorosas y blanco como la cera, el sacristán trataba de recobrar el aliento. El gigante lo había llevado en brazos hasta el sacerdote, que en esos momentos lo observaba ligeramente regocijado por el incidente.
—A un buen cristiano no se le gastan estas bromas —refunfuñó el sacristán, que empezaba a recuperar el color—. Habría podido… habría podido…
El chico se desternillaba de risa.
—Perdona a mi discípulo —le dijo Henno Gui a Premierfait—. No es más que un niño. No tiene mala intención.
El rapaz, al que el sacerdote había llamado Floris de Meung, no tendría más de quince años. Llevaba una cogulla clara, un manto guarnecido de petigrís, guantes y calzas forrados y un gorro de lana. Aunque vestía como un pequeño monje, aún llevaba el pelo largo y se comportaba como un seglar. Era un chico bien parecido, agraciado por el paso de la niñez a la juventud, de mejillas sonrosadas por el frío y ojos redondos como avellanas.
El otro, el gigante, el tal Carnestolendas, permanecía estoicamente inmóvil junto al sacerdote. Más tieso que un palo, de piernas recias como postes, brazos robustos y cuello de toro, todo en él emanaba fuerza, y misterio, empezando por la cara, escrofulosa, descolorida, llena de costurones, que no esbozaba ninguna expresión ni traicionaba emoción alguna. Parecía una máscara de carnaval, la del difunto, la más siniestra, la que los chicos se disputaban en las comparsas. Para completar el parecido, el hombretón tenía la labia de una máscara: no abría la boca.
—Nos hemos adelantado a la cita, maestro —le dijo Floris a Henno Gui—. Carnestolendas sospechaba que con un carro normal tardaríais tanto en llegar a nuestro punto de encuentro como nosotros en volver a París y la calle Chafour.
—Es muy probable —respondió el sacerdote sonriendo.
Carnestolendas volvió al lindero del bosque y sacó de detrás de un árbol dos planchas de madera largas, estrechas y cuidadosamente pulidas. A continuación, sacó un machete de acero del zurrón que llevaba a la espalda. Premierfait lo observaba intrigado. El gigante midió la carreta del sacristán y, con dos golpes secos y certeros, cortó dos dedos de largo de cada plancha de madera. Luego las fijó bajo las ruedas del carromato con cuerdas y alambres que llevaba enrollados en el cinturón. En unos minutos, la pequeña carreta se convirtió en un vehículo insólito, rápido y maniobrable, listo para deslizarse por la nieve de los caminos.
Premierfait no salía de su asombro: Carnestolendas no había resoplado ni gesticulado; había levantado la carreta él solo como si tal cosa.
—¿Comprendes ahora cómo hemos conseguido atravesar regiones enteras sin dificultad? —le preguntó Henno Gui al sacristán—. Carnestolendas se las pinta solo. Ya no tienes de qué preocuparte. Él se encargará de todo.
La comitiva reanudó la marcha. Premierfait no tardó en aprender el manejo de su nueva carreta. La guiaba con precaución, agarrado a las riendas, lanzando miradas al gigante, que caminaba junto a la yegua, listo para enderezarla al menor patinazo.
Poco después, llegaron al cruce de tres caminos y se detuvieron ante un enorme arbusto. Carnestolendas volvió a desaparecer tras él y regresó con un carretón de mano lleno de paquetes y provisto igualmente de dos patines.
En vano buscó Premierfait el pollino que tiraba del pequeño carro. Dos largas varas servían para guiarlo. El sacristán comprendió que era Carnestolendas quien arrastraba el vehículo y que debía de haberlo hecho desde París.
—Este pequeño trineo nos ha permitido eludir las trampas del invierno —dijo Henno Gui—. A nuestro ritmo y sin que la nieve nos retrasara. Contiene todas nuestras cosas. Por eso no llevaba más que un zurrón cuando llegué a Draguan, Premierfait. —Floris levantó el toldo que cubría el carretón y sacó tres amplios mantos hechos de pieles de oveja, reno y conejo. Por unos instantes, Premierfait vio cofres, paquetes, herramientas, libros…—. ¿Qué camino tomamos? —le preguntó el sacerdote indicando la encrucijada.
El sacristán señaló el de la derecha, más estrecho y sinuoso que los otros, y sin duda menos transitado. Las ramas bajas de los árboles apenas permitían el paso.
