Bloques de hielo grandes como ruinas antiguas bajaban las aguas del Tíber y chocaban contra las barcazas y los desembarcaderos.
En Roma el invierno también era despiadado. Aunque menos mortífero y menos maléfico que en los países del Norte (un punto sobre el que los obispos italianos nunca olvidaban insistir), había azotado sin misericordia la Península y los Estados de san Pedro, donde se consumían árboles enteros y los graneros se vaciaban rápidamente.
Sin embargo, esa mañana de enero de 1284, como todas las mañanas, el desfile de sotanas y púrpuras retomaba su curso y desafiaba la escarcha de las escaleras de Letrán, el palacio del Papa. Una escalinata colosal conducía al atrio del Santo Padre. En el interior, las galerías, los vestíbulos y las salas de audiencia no se vaciaban nunca. El invierno era una estación de tregua para todo Occidente, salvo para Roma. Las guerras entre reinos no se reanudarían hasta la primavera; la política de la Iglesia aprovechaba aquel recalmón para hacer oír su voz.
Piquetes de guardia y arqueros protegían la plaza y las bocacalles de Letrán. El Papa disponía de un ejército, los soldados de la Llave, y de una milicia de élite, conocida como Provisa Res, que esa mañana estaba escrupulosamente apostada en torno a Letrán, dirigida con mano de hierro por su jefe, Sartorius.
Uno de los soldados más jóvenes, Gilbert de Lorris, montaba guardia al pie de la escalinata. No tenía más que diecisiete años y sólo hacía una semana que formaba parte del cuerpo. Tenía el aspecto un tanto envarado de los novatos y los aprendices. Sus calzas estaban laboriosamente lustradas y la flecha de su vieja alabarda brillaba como si fuera de metal nuevo.
El joven seguía con la mirada las idas y venidas de curiosos y eminencias ante el palacio de Letrán. No se le escapaba nada. En consecuencia, fue el primero y el único que se fijó en un misterioso personaje, ataviado a la antigua, que se paseaba ante los muros fronteros al palacio. El desconocido se mantenía a distancia, observando él también a la gente que entraba y salía de Letrán. A veces parecía estar a punto de tomar el camino de las escaleras, pero cambiaba de opinión de inmediato. Era un hombre más bien alto, de hombros anchos y porte erguido. Desde su puesto, Gilbert apenas podía distinguir sus facciones. Sólo estaba seguro de una cosa: aquel viandante no era un joven cortesano. Llevaba ropa nueva y elegante hábilmente orlada, pero de corte y caída pasados de moda hacía al menos treinta años. Sólo un hombre de la generación anterior seguiría utilizando aquellas calzas enturbantadas, aquella capa hendida al estilo sarraceno, aquellos broches a la francesa o aquel gorro borgoñón. Gilbert se dijo que tenía enfrente a un hombre maduro y rico, tal vez a un «nombre», como se llamaba a los nobles. El desconocido seguía yendo y viniendo frente al palacio. Gilbert creyó que no se decidiría jamás. Por otra parte, aquello no tenía nada de extraordinario. Los alrededores de Letrán siempre estaban llenos de curiosos y solicitantes que se asustaban por nada y se batían en retirada ante los personajes importantes.
El guardia no tardó en cambiar de opinión.
El hombre llevaba un largo manto. Al volverse bruscamente hacia la derecha, uno de los faldones se alzó ligeramente, y Gilbert distinguió la forma de una espada, que el desconocido intentaba ocultar.
Eso lo cambiaba todo. El soldado conocía el código del palacio elaborado por Sartorius: nadie podía entrar en la residencia papal con un arma, salvo que dispusiera de un salvoconducto excepcional. Toda violación de aquella norma era justiciable.
Gilbert miró a su alrededor: su superior se había marchado para inspeccionar el resto de los puestos. Los dos guardias más cercanos se encontraban en lo alto de la escalinata. Estaba solo.
De pronto, la plaza y las escaleras de Letrán se despejaron visiblemente. El incesante paso de sotanas y mitras se había reducido en unos instantes. Gilbert estaba seguro: el desconocido iba a intentar entrar. En efecto. El sospechoso individuo echó a andar hacia el palacio con un paso tan franco y resuelto que desconcertó al joven guardia. Gilbert tuvo un momento de vacilación.
—¡Alto! —El desconocido, que ya había pasado junto a él y había empezado a subir los peldaños, fingió no oírlo—. ¡Alto, he dicho!
Gilbert dio un salto y se situó a la altura del hombre, con el arma bien a la vista.
El intruso se detuvo en seco y se volvió hacia el soldado. Gilbert no se había equivocado: era un individuo de edad avanzada. Su despejada frente caía a plomo sobre las cejas, claras y fruncidas. Tenía el rostro atezado y las mejillas secas y agrietadas como cuero viejo. Su mirada era franca, inquisitiva, masculina, pero de una claridad de agua de fuente. Gilbert enderezó el cuerpo instintivamente. El desconocido emanaba una majestad y una gracia señoriales. El joven soldado esperaba encontrar un viejo excéntrico, curioso, cómico, pusilánime; para su sorpresa, topó con un auténtico felino.
