El sacristán no había mentido. Henno Gui llegó ante una casita estrecha de piedras rojizas, encajonada entre dos edificios altos al borde de una pendiente.
La superposición de huellas ante la puerta del afilador indicaba que la pobre víctima del asesino de negro ya había recibido numerosas visitas.
Detrás del sacerdote, los vecinos habían empezado a agruparse y lo seguían murmurando entre sí. Henno Gui no les prestó la menor atención. Entró en casa de Grosparmi sin llamar.
En el interior, el herido gemía en su cama, con la pierna derecha totalmente tumefacta. El día anterior, Henno Gui, tras confundirlo con otro salteador de caminos, le había roto la rodilla con el mango de su bordón de peregrino y le había alcanzado el nervio ciático.
Xabertin, el viejo sanador de Draguan, el «echador de ensalmos», había pasado toda la noche con la pierna del afilador, pero no había dado con la fórmula o el ungüento capaces de atajar o aliviar el mal.
Nada más entrar, Henno Gui sacó de su pequeño zurrón algunas hierbas de azufaifa, preparó un cocimiento, arrancó los vendajes sucios, untó la pierna con una pasta de farmacopola y recitó unas oraciones desconocidas para los escasos oídos presentes alrededor del lecho. El sacerdote, siempre misterioso, acabó reduciendo la hinchazón y devolviendo la flexibilidad y la textura a la enrojecida piel. Los efectos de su remedio fueron de una rapidez diabólica. Algunos testigos se persignaron ante tamaño prodigio. Otros abandonaron la casa para ir a contar el milagro al gentío que esperaba fuera. En el interior, el medicastro terminaba su cura dejando la herida al aire.
—Siempre soy partidario de dejar que la naturaleza recomponga lo que el hombre ha descompuesto —dijo Henno Gui—. El cuerpo humano es mejor médico que muchos de nuestros maestros de facultad.
Lo esencial de aquella frase no había pasado inadvertido a nadie: el joven sacerdote había dicho «la naturaleza», no Dios.
Tras pedir perdón a su víctima, Henno Gui bendijo al afilador y lo dejó descansar. Luego, volvió a la casa de los canónigos, indiferente a la muchedumbre y a los comentarios que oía a su paso.
Al cruzar la calle donde vivía Premierfait, el sacerdote vio una gran yegua y una sólida carreta ante la puerta de su casa. El sacristán estaba preparando el viaje.