Los dos hombres y el muchacho se pusieron las pellizas, pero el gigante siguió tal cual, tirando del carretón unos pasos por detrás de la carreta de Premierfait.
Henno Gui explicó a Floris y Carnestolendas algunas particularidades de su parroquia de Heurteloup: el aislamiento de la aldea, la ausencia de sacerdote desde hacía muchos años, el extraño asesinato de Haquin, el no menos misterioso descubrimiento de los cadáveres del río, un año antes, la ignorancia de la población y la utilidad de Premierfait como guía…
—¿Por qué habéis aceptado una parroquia así, maestro? —preguntó Floris tras escuchar a Henno Gui.
—Un altar no se rechaza.
—El obispo ya no puede protegeros. Seguro que os habría prohibido que fuerais solo, sin escolta. ¿Sabemos al menos adónde vamos? ¿Por qué precipitarse?
Henno Gui no intentó convencer a sus compañeros. Les repitió lo que tantas veces les había dicho desde que habían salido de París.
—Si decidís no acompañarme hasta el final, lo comprenderé perfectamente. Tardaremos al menos cuatro días en llegar a Heurteloup. Premierfait nos dejará a la entrada de la aldea. Podéis volver con él si así lo deseáis. Yo no obligo a nadie. Sólo quiero que sepáis que no tengo vocación de mártir; tengo vocación de honestidad y de respeto a mi voto de obediencia. Si veo que nuestras vidas corren un peligro evidente en esa aldea, la abandonaré sin tardanza. Pero al menos podré hacer un informe sobre la parroquia y ayudar a esa pobre gente. Nada más y nada menos.
Caía la noche cuando la comitiva dejó atrás el Valle del As y penetró en el segundo bosque del viaje, llamado de la Sota.
Henno Gui eligió un pequeño claro entre los árboles para disponer el campamento y pasar la noche. Siempre procuraba vivaquear en la espesura de algún bosque, al resguardo del viento y la nieve.
La elección dejó perplejo a Premierfait. Cazador y pastor, en sus años mozos había batido el monte y dormido al raso a menudo, pero jamás había oído hablar de un vivac montado en pleno bosque. Todo el mundo sabía que los lobos rara vez abandonaban la espesura y que atacaban a todo bicho viviente, especialmente al hombre. Pero el sacristán se abstuvo de expresar sus reparos. Iba bien preparado. Ató el ramal de la yegua al tronco de un árbol y empezó a sacar de la carreta los mástiles de una tienda.
A sus espaldas, se había iniciado una obra insólita.
A una señal de Henno Gui, los tres hombres trazaron sobre la nieve un gran triángulo, en cada una de cuyos vértices encendieron una fogata. A continuación, arrancaron las raíces del suelo, que cubrieron con mantas impermeables.
Floris encendió una hoguera en el centro del triángulo y puso un trozo de carne a hervir en una marmita de estaño, que no tardó en exhalar un apetitoso aroma.
Carnestolendas acabó de cortar leña. Los tres fuegos que el gigante había encendido en los vértices del triángulo, convenientemente orientados para que no prendieran en los árboles cercanos, ardían tan bien que parecían hogueras de festividad y calentaban todo el campamento. Era un trabajo ejemplar.
Henno Gui se acercó al sacristán.
—Todo lo que ha prepararado tu mujer es para ti solo —le dijo—. Así te sobrará para la vuelta. A nosotros no nos faltará de nada.
El sacerdote dio las gracias por los alimentos y bendijo el pan. El único que no participó en las plegarias fue Carnestolendas, que se mantuvo alejado, desmontando los patines de su carretón.
—¿Carnestolendas no viene a rezar con nosotros? —preguntó Premierfait.
—No. No cree en Dios.
La franqueza de una afirmación tan grave como aquella resultaba desconcertante en boca de un cura.
—Este hombre es un demonio… —murmuró el sacristán.
—Espero que no se te ocurra decir eso en el obispado —repuso el sacerdote.
—Lo decía sin mala intención, padre.