—¿Habláis conmigo, joven?
Gilbert se puso tenso. La voz tampoco era la de un simple curioso. Tenía las gélidas inflexiones de la autoridad.
—Lleváis… Lleváis un arma, señor… Señoría… Necesitáis un salvoconducto para entrar en el palacio.
—En efecto —respondió el anciano sonriendo ante el apuro del soldado—. Haces bien tu trabajo, muchacho.
El hombre se abrió el manto. Gilbert vio la espada, envainada en una funda forrada de terciopelo negro. El visitante también vestía una cota de cuero de caballero. De la cadena dorada que llevaba al cuello pendía el Triángulo del Espíritu Santo, un pequeño y precioso blasón que abría a quien lo portaba todas las puertas de la corte de Martín IV, el actual Papa. La orden era franquear el paso a quien se presentara con dicha insignia, aunque fuera armado como para afrontar un sitio.
—Vengo a ver a monseñor Artémidore —explicó el anciano mostrando el Triángulo—. El canciller del Santo Padre.
Gilbert dio un paso atrás y bajó el arma. Sabía que debía someterse.
—Os ruego me disculpéis, señoría.
Por sí solo, el emblema del Espíritu Santo ya era una distinción importante; pero fue otra condecoración la que colmó de turbación al pobre Gilbert. Bajo el Triángulo del Papa, colgada de otra cadena de oro, el joven guardia vio de pronto la cruz de los Caballeros de Túnez. Se quedó estupefacto. Gilbert era francés y sabía muy bien lo que simbolizaba esa cruz. En todo el mundo sólo había seis hombres que hubieran recibido aquella distinción de manos de Luis IX, que había creado la Orden hacía seis años, tras instituir la de Geneste, mientras agonizaba víctima de la peste al pie de las murallas de Túnez, durante su segunda cruzada. Con aquel gesto, el rey de Francia había ungido a sus mejores cruzados, sus compañeros más fieles, sus «apóstoles», como se les llamaba.
La sangre de Gilbert pasó del fuego al hielo. Hijo de campesinos, estaba impregnado de las legendarias proezas de aquellos seis hombres. Sus hazañas se habían propagado como las crónicas artúricas; sus vidas habían sido escritas e iluminadas sobre vitela antes de que acabaran.
—Eres muy parco en palabras, muchacho —dijo el anciano—. Al menos, llévame a la sala del Consejo. Hace mucho tiempo que no vengo a Roma.
El joven soldado miró a su alrededor. Estaba solo; Sartorius seguía sin aparecer. «Con un poco de suerte —se dijo Gilbert—, no advertirá mi ausencia».
Asintió y escoltó al ilustre desconocido.
En lo alto de la escalera, los dos hombres tomaron el peristilo que rodeaba el edificio y llevaba al lado norte del palacio, el ala pontifical que albergaba la cancillería.
Gilbert avanzaba con paso lento, oyendo tras él las pesadas pisadas del guerrero, que se había subido el cuello del manto y volvía a ocultar el rostro.
El joven se esforzaba en recordar los nombres de los seis legendarios compañeros de San Luis. En primer lugar, estaba Eudes de Bretaña, un gigante que fue el único que cruzó los muros de la fortaleza de Mansurah; Simeón Lambal, que negoció en secreto la compra de la corona de espinas de Cristo con los venecianos de Bizancio; Oreyac de Tolosa, que blandió el primer mangual a la salida de Aigües-Mortes; Daniel el Sabio, que secundaba al buen rey Luis bajo el roble de la justicia[1]; Ore de Saxe, que propició la evasión de más de mil cruzados durante la primera cruzada del reino, y luego… luego…
¡Diantre! Estaban llegando a la puerta del Consejo, y Gilbert seguía sin recordar el nombre del último héroe. No obstante, se sabía su gesta de memoria: fue él quien asistió al rey durante su fiebre de Taillebourg, él quien arriesgó en dos ocasiones toda su fortuna personal para contribuir a la financiación de las guerras santas y también él quien, llegada la última hora de su regio compañero, tuvo la luminosa idea de extender su agonizante cuerpo sobre un lecho de cenizas en forma de cruz.
Entonces, ¿cómo se llamaba? Además, ¿no era el único que aún podía presentarse en el palacio de Martín IV?, se dijo el joven guardia. Eudes había muerto en Bayeux, degollado por un campesino endemoniado; Simeón había perecido ante las puertas del Santo Sepulcro; Oreyac había rendido el alma en la abadía de Fontfroide; Daniel había fallecido durante una iluminación en Saint-Pons-de-Thomiéres, y la tumba de Ore de Saxe se había erigido hacía poco en un monasterio cartujo situado en el corazón de los Alpes. El hombre que había trazado la cruz de cenizas era el último con vida de los seis héroes.
Gilbert se detuvo ante una puerta reforzada con grandes cabezas de clavo ante la que montaban guardia otros dos soldados y se volvió hacia el visitante.
