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Entretanto, en la casa de los canónigos el vicario Chuquet hacía los preparativos del suyo. Tras requisar los tres caballos que constituían la cuadra del obispado, había entrado discretamente al despacho episcopal de Haquin, que permanecía cerrado desde el comienzo del invierno. Allí consultó viejos registros, cogió una bolsa de oro para el viaje y buscó la carpeta de la correspondencia del obispo. Chuquet había decidido trasladar el cuerpo de monseñor Haquin a París por tres motivos. En primer lugar, temía que los draguaneses la tomaran con los restos de su antiguo obispo; además, no confiaba en absoluto en la primatura de Passier, de la que dependía Draguan: la continuada indiferencia de aquellos prelados por los problemas de la diócesis y la desconfianza que inspiraban a Haquin lo reafirmaban en su decisión de no dirigirse nunca más a ellos y recurrir directamente a París; por último, el único indicio que tenía Chuquet sobre el misterioso pasado de su superior procedía de la capital. En quince años de servicio, el vicario había contabilizado una sola carta privada recibida por el obispo. Procedía del arzobispado de París y llevaba la firma de un enigmático Alcher de Mozat. Eso era todo lo que tenía. No disponía de otra pista para averiguar los orígenes de su maestro y enterrarlo dignamente en su tierra natal.

Chuquet había expresado a menudo el deseo de cambiar modestamente el curso de su vida. Ese momento había llegado de modo súbito.

Una hora después de la visita de Henno Gui al afilador Grosparmi, los convoyes de Chuquet y del sacerdote estaban listos para partir.

Los monjes Méault y Abel habían enganchado un gran coche totalmente cerrado, que ocultaba el ataúd provisional del obispo y cobijaría a Chuquet durante las frías noches del viaje. Los tres caballos del obispado apenas bastarían para salvar los tramos más difíciles de la ruta a París.

Junto a él, la carreta de Premierfait y Henno Gui sólo contenía provisiones, mantas y estacas para montar una tienda.

Hacía un día radiante. El joven sacerdote había pasado la última hora rezando en el presbiterio de la iglesia.

Se había convenido que el ataúd de monseñor Haquin abandonara el pueblo en último lugar, después del sacerdote, por un atajo a cubierto de la curiosidad de los draguaneses.

Abel y Méault bendijeron de lejos la partida del sacerdote. Por su parte, Chuquet prometió a Henno Gui que iría a verlo en cuanto volviera de París.

—Ruego a Dios que bendiga vuestro viaje y os conceda un pronto regreso —le dijo.

Gui sabía que necesitaría al menos cuatro o cinco días de viaje para llegar a la aldea. Premierfait aseguraba conocer perfectamente el camino, que atravesaba tres valles y cuatro extensos bosques. Los había recorrido mentalmente muchas veces durante las largas noches de insomnio que siguieron a su regreso de Heurteloup.

Sentado en una de las banquetas del carro, Henno Gui volvió a recogerse en oración, sin dignarse volver la cabeza hacia Draguan.

«Et dixit dominus michi quod volebat quod ego essem novellus pazzus in mundo…». (Y el Señor me dijo que soy un nuevo loco en el mundo…), pensó el joven sacerdote.

Sabía que dejaba tras sí rumores contradictorios, puede que hasta esbozos de leyendas campesinas: un cura llegado de ningún sitio, un loco que aceptaba ir a aquella aldea maldita, violento, peligroso, un poco médico, un poco brujo, un poco mago, un poco… inverosímil.

Dijeran lo que dijesen, todos los draguaneses estaban convencidos de que, a menos que se produjera un milagro, no volverían a ver con vida a aquel cura.