—Pues procura ser más prudente. Si me ha parecido conveniente ocultar la presencia de mi amigo a la gente de Draguan ha sido por precaución. Desde que salimos de París, cuanto más bajamos hacia el sur peor reciben a Carnestolendas en aldeas y posadas. Nos miran con desconfianza, cuando no nos insultan o nos apedrean. Es como si el sol del Mediodía volviera a las gentes más supersticiosas o ignorantes que sus hermanos del norte. Escarmentado y para ganar tiempo, decidí entrar solo en los pueblos para comprar provisiones y preparar la continuación del viaje. Fue lo que hice en Draguan. Qué no habrían dicho tus vecinos al ver llegar al nuevo cura en compañía de un hombre con cara de demonio…
—Yo no he dicho eso. Pero su cara…
—… no tiene nada de demoniaca. Son las señales del oficio que ejercía antaño, antes de conocerme. Un trabajo pesado y peligroso, créeme.
—… y duro —añadió el sacristán mirando las anchas espaldas del gigante—. Ese trabajo lo ha hecho extraordinariamente fuerte.
—Sí —respondió Henno Gui—. Más aún de lo que imaginas. —Los dos hombres y el muchacho cortaron pan y empezaron a comer. Las hogueras ardían con fuerza, y al cabo de unos momentos Henno Gui y sus compañeros pudieron quitarse las gruesas pellizas—. Como puedes ver —dijo el sacerdote tras una larga pausa—, sabemos protegernos del frío. De esta forma, hemos atravesado todo el país sin coger un mal constipado. La costumbre de los tres fuegos procede de los antiguos germanos que conquistaron Italia. Nos protegen de todo: del viento, que, por gélido que sea y sople de donde sople, no puede por menos de enviarnos el calor de una de las fogatas, y también de los animales salvajes, que no se atreven a acercarse a las llamas.
—Pero se apagarán durante la noche…
—No, los vigila Carnestolendas. Duerme muy poco. Desde siempre, acostumbra descansar echando cabezadas repartidas a lo largo del día y la noche. Otro hábito de su vida pasada.
Premierfait no se atrevió a seguir preguntando al sacerdote por su compañero y se concentró en apurar su escudilla. El caldo caliente no tardó en entonarle el cuerpo.
Poco después, el gigante se acercó y se acuclilló junto a ellos. Había dado forraje a la yegua de Premierfait y colocado los dos patines de su carreta junto a una de las fogatas para que la madera se secara.
—Hablábamos de ti —le dijo Floris—. Aquí, el señor Premierfait, está muy intrigado contigo.
—Bueno.
Era la primera vez que el sacristán oía la voz del gigante, que se había sentado entre el sacerdote y él. Premierfait observó su extraño rostro, desfigurado y escrofuloso. Las cicatrices y quemaduras se distinguían a simple vista. Toda la capa superior de la piel había desaparecido; el pobre hombre tenía las mejillas y el cuello apergaminados y surcados de costurones. Premierfait distinguía el violáceo entramado de venas y arterías, e incluso vio con estupefacción que la azulada sien de Carnestolendas palpitaba regularmente.
El gigante devoró un trozo de torta observando sus tres fogatas y las sombras que arrojaban sobre el campamento.
—Hace poco viento y el sol ha empezado a secar la madera muerta —dijo Carnestolendas—. Este sitio está bien, maestro. Pasaremos buena noche.
El sacerdote se volvió hacia el sacristán.
—Vuestro vicario, el hermano Chuquet, me habló del «hombre de negro» que llegó a lomos de un gran caballo y asesinó a vuestro obispo. Ese día, no encontramos a nadie en el camino a Draguan, ni en un sentido ni en otro. ¿Hay algún otro camino que lleve al pueblo?
—Por este lado, no —respondió Premierfait—. No que yo sepa. Aparte… Aparte del que lleva a la aldea maldita.
—¿El que estamos siguiendo en estos momentos?
—Sí… Sólo ése…
Al día siguiente, los cuatro viajeros reemprendieron la marcha «a la hora en que el hombre empieza a reconocer al hombre», como está escrito en la Biblia. El día era tan claro y radiante como el anterior. Tardaron toda la mañana en atravesar el Bosque de la Sota.
A mediodía, el grupo llegó a una cañada por la que discurría un río que arrastraba gruesas placas de hielo. Premierfait se abstuvo de llenar su cantimplora, como hicieron Gui y sus dos compañeros.