—Ya hemos llegado, señoría. Los guardias armados tenemos prohibido el paso al interior, pero encontraréis el camino sin dificultad. Las dependencias de la cancillería están al fondo de la galería.
—Gracias, mi joven amigo —respondió el anciano.
Con un gesto en absoluto ofensivo, antes lleno de nobleza y amabilidad, el visitante puso un luis de bronce en la mano del soldado. Gilbert se emocionó al ver de nuevo el rostro del rey santo grabado en la moneda antigua, con el perfil y las flores de lis en torno a la cruz admirablemente reproducidos.
Aquella simple imagen, llena de recuerdos franceses, bastó para refrescarle la memoria.
—Gracias —dijo con los ojos repentinamente brillantes—. Es un gran honor para mí, señoría… Soy francés, y no ignoro quién es el caballero Enguerr…
Pero el anciano le indicó con un gesto que no dijera su nombre. Se llevó un dedo a los labios y con otro señaló la moneda en la mano del muchacho, que comprendió de inmediato.
A continuación, el visitante dio media vuelta y penetró en el palacio.
La puerta volvió a cerrarse pesadamente. Durante unos instantes, Gilbert permaneció inmóvil, presa de la estupefacción.
Acababa de conocer a una leyenda. El héroe de su juventud. Enguerran III de la Gran Cilla. Uno de los seis Valientes. El Caballero Azul, como también se le llamaba.
La antecámara del canciller Artémidore era una sala inmensa, completamente vacía. Enguerran sintió al instante lo que cualquier hombre, por corpulento que fuera, tenía de insignificante en aquel vasto y pretencioso cubo. Allí todo estaba estudiado para humillar a quienes entraban con arrogancia. No había más que dos pequeños e incómodos bancos y una mesa de secretario situada ante la gran puerta del canciller.
El viejo Enguerran se sentó en unos de los bancos, sin más compañía que un soldado en librea de corte que montaba guardia a una treintena de metros. El escritorio del secretario estaba vacío.
En otros tiempos, Enguerran habría hecho caso omiso a aquellas intimidaciones de diplomático y habría permanecido orgullosamente de pie, haciendo resonar las espuelas sobre el mármol, con la mano en el pomo de la espada, adoptando ese aire de impaciencia que tan bien sienta a los grandes de su país.
Pero ahora el francés no podía permitirse la menor audacia. Había dejado su acogedor retiro de Morvilliers a pesar del invierno y de su edad avanzada para venir a Roma a apurar las heces de su deshonor. Él, el gran cruzado, el histórico compañero de un rey a punto de ser canonizado esperaba, con el corazón en un puño, que un prelado se dignara recibirlo. Enguerran sabía que aquel encuentro sellaría su destino y, sobre todo, el de su nombre. El canciller Artémidore le había prometido recibirlo en una carta. El cardenal era un viejo conocido. Antaño se llamaba Aures de Brayac. En sus primeros años de caballería, los dos hombres habían surcado juntos las aguas del Tirreno. Artémidore, hoy canciller de Martín IV y aspirante a su sucesión, estaba obligado a recibirlo. Después de todo, Enguerran le había salvado la vida dos veces durante el sitio de Malta. El caballero esperaba que aquel día señalara el final de sus largas vejaciones. Se equivocaba.
Primero lo hicieron esperar varias horas, como a un vulgar solicitante. Tuvo que aguantar las miradas irónicas de los jóvenes escribientes que cruzaban la antecámara y volver el rostro a menudo para evitar que lo viera un nuncio conocido y la noticia de su llegada se extendiera por el palacio. Había hecho lo mismo frente a la escalinata de Letrán, ante la que desfilaban demasiados rostros conocidos. Tres monjes franciscanos entraron en la antecámara y se sentaron a esperar a su lado. Aquellos hombres daban una impresión de poder y autoridad que Enguerran encontraba inconveniente en unos hermanos mendicantes de san Francisco. Los minoritas no le dirigieron la palabra. El viejo soldado vio que también ostentaban el Triángulo del Espíritu Santo de Martín IV. Poco después de su llegada, la puerta de Artémidore se entreabrió. Enguerran y los tres monjes se pusieron en pie. Un joven diácono apareció en el umbral y echó un rápido vistazo a los visitantes.
—Os estábamos esperando —dijo con sequedad. La frase iba dirigida a los franciscanos. Enguerran no se inmutó. Volvió a sentarse mientras la puerta se cerraba.
A la hora del relevo de la guardia de la antecámara vio reaparecer al mismo soldado en traje de corte que lo había instalado en el banco cuatro horas antes. En la mirada indiferente del joven, Enguerran de la Gran Cilla, general distinguido de la séptima cruzada y antiguo gobernador de las provincias de Jesús, percibió toda la magnitud de su caída.
Aún tuvo que esperar un largo tercio de hora. La puerta del canciller no se abrió más que para dejar salir a los discípulos de Francisco. Esta vez, Enguerran optó por no levantarse. El diácono ni siquiera se dignó mirarlo. No reapareció hasta veinte minutos después.
Al fin, hizo entrar a Enguerran.
El despacho del canciller carecía de la pompa habitual de los hombres de Iglesia. Más bien parecía el cuartel general del comandante de un ejército. Las mesas estaban cubiertas de mapas militares, las paredes, decoradas con frescos de batallas y las repisas de mármol, adornadas con reliquias bárbaras. Enguerran tuvo un arranque de mal humor ante aquel decorado de mal jefe, pero hubo otra cosa que lo indignó aún más.
El canciller Artémidore no estaba presente.
El joven diácono se instaló en el sillón de su superior, tras la gran mesa de trabajo. Aquel golpe era una humillación más, que superaba con creces a las precedentes: Brayac, su amigo de juventud, el canciller de Martín IV, se negaba a recibir a Enguerran de la Gran Cilla en persona.
Una vez más, el caballero se negó a reaccionar. Midió con la mirada al pequeño diácono, que vestía una sotana roja y blanca y un collar de san Pedro. Tenía la tez vidriosa y la mirada socarrona de los soldados de segunda línea, los que Enguerran eliminaba de sus contingentes al primer traspié. Cobardes y bellacos, no valían ni para hacer tocino.
—Me llamo Fauvel de Bazan —dijo el diácono—. Soy el secretario del canciller Artémidore, a cuya petición os recibo.
—¿Hay alguna razón para esto? —preguntó Enguerran.
—No. —Bazan era orgulloso; se notaba en su tono afectado, su mirada irónica, su falsa amabilidad—. Sentaos —dijo al fin. Enguerran no se movió.
—Estoy aquí por mi hijo —dijo el viejo soldado.
—Lo sé. Aymard de la Gran Cilla.
—He sabido que el rey de Francia se niega a juzgar su caso y lo ha puesto en manos del Santo Padre.
—En efecto, es un asunto muy serio. El prestigio de los nombres comprometidos en él, y por supuesto el vuestro, exigen una atención muy especial.
—Estoy aquí para reparar el agravio hecho a mi nombre, mi rey y mi Iglesia.
—¿Dónde se encuentra vuestro hijo en estos momentos?
—Está encerrado en mi propiedad de Morvilliers.
—¿Prisionero?
—Sí. Con orden de abatirlo si intenta escapar. Mis hombres vigilan su celda día y noche. Me obedecerán, os lo aseguro. —La firmeza del tono de Enguerran intimidó a Bazan—. Vos no ignoráis quién soy, —siguió diciendo el viejo cruzado—. En consideración a todo lo que he hecho por la gloria de nuestra Iglesia, creo que tengo derecho a preguntar cuál es la suerte reservada a mi heredero.
—¿Conocéis los cargos que pesan sobre vuestro hijo?
—Los conozco todos.
Aymard de la Gran Cilla era el protagonista de uno de los escándalos más sonados de la juventud señorial francesa. El muchacho, de carácter indómito, había abandonado inesperadamente una brillante carrera militar para tomar las órdenes. Aunque era su único heredero, Enguerran se felicitó por una elección tan piadosa. Después de todo, ¿no era ahijado de Luis IX, el rey santo? El anciano padre no podía sospechar la tempestad que se preparaba bajo aquella súbita vocación. Aymard era un espíritu independiente. Hizo tantas maravillas en el seminario como había hecho en el ejército. Su prestigio familiar le permitió ordenarse de inmediato. Al poco, el joven propuso la fundación de una nueva orden menor, a semejanza de los numerosos movimientos mendicantes y predicadores que se habían extendido por Occidente tras los triunfos de Francisco de Asís y Domingo de Guzmán. El futuro «abad» de la Gran Cilla deseaba consagrarse a las capillas y los pequeños monasterios privados de la nobleza de Francia. En efecto, todas las grandes familias tenían un lugar de culto construido en sus tierras con el fin de celebrar misas por su salvación y la de sus difuntos antepasados. La organización de dichos oficios religiosos era libre. Esta independencia se veía con malos ojos desde Roma; Aymard quería poner orden y establecer su poder enteramente bajo el patronazgo de la Iglesia. También se lanzó a recoger fondos con sus hermanos para socorrer a los pobres que vivían en las tierras de los mismos nobles. Sus relaciones y el prestigio de su nombre hicieron milagros. La orden de los Hermanos del Umbral fue creada en medio de un gran entusiasmo, con el respaldo de la corona, las grandes familias de Francia y una bula papal.