—Es el maldito Montayou —soltó al fin—. El mismo río que baja hasta Domines, donde encontraron los cadáveres despedazados, flotando en el agua como trozos de hielo… —Floris escupió la buchada que aún tenía en la boca—. Yo no vi gran cosa. Un trozo de pie y poco más. Pero sé que hay que tener el corazón de un demonio para ensañarse como se ensañaron con esos desgraciados. A renglón seguido, el sacristán contó todo lo que sabía sobre la paulatina aparición de los tres cadáveres sin escatimar detalles.
—¿Crees que fueron los habitantes de Heurteloup quienes cometieron esos horribles crímenes? —le preguntó Floris. Henno Gui se desentendió de la respuesta del sacristán.
—¿Y quién si no? —respondió éste—. Todo lo que he visto allí es para poner los pelos de punta. Tienen pinta de normandos, de rompecráneos. Me guardé muy mucho de dejarme ver. Ya me lo había advertido mi mujer: «¡Ten cuidado, no haya que recogerte a cachos!».
—¿Qué puede empujar a alguien a cometer semejante atrocidad? —murmuró Floris.
Pensaba en los niños, en los gemelos cortados en pedazos.
—Tú, que lees libros, lo sabrás. El diablo, sin duda. Espíritus, demonios, maleficios…
El sacristán expuso, intercalando abundantes relatos, todas las hipótesis que habían circulado por Draguan. Era un burdo batiburrillo de supersticiones y delirantes fantasías. Premierfait desgranaba nombres de demonios y endemoniados como quien cuenta las gavillas de una era. Henno Gui lo escuchaba desde lejos, cada vez más irritado…
—Dicen que esos aldeanos son terribles pecadores condenados a no morir jamás —siguió explicando Premierfait—. Vagan como fantasmas y regurgitan eternamente las hostias que consumieron durante su vida como hombres. Por eso envidian y detestan a los vivos. Dicen que torturaron tan lenta y encarnizadamente a esos tres pobres viajeros para ver cómo entraba la muerte en sus cuerpos y se apoderaba de ellos poco a poco. Esa curiosidad morbosa es lo que los volvió tan crueles.
—Pero ¡hombre de Dios! —exclamó de pronto el sacerdote cortando en seco los desatinos de Premierfait—. ¿No te das cuenta de que eso no son más que embustes y majaderías para engañar a los idiotas?
—Son gente muy extraña… Se comportan como auténticas bestias. Los he visto subirse a los árboles como animales con mis propios ojos. ¿No es eso una prueba?
—¿Una prueba? —gruñó Henno Gui—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que, en una región llena de marjales y turberas, es el único medio que tienen de desplazarse de un sitio inundado a otro? Y todas esas historias de muertos vivientes, ¿nunca te han parecido un poco exageradas como explicación de unas tendencias sanguinarias que, por desgracia, son demasiado frecuentes entre los hombres?
—¿Frecuentes? —preguntó el sacristán asombrado.
—Yo no creo en esas monsergas de la maldición —insistió el sacerdote—. Para incitar al hombre a torturar a su prójimo no hace falta tanto. Basta con el miedo. El miedo por sí solo puede hacer cometer las peores atrocidades.
—Se sabe que los cuerpos pertenecían a un joven caballero y sus dos hijos —repuso Premierfait meneando la cabeza—. ¿Por qué iba nadie a tener miedo de una familia que se había extraviado?
—Eso precisamente es lo que hay que preguntarse, en vez de inventar cuentos de viejas. —Henno Gui se bebió un buen trago de agua del Montayou—. ¿Cuánto falta para llegar?
—Llegaremos al final del Valle del Pequeño a la caída de la tarde. Luego viene el Bosque de la Reina. Tendremos que dormir dos noches en él, porque es muy extenso. Pasado mañana, al mediodía si todo va bien, llegaremos al límite de la región de los pantanos.
—¿Y después?
—Después, no lo sé. Es una zona muy agreste, y peligrosa en esta estación, y yo no he estado allí más que en verano. Ya veremos. Al día siguiente por la tarde, tal vez lleguemos a…
—Bien —lo atajó el sacerdote—. Sigamos.