El ministerio de Aymard adquirió amplitud rápidamente. Las donaciones en oro afluían de forma constante, y pronto la orden contó con una cuarentena de sacerdotes y monjes ambulantes o regulares. A primera vista, la empresa del hijo de Enguerran parecía honrar sus votos. Las mejores familias confiaron sus altares a los hermanos del Umbral, y en todas partes se repetía que su paso por los depauperados campos era celebrado con alegría por los desheredados. Todo el mundo estaba contento. Los primeros rumores no empezaron a extenderse hasta pasado un año. A la cabeza de la orden, Aymard había colocado el núcleo duro de amigos juerguistas de la época de sus ambiciones militares. Las malas lenguas propalaron que se trataba de auténticos impíos que no dudaban en profanar los cementerios familiares que tenían a su cargo y en malversar el dinero de los oficios. Y, en efecto, la generosidad de la orden parecía irrisoria a la vista de las fortunas concedidas por los grandes de Francia a los miembros de la hermandad. La vestimenta, cada vez más lujosa, de aquellos monjes llamados mendicantes causaba asombro. Pero los ataques no tuvieron éxito. Por aquel entonces, era moneda corriente fustigar a las órdenes de los pobres que hacían fortuna. A imitación de los cluniacenses, Aymard y sus amigos instituyeron el «cubierto de la silla pobre». En adelante, entre los señores que favorecían a la orden del Umbral, cuando se producía una muerte en la familia, seguían sirviéndose el cubierto y el menú del difunto en cada comida; pero ahora se invitaba y agasajaba a un pobre de la región, con la misma generosidad que al pariente fallecido. Esta regla recibió el aplauso de todo el reino y dio un mentís a las malas lenguas. Aymard de la Gran Cilla había maniobrado con inteligencia, pues los próximos al Umbral sabían a ciencia cierta que sus miembros más eminentes se entregaban completamente y con total impunidad a vicios impropios de la peor soldadesca. En las iglesias privadas, al pie mismo de la cruz, se organizaron numerosas orgías, con la participación de mujeres jóvenes, embriagadas primero y convencidas a cintarazos después. Lo que al principio no eran más que excesos juveniles acabó convirtiéndose en frenesí y franqueó el límite de lo humano. Los hermanos del Umbral forzaron niños, invocaron a dioses paganos, se emborracharon con la primera sangre de una doncella… Una noche, desenterraron el esqueleto de un viejo abad y lo hicieron presidir una de sus misas negras. Cada nueva ceremonia se preparaba cuidadosamente para que procurara nuevas emociones a los asistentes. La apoteosis de la blasfemia y el horror se alcanzó la noche del segundo aniversario de la fundación de la orden. Para la ocasión, Aymard de la Gran Cilla organizó solemnemente su boda con la Madre de Cristo en una capilla oculta en la espesura de un bosque. Para personificar a la Virgen durante la ceremonia, se utilizó una estatua de escayola. La unión fue consagrada por un auténtico obispo romano, comprado a precio de oro. A continuación, una campesina de doce años encarnó el cuerpo de María. Fue atrozmente violada por los asistentes. La desventurada sobrevivió pese a las sevicias a que fue sometida. Fue ella quien denunció a los hermanos del Umbral.
Era un escándalo sin precedentes. El cura rural al que acudió la muchacha supo mostrarse hábil y prudente. El asunto salpicaba tanto al Papa como a la corona francesa y los grandes señores que habían contribuido a la orden del hijo de Enguerran de la Gran Cilla. Convenía ser discreto. El secreto no debía salir del círculo real y el alto clero. El asunto se silenciaría hasta que el Papa emitiera su veredicto final. Era una de esas verdades embarazosas que unían, siempre y sin fisuras, los intereses de la política y la religión.
—¿Qué esperáis del canciller Artémidore? —preguntó el diácono Fauvel de Bazan.
—Pocas personas están al corriente de los pecados cometidos por mi hijo. El rey de Francia, monseñor Artémidore y el Santo Padre son tres de ellas. ¿Quién más?
—Yo.
—¿Alguien más en Roma?
—Nadie.
—Directa o indirectamente, este asunto afecta a demasiada gente. A día de hoy, nadie puede predecir sus consecuencias futuras. Sobre nosotros, sobre nuestros adversarios y sobre nuestro pueblo. Las rebeliones contra la Iglesia son el mal del siglo. Un escándalo como éste no haría más que atizarlas y ganarles partidarios.
—En efecto.
—En consecuencia, parece razonable esforzarse para que no trascienda. El tiempo suele justificar las omisiones históricas cuando afectan a afrentas hechas a Dios o a los soberanos.
—¿Cuál es vuestra propuesta?
—Deseo que se eche tierra sobre el asunto. Salvad de la pira a mi hijo. Exiliadlo a Asia u Oriente. No será la primera vez que la Iglesia cierra los ojos ante casos parecidos. Todo el dinero de los Hermanos del Umbral vendrá a Roma. Además, me presento como garante y me ofrezco a cambio de la clemencia del Papa. Puede que ya no tenga edad para poner mi brazo al servicio de un señor, pero recordad al canciller que puedo poner mi fortuna, mi nombre y mi vida a los pies del Pontífice, y que estoy dispuesto a ofrecer una reparación.
Enguerran dejó sobre la mesa su blasón, su espada de caballero, su Cruz de Túnez, su escudete y su cruz de bautismo.
El diácono Bazan comprendía perfectamente la trascendencia de aquel gesto. Para un caballero, equivalía a vender su alma. El lustre del nombre era tan importante entre los jefes de familia que a menudo contaba más que las vidas. Un hombre de honor estaba dispuesto a todo para preservar su apellido del oprobio.
—Ya veis la importancia que concedo a esta reparación —dijo Enguerran—. En estos momentos, me alojo en la villa del señor Oronte. Aguardaré allí a que me digan qué se espera de mí.
El joven diácono no pudo evitar sentir admiración por aquel viejo héroe, que acababa de someterse con la dignidad de un gran señor.
Enguerran no le dedicó ni una mirada más. Se despidió y salió.
Unos instantes después, estaba de vuelta ante la balaustrada del peristilo, en lo alto del palacio. Frente a él se desplegaban los tejados de Roma, enrojecidos por el crepúsculo. El sol moría dulcemente. El viejo soldado había pasado todo el día en Letrán, pero había conseguido su objetivo.
Enguerran volvió a casa de su amigo Oronte, en Milá, cerca del mar, donde había decidido esperar la contestación del canciller. Se concedía ocho días. Si no recibía respuesta, daría su súplica por desatendida y volvería a Morvilliers.
El honor de toda una vida de armas, el honor de un héroe de leyenda, dependía ahora de esos ocho breves días de paciencia.
Pero al alba del siguiente, un emisario de Letrán se presentó en las puertas de la villa. Lo llevaron ante Enguerran, que hubo de vestirse a toda prisa. La entrevista fue breve. El mensajero depositó a los pies del anciano un hatillo que contenía la espada, la rodela, la cruz y el blasón del caballero, acompañados por una nota lapidaria garabateada por el canciller Artémidore: «Vuestro acto no es admisible a los ojos de Su Santidad».
Eso era todo: la petición del Caballero Azul había sido rechazada.
Sin una protesta, ese mismo día Enguerran hizo embalar sus efectos y emprendió el regreso a sus tierras.
El caballero viajaba en carroza, con dos criados y dos guardias a caballo. Sus hombres maldecían a sus espaldas su súbita decisión de volver a Francia. ¡Apenas habían llegado a Roma, y ya estaban de regreso! Además, la vuelta sería más larga que la ida; el paso de los puertos era más duro en aquel sentido, y todo el mundo decía que el invierno se recrudecería en las próximas semanas.
«Qué más da —se decía Enguerran acurrucado en un rincón del compartimento—. Ya no tengo prisa».
A la salida de Milá, el cochero detuvo bruscamente el carruaje. Enguerran vio ante sus caballos otro coche, muy lujoso, rodeado por seis escoltas montados en sus destreros respectivos. La pequeña portezuela se abrió, y Fauvel de Bazan saltó fuera del vehículo, cuyos costados ostentaban una cruz y una llave, las armas del Papa. El diácono se acercó a toda prisa al coche.
—Buenos días, señor. —El anciano lo miró sorprendido—. Su Excelencia el canciller desea entrevistarse con vos —dijo Fauvel—. ¿Podéis seguirnos?
—¿Os acompaña? El diácono asintió.
—Está en el coche. Seguidnos.
La carroza de Artémidore condujo a Enguerran al norte de Roma. Penetraron en una villa erigida en medio de jardines primorosamente podados. El edificio principal era una joya arquitectónica construida con piedras blancas recién arenadas. No se veía ninguna escultura, ninguna moldura, ninguna concesión al ornato. Todo era de proporciones y líneas depuradas. En el patio se alineaban otras carrozas y landós entoldados.
Enguerran y Artémidore se encontraron al pie de la escalinata de la mansión.
—¡Desde luego, no has cambiado nada! —exclamó el canciller cogiendo del brazo al viejo soldado, como si se hubieran visto el día anterior—. Tan impetuoso como siempre, a pesar de los años. Al primer no, das media vuelta y te vuelves a tu viejo señorío. Como ves, no he olvidado tus prontos, Enguerran. Sabía que tenía que darme prisa si quería alcanzarte.
—Yo sé cuando estoy de más en un sitio —respondió el caballero—. ¿No me han indicado que me marchara lisa y llanamente?
—Vamos, vamos, amigo mío, esto es Roma, no la corte de Luis en Poissy. Aquí no hay que hacer caso de nada; ni de lo que se dice ni de lo que se escribe. —Qué cómodo…
—La política romana es así; sus pilares fundamentales son las sutilezas y las apariencias. Aquí sólo se cuidan las formas. El resto se resuelve a puerta cerrada. Sígueme y lo comprenderás.
Artémidore había engordado enormemente. La papada le formaba tres grandes pliegues sobre el cuello de la púrpura; tenía el ojo lechoso de los sibaritas y la panza de Sileno que tanto vilipendiaban los partidarios del retorno al despojamiento del Cristo evangélico. Enguerran buscaba en vano en el gotoso paso del canciller la agilidad del caballero que había conocido en Malta.
El prelado condujo a su invitado al interior del palacio a través de una sucesión de salas abarrotadas de gente que apenas les prestó atención. Un aroma a carne asada y cebollas hervidas inundaba los pasillos. El banquete absorbía toda la atención de la concurrencia, en la que cortesanas y militares disfrazados de lechuguinos se mezclaban con religiosos de ojos pintados. Enguerran no conocía a nadie, pero junto a una chimenea descubrió los sombríos rostros y pardos hábitos de los tres franciscanos con los que había hecho antesala el día anterior. Ninguno de los tres parecía estar disfrutando del sarao.