Premierfait saltó a pies juntillas sobre un montón de nieve. La comitiva acababa de detenerse. El sacerdote y sus amigos estaban por primera vez rodeados de inmensas extensiones vírgenes, bordeadas de hierbajos y arbustos esmirriados. Habían tardado tres penosos días en atravesar el Bosque de la Reina, cuyas sombras se desvanecían a sus espaldas; ahora estaban en campo abierto, en el Llano del Rey. El sacristán se agachó y apartó la capa de nieve con el dorso de la mano. Luego arañó el suelo hasta encontrar lo que buscaba: una placa de hielo. A continuación, empezó a golpearla con el puño. Los porrazos producían un ruido sordo, sin resonancia. Al sexto, la placa cedió. Un agua turbia, verdosa, espesa, borboteó entre las resquebrajaduras y manchó la nieve de alrededor. Al instante, el aire se llenó de un hedor infecto.
—Estamos en el buen camino —aseguró Premierfait—. Lo que veis a nuestro alrededor son los primeros pantanos de la región. Desde luego, la nieve hace que parezcan mucho más extensos; en verano se ven menos, pero huelen mucho más.
La comitiva acababa de internarse en el último bosque, el del Triunfo, cuando Henno Gui ordenó detener la carreta, saltó al suelo y retrocedió unos pasos.
Era un bosque miserable, de árboles raquíticos con el tronco quemado por el frío y cubierto de hongos gruesos como puños. Los espesos matorrales impedían que circulara el aire y el olor salobre de las ciénagas se agarraba a la garganta a pesar del hielo.
El sacerdote miró detrás de un arbusto y vio el cadáver de un animal. La carne estaba reseca, la sangre, ennegrecida, la carroña, congelada. El animal tenía el cuello atrapado en un nudo corredizo y la yugular seccionada limpiamente. Aquello era una trampa.
Sus compañeros se acercaron y descubrieron a su vez el primer indicio de presencia humana desde su partida de Draguan.
Aunque se sentía más seguro en compañía del sacerdote y sus dos compañeros, poco a poco Premierfait volvió a dejarse invadir por el miedo. Convencido de que corrían peligro, murmuraba interiormente promesas de exvotos para la iglesia de Draguan si salía con bien de aquella aventura.
No obstante, su presencia resultó indispensable. El Bosque del Triunfo, inmenso, tortuoso y engañosamente transitable, parecía un auténtico lazo tendido para descarriar a los viajeros. Henno Gui se acordó de la pequeña familia extraviada. Aquel bosque podía llevar a cualquier parte. No había nada que indicara sus límites, ni un mal poblado de salvajes en su interior. Pero la falta de hitos y puntos de referencia no parecía preocupar a Premierfait, que confiaba en su buena memoria.
—A pesar del tiempo transcurrido, recuerdo haber pasado por aquí —repetía.
La comitiva llegó ante un viejo árbol de ancho tronco que en su día había servido de puesto de observación al sacristán. En una gruesa rama, a media altura, Premierfait encontró una manta y unas cuñas que había dejado allí el verano anterior. El sacristán soltó un suspiro de alivio. Aquel árbol señalaba el final de su viaje.
—Aquí os dejo, padre —dijo—. Si mantenéis la promesa que me hicisteis en Draguan… Henno Gui asintió.
—Yo siempre cumplo mi palabra —respondió el sacerdote—. Indícanos el camino a la aldea y puedes marcharte.
Premierfait le mostró una cruz grabada en la corteza del árbol.
—A partir de aquí, encontraréis una señal como ésta cada siete árboles, hasta que veáis los primeros tejados de Heurteloup. Las hice pensando en los que vinieran después de mí. Dios sabe que no esperaba acompañarlos.
—Gracias, Premierfait —le dijo el sacerdote—. Estamos en deuda contigo.
—¿Cómo encontraréis el camino de vuelta a Draguan si…? En fin, si tenéis que volver… precipitadamente —le preguntó el sacristán con preocupación.
—No te apures —respondió Henno Gui sacando el rollo de hojas en las que había ido escribiendo durante todo el viaje—. He anotado los hitos del camino y he observado el cielo nocturno en cuanto despejaba. Mis rudimentos de astrometría nos serán muy útiles llegado el momento. Como una muestra de agradecimiento más, Henno Gui le proporcionó víveres suplementarios. Por su parte, Floris puso otras dos mantas en su carreta.
—Utiliza nuestros campamentos —le aconsejó Carnestolendas a modo de despedida—. En cada etapa he recogido un poco más de leña de la necesaria para que pudieras emplearla a la vuelta. Aunque llueva, las fogatas volverán a prender enseguida.
Aliviado pero triste, Premierfait dio media vuelta y dejó atrás a sus tres compañeros.