—Estamos en casa del señor de Chénedollé —le explicó Artémidore—. Festejamos el bautismo de mi sobrino. Siempre aprovechamos estas ocasiones, mitad públicas, mitad privadas, para celebrar nuestras reuniones. —Artémidore esbozó una sonrisa que habría sido maliciosa si sus encías no hubieran estado tan rodeadas de grasa y piel floja—. Una asamblea de amigos, por decirlo así.
Enguerran siguió a su anfitrión hasta una sala abovedada del sótano de la villa. Tres candeleros coronados por gruesos cirios ennegrecían el bajo techo y apenas iluminaban la alargada pieza.
El viejo caballero distinguió una docena de hombres sentados en semicírculo alrededor de una mesa empotrada en la roca de un muro. Artémidore les presentó a Enguerran, pero ninguno de los miembros de la asamblea se dignó revelar su nombre.
—Seremos breves, mi querido Enguerran —dijo el canciller—. Después de todo, las cosas están claras. El gabinete secreto del Papa ha recibido tu petición respecto a tu hijo y está al corriente de los esfuerzos que pareces dispuesto a hacer para reparar las faltas de tu heredero. El Santo Padre los ha rechazado. No puede aceptarlos dadas las circunstancias del caso. En primer lugar, porque el espíritu de la caballería le es totalmente ajeno, y en segundo, porque mostrar semejante clemencia hacia un nombre tan ilustre como el tuyo podría perjudicar sus relaciones con la nobleza francesa. En consecuencia, consiente en llevar este asunto con tanta discreción como sea posible, por el bien de todos, pero quiere la cabeza de tu hijo, para cubrirse las espaldas. —Enguerran se quedó petrificado—. Si estás ante nosotros en estos momentos —siguió diciendo Arté-midore—, es porque somos los únicos capaces de hacerle cambiar de opinión.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque somos, digamos… los «agilizadores de los asuntos ordinarios». Una función importante, que se ha creado con el paso del tiempo, por sí sola, en cierta forma. Los papas no se suceden en Roma tan fácilmente como vuestros reyes de Francia, que siempre tienen la suerte de encontrar un heredero varón al que subir a su trono. Aquí, entre dos pontífices, pueden transcurrir meses, incluso años. Durante ese tiempo, hay que asegurar la continuidad de la política de la Iglesia. Y con firmeza. Eso es lo que hacemos nosotros. En cierto modo, somos los «papas de los interregnos».
—Pero Martín IV está vivo y es quien manda. ¿Por qué ibais a discutir su autoridad, u oponeros a su voluntad? Artémidore lo fulminó con la mirada.
—Porque sabemos lo que es poner la Cruz de Túnez a los pies de alguien. —Un murmullo de aprobación recorrió la mesa del consejo—. Estás dispuesto a hacer muchos sacrificios para salvar a tu hijo —siguió diciendo el canciller—. Por terribles que sean los pecados que ha cometido, podemos comprender tu instinto paternal y tu necesidad, tan francesa, de salvaguardar tu nombre. Estamos dispuestos a concederte nuestra clemencia a cambio de algunos pequeños servicios.
—No me gustan las proposiciones clandestinas —respondió Enguerran—. Sobre todo cuando me las hacen en un sótano.
—¡Ésta sí que es buena! ¡A nosotros tampoco! —exclamó el canciller—. Como todo el mundo, sabemos que la verdad sólo triunfa a la luz del día, pero también que, en política, se trabaja mejor en la clandestinidad. Te guste o no, los asuntos de los hombres son así, y contra eso no hay nada que hacer.
—¿Por qué debería escucharos?
—Porque soy el canciller del Papa y porque, ineluctablemente, entre los doce hombres que tienes delante está sentado el próximo soberano de Roma. Somos tu mejor y tu única baza. Además, nuestras pretensiones respecto a ti son de lo más razonable.
—Te escucho.
—Es muy sencillo. Queremos que compres tierras.
—¿Que compre tierras?
—Sí. Para nosotros. Para la Iglesia. Como bien sabes, la comunidad y los cultos cristianos se han desarrollado considerablemente durante las últimas generaciones. Hemos conseguido asociar a Cristo con muchas ceremonias que hasta épocas no muy lejanas estaban impregnadas de paganismo: ahora, los bautismos en los ríos se celebran en nuestros baptisterios, los contratos de matrimonio son actos oficiados en nuestras iglesias, que sólo nosotros podemos revocar, e incluso los nombramientos de caballeros se hacen bajo la autoridad de los obispos; ya no hay espaldarazo válido si no se da con una espada consagrada por la Iglesia. Hasta los muertos están bajo la protección de Cristo. Hemos acercado los cementerios a las iglesias; se acabaron la ceremonias de los tiempos paganos, con sus horribles libaciones, ofrendas y banquetes. Ahora, la misa es lo único que acompaña al alma de los difuntos en su viaje al más allá. Poco a poco, la vida de los hombres se acerca a las enseñanzas y la palabra de Nuestro Señor.
—Me felicito por ello —dijo Enguerran.
—Sin embargo, hay un ámbito en el que las viejas costumbres siguen resistiéndose a la Iglesia; la posesión de tierras. Sobre todo en Francia. Los señores, los vasallos del rey, se niegan obstinadamente a ceder sus tierras a nuestro clero. Prefieren vendérselas entre sí, acordar matrimonios o entregárselas a la corona. Entre vosotros, en Francia, la tierra es el nombre. El símbolo del apellido y de los antepasados. ¡La dinastía! Son los vestigios de un apego a las costumbres del pasado sobre el que todavía no hemos conseguido triunfar.
—Muchos señores han regalado tierras a la Iglesia —protestó Enguerran.
—¡Bah! Parcelas, bosques que hay que desbrozar o marjales que hay que desecar para construir una abadía. Por mala conciencia. La realidad sigue siendo que se negarían a negociar con nosotros lo que mercadean entre sí sin ningún reparo. Cuestión de solidaridad de casta, sin duda… Sin embargo, la Iglesia necesita tierras. Muchas familias francesas están al borde de la ruina y quieren vender sus propiedades. Es lamentable que la Casa de Dios no pueda aprovechar todas esas oportunidades. Todo el mundo saldría ganando. En consecuencia, nos gustaría que tú, y sólo tú, nos sirvieras de intermediario, de testaferro, para la adquisición de ciertos bienes que nos son particularmente queridos. De la Gran Cilla es un nombre ilustre. Todo el mundo lo conoce y todo el mundo lo respeta. Tu hijo aún es tenido por buen súbdito y hombre piadoso. Hasta ahora todo lo que circulan son rumores. En caso necesario, declararemos que esas acusaciones son totalmente infundadas y que difundirlas constituye una blasfemia. Está en nuestras manos. Como tú mismo le dijiste a mi secretario, no sería la primera vez que la Iglesia hace un esfuerzo y cierra los ojos.
Enguerran meditó unos instantes antes de responder:
—La gente se sorprenderá de que un viejo señor como yo tenga esas repentinas ganas de tierras.
—Sí, se sorprenderá… Pero cerrará el trato en cuanto hagas una oferta sustanciosa. Tú no te preocupes. Haz lo que te pedimos, y te garantizamos la supervivencia de tu nombre y tu prestigio.
—¿Qué será de mi hijo?
—Lo traeremos a Roma. Es un espíritu retorcido y rebelde. Nosotros nos ocuparemos de él. Estos caracteres difíciles, cuando pierden sus viles pasiones, suelen convertirse en los elementos más seductores y eficaces de nuestra institución. Nosotros lo enderezaremos. —Artémidore esbozó una de sus desagradables sonrisas—. ¿Vas a rechazar un trato así, Enguerran?
La noche caía sobre la Ciudad Eterna. Los soldados de la guardia vespertina de Letrán habían ocupado sus puestos alrededor del palacio. El resto de la guarnición se disponía a acostarse en su acuartelamiento de la Vía Gregoria.
Pero esa noche, la puerta del dormitorio del primer piso se abrió de una violenta patada. Sartorius; el jefe de la guardia, entró de un humor de mil demonios.
—¿Dónde está el francés? —Todos los soldados se pusieron firmes a la vista de su comandante, que sostenía un cofrecillo y una espada de caballero de hoja plana—. ¿Dónde está el francés? —repitió Sartorius.
Gilbert salió precipitadamente de su celda y se anunció haciendo chocar los talones e irguiendo la barbilla.
Sartorius se le echó encima y le puso el cofrecillo entre los brazos de malos modos.
—Toma —le dijo—. Te han elegido. Lee las instrucciones del cofrecillo y desaparece de mi vista. —Sartorius odiaba que la cancillería o la curia utilizara a sus hombres para misiones políticas. ¡Como si reclutar un cuerpo de élite fuera tan fácil!—. Te han elegido para una misión porque eres el único que habla francés. Como si yo no lo hablara… ¡A mí también me habría venido bien! ¡Bah! —gruñó Sartorius encogiéndose de hombros—. Toma también esto —añadió tendiéndole la espada, un arma excepcional para un simple guardia como Gilbert, pero dando media vuelta sin hacer ningún comentario sobre aquel extraño privilegio.
El muchacho abrió el cofrecillo. En su interior había dinero en forma de bonos a retirar en las encomiendas de los templarios, salvoconductos y una orden de misión: un mandato para traer a Roma al abad Aymard de la Gran Cilla desde el palacio de Morvilliers. El sello del papa Martín IV daba a entender que el asunto era grave, urgente y, en consecuencia, que debía cumplirse por todos los medios. Unos billetes de posta garantizaban que el caballero Lorris dispondría de caballos de refresco para cada etapa. El prisionero debía encontrarse en Roma en un plazo no superior a ocho semanas.
Un escalofrío de placer recorrió la espalda de Gilbert. Iba a volver a Francia.