Minutos después el sacristán había desaparecido entre los árboles.
El silencio era angustioso, siniestro. El mismo trazado de los senderos indicaba que aquella región era más frecuentada que las anteriores.
Siguiendo las indicaciones del sacristán, los viajeros no tardaron en encontrar una prueba irrefutable de su proximidad a la aldea: una pequeña cabaña de madera. Era la primera vivienda de Heurteloup. Henno Gui miró a su alrededor, pero la aldea aún no estaba a la vista. La casucha, construida con troncos y tierra, se encontraba en un estado lamentable. La parhilera era de ramas atadas unas a otras.
—Mira —le dijo Henno Gui a Floris señalando la techumbre, en cuyo centro se veía una abertura, un ancho boquete a cuyo alrededor habían apartado la nieve para dejarlo despejado—. Ese agujero significa que el dueño de la choza ha fallecido. Permite que su alma pueda entrar y salir a voluntad durante su vida de espíritu errante. Es una tradición muy antigua, que sólo ha empezado a decaer en nuestro siglo. Qué interesante… La gente de aquí sigue creyendo en los aparecidos y las ánimas…
Los tres hombres prosiguieron su camino. Las señales de Premierfait seguían apareciendo cada siete árboles, pero grabadas de forma cada vez más discreta. El camino se iba ensanchando. Los viajeros sabían que en cualquier momento podían darse de bruces con un lugareño.
—Me pregunto qué recibimiento nos darán —dijo Floris.
—Ninguno —respondió Henno Gui—. Abandonarán sus casas en cuanto nos vean. ¿Qué harías tú si no hubieras visto a nadie en décadas y de pronto aparecieran tres hombres en la entrada del pueblo? Te esconderías para observarlos sin ser visto. Eso es exactamente lo que harán ellos. Puede que ya hayan huido y en estos momentos nos estén espiando.
Floris y Carnestolendas miraron a su alrededor con aprensión.
Sin necesidad de ponerse de acuerdo, los tres hombres siguieron avanzando con paso más cauteloso. El camino trazaba una curva, tras la cual el sacerdote y sus dos compañeros se encontraron en lo alto de un promontorio y avistaron, al fin, los tejados de Heurteloup.
Floris ahogó una exclamación de sorpresa. Desde aquella distancia, sólo se distinguía un racimo de casas bajas acurrucadas unas contra otras. Una chimenea dejaba escapar un hilo de humo gris. La aldea estaba rodeada de árboles, salvo en una estrecha franja que daba a una inmensa ciénaga cubierta de inmaculada nieve. Los tres forasteros permanecieron largo rato absortos en la contemplación del paisaje. No se veía un alma.
—Teníais razón, maestro —dijo Floris—. Ya nos han descubierto.
El sacerdote esperó, silencioso e inmóvil. De pronto, se acercó al carretón de Carnestolendas, se quitó la pelliza y el gran manto con capucha y los dejó en la plataforma. Debajo llevaba su sencilla vestidura de sacerdote: una cogulla de manga corta, con un cordón atado a la cintura y una cruz de madera de olivo colgada del cuello. Así era como deseaba aparecer ante sus feligreses.
—Soy un sacerdote, no un forastero que se ha perdido. Quiero que lo recuerden… o que lo adivinen.
Soplaba un gris glacial. Carnestolendas y Floris se estremecieron al ver los brazos desnudos de su maestro.
—Me preocupa el idioma —murmuró el muchacho—. ¿Qué haremos si no podemos entendernos con ellos?
—¿Qué haremos? —preguntó a su vez Henno Gui—. Lo mismo que los primeros cristianos cuando querían hacerse entender por otros pueblos: predicar con el ejemplo.
Sin decir nada más, el sacerdote reanudó la marcha unos pasos por delante de sus compañeros.
Con la mano derecha sujetaba con fuerza su indestructible bordón de peregrino, tallado en una gruesa rama de encina.
En la nieve había rastros de pisadas, indicios de una súbita desbandada. La gente había apagado los fuegos a toda prisa, atrancado las puertas, dejado los trabajos a medias, escondido los víveres y los animales… En algunos sitios, la nieve se había convertido en barrizal. El sacerdote no se había equivocado. Los aldeanos habían huido precipitadamente. Pero ¿cuándo había comenzado el éxodo? ¿Cuántas horas, cuántos días hacía que Henno Gui y sus compañeros estaban bajo vigilancia?
Heurteloup era un cabañal caótico. Cada choza, cada piedra, cada indicio de la vida de aquellas gentes emanaba una barbarie insólita. No había forma de saber si los habitantes se habían amoldado a aquella atmósfera siniestra o si por el contrario eran las paredes las que reflejaban la negrura y el embrutecimiento de las almas. Era un lugar sin encanto, sin comodidades, misérrimo. Sólo los rudimentos más básicos de la vida en común resultaban visibles: los límites entre las familias —pero no entre los humanos y los animales—, la unión de fuerzas, el fuego común, la madera y la tierra, el bosque que rodea, amenaza y sustenta.
Henno Gui y sus dos compañeros avanzaban cautelosamente por la calle principal de la aldea.
Lo primero que llamó la atención al sacerdote fue el gran número de cabañas en estado ruinoso. Buena parte de la aldea parecía abandonada desde hacía mucho tiempo. La población disminuía. Las familias se extinguían. En cada techumbre, uno, dos, incluso tres agujeros invitaban a entrar a los espíritus de los muertos. Henno Gui contó las viviendas habitadas. El resultado concordaba con el pronóstico de Chuquet, el vicario de Draguan: catorce fuegos, unas veinticinco almas. Determinados detalles en la entrada de algunas casuchas le permitieron adivinar el oficio de su propietario: cazador, curtidor, leñador, herrero, lavandera…
Detrás del sacerdote, Carnestolendas tiraba del carretón con una sola mano. Había desenvainado el machete y lo sujetaba con el brazo discretamente pegado el cuerpo. El gigante estaba en guardia.
Por su parte, el joven Floris creía ver rostros y figuras monstruosas por todas partes: un nudo en un poste se transformaba en un ojo inquietante, las sombras de los árboles parecían arrancarse del suelo, puertas y postigos golpeaban los marcos como animados por espíritus traviesos, y hasta el ruido de sus pasos lo intranquilizaba y lo obligaba a volverse constantemente.
Al final de la calle, en el otro extremo de la aldea, entre las últimas casuchas en ruinas, se alzaba un pequeño edificio de madera carcomida y piedra gastada y descolorida, cubierto de plantas trepadoras: la antigua iglesia.
Henno Gui había encontrado otros ejemplos de aquella arquitectura rudimentaria durante sus viajes de estudiante. Inmutable desde hacía siglos, no lo sorprendió. Era una pequeña casa de oración típica de las regiones pobres, más próxima a los templos y las capillas paganas que a las iglesias. Hecha de madera y adobe, y de escasa altura, conservaba en sus proporciones los adornos y símbolos de los grandes monumentos, pero a escala reducida: la puerta arqueada formaba su propio tímpano, las redondeadas cavidades imitaban ábsides, los grabados de la madera simulaban vitrales y un pequeño voladizo servía para elevar el campanario.
Carnestolendas y Floris no dejaban de mirar a su alrededor. La calma de los linderos del bosque resultaba cada vez más inquietante. El pantano que bordeaba la aldea estaba inmaculado hasta donde alcanzaba la vista. Nadie había huido en esa dirección.
—No pueden estar muy lejos —opinó el gigante—. No será difícil encontrarlos.
—No es nuestro cometido —repuso Henno Gui—. Dejemos que sean ellos quienes vengan a nosotros. De momento, tenemos otras cosas que hacer.
El sacerdote se acercó a la puerta de la iglesia dispuesto a echarla abajo, pero la hoja se abrió sin resistencia. Henno Gui penetró en el templo. Lo que vio en su interior lo dejó estupefacto.
La iglesia había sido transformada en almacén de víveres. Los aldeanos guardaban allí sus provisiones para el invierno. El tejado se conservaba en buen estado. Gracias a ello, la pequeña iglesia, aunque privada de su Dios, seguía siendo el lugar más importante de la aldea. Henno Gui recordó que Premierfait le había comentado que los malditos acudían a la iglesia a menudo… Ahora sabía por qué.
Henno Gui, Carnestolendas y Floris tardaron más de una hora en vaciar la iglesia de pacas de heno y cuartos de venado ahumados y amontonarlos en una cabaña próxima que parecía deshabitada.
Cuando las naves estuvieron completamente vacías, el sacerdote indicó a Carnestolendas que metiera el carretón.
—De momento nos alojaremos aquí —dijo Henno Gui—. Ahora no es más que una cáscara vacía. Debemos devolverle su fruto sagrado. Abandonaremos este lugar cuando Cristo vuelva a él.
Todos los símbolos religiosos habían desaparecido. Se adivinaban algunas viejas hornacinas, la grada del altar, el lugar que habían ocupado los bancos, la cruz del Salvador, pero todo estaba destrozado. Sobre el suelo de losas no quedaba nada.
Henno Gui cogió el machete de Carnestolendas, se situó en el lugar que debía de haber ocupado el altar y, juntando los pies sobre una losa, trazó un pequeño círculo a su alrededor con la punta del arma. Luego se agachó para soplar sobre las raspaduras del dibujo y murmuró una breve plegaria al tiempo que vertía unas gotas de agua bendita.
—Ya está —dijo volviendo a erguirse—. Por ahora, la iglesia de Heurteloup es esto —añadió señalando el redondel—. A nosotros nos corresponde ampliar este círculo. Espero que en breve rodee toda la iglesia. Después, y sólo después, volveremos a ensancharlo para abarcar el resto del pueblo. Cada cosa a su tiempo. Lo primero es reconstruir la casa de Dios.
Floris y Carnestolendas pasaron el resto de la jornada acondicionando el lugar para pernoctar. Sería la primera vez que dormirían bajo techado en mucho tiempo.
Por su parte, Henno Gui abandonó la aldea y regresó al bosque, sin ponerse ninguna prenda de abrigo sobre el sencillo sayal de sacerdote. Una vez en la espesura, empezó a arrancar grandes trozos de corteza, elegidos por su tono y espesor. En cada ocasión, recogía con un cuchillo una pizca de tanino, que probaba con la punta de la lengua y luego conservaba en un trozo de tela.
Luego, volvió a la choza abandonada a la que habían trasladado los víveres de los aldeanos y cogió una vasija de barro llena de grasa.
Una vez en la iglesia, empleó varios minutos en mezclar la viscosa grasa animal con el tanino que había recogido en el bosque, tras lo cual se quitó el cordón con el que se ceñía la cogulla y le arrancó unas cuantas fibras.
Al atardecer, Henno Gui había concluido su tarea. Juntó dos largos trozos de corteza que había limpiado cuidadosamente y vertió el blancuzco engrudo en el hueco cilíndrico que quedaba entre ellos. Carnestolendas y Floris lo observaban fascinados. Con simple grasa animal, un poco de tanino y un mecha trenzada con las fibras de un cordón, su maestro acababa de confeccionar un cirio magnífico. El sacerdote lo colocó en el círculo místico que había trazado en la piedra y lo encendió empleando un eslabón y un pequeño pedernal. El cirio prendió de inmediato y empezó a soltar un humo espeso. Un cálido resplandor invadió toda la iglesia.
Ya era un hecho. Dios había vuelto a Heurteloup.
Al caer la noche, nada hacía sospechar la presencia de los lugareños en las inmediaciones de la aldea.
Carnestolendas había hecho un agujero en una de las paredes de la iglesia para sujetar el mango de un cazo. Los tres hombres habían cenado sin tocar las reservas de la aldea. Henno Gui estaba firmemente decidido a no utilizar aquellos víveres. Fue el primero en acostarse y se durmió enseguida, sin ninguna preocupación.
En cuanto al gigante, se acomodó frente a la puerta de la iglesia y se dispuso a montar guardia.
El único inquieto era Floris, que, asaltado por siniestras premoniciones, no conseguía conciliar el sueño. Cansado de dar vueltas y con los nervios de punta, el muchacho acabó levantándose y acercándose al carretón de Carnestolendas para sacar uno de los libros encuadernados con piel de cordero que había traído consigo. Era un ejemplar del Libro del Tiempo, una crónica legendaria sobre el Temple. A las pocas páginas, se olvidó de las inquietantes sombras de la nave, y se dejó atrapar por las maravillosas aventuras de los infatigables peregrinos y los impávidos caballeros. Se le había pasado el miedo y, con él, el sueño. Al rayar el alba, seguía enfrascado en las fantasías del autor anónimo, lejos, muy lejos de la diócesis de Draguan, de la aldea de Heurteloup y de sus misteriosos habitantes.