6

Henno Gui llamó a la puerta de Premierfait. La hoja se abrió bruscamente sobre una mujercilla rechoncha de aspecto cerril e inmediatamente antipático. Era Godiliége, la mujer del sacristán. Un personaje curioso. Todo en ella emanaba mala voluntad: la punta de sus chanclos, sus cortas piernas de pato, sus anchos y encorvados hombros, su estrecha frente, ceñida con un trapo azul, sus ojillos, demasiado hundidos, y sus cejas, demasiado juntas. La buena mujer, que abría la puerta de su casa como si te escupiera al rostro, se quedó pasmada al ver ante sí a un desconocido vestido de cura.

—¿Qué queréis?

—Soy el padre Henno Gui —respondió el sacerdote—. Vengo a pedir ayuda al sacristán.

—¿Ah, sí? ¡Faltaría más, padre! Pasad. ¡Vamos, vamos, pasad!

Al instante, la desconfianza de la sacristana se transformó en piadosa solicitud de beata. Empezó a soltar «¡Oh, padre!» largos como su brazo. Tras sentar a Gui a su mesa, ante una tajada de naba y un cuenco de leche tibia, se desvivió en hacer los honores de su casa, que por lo demás era la viva imagen de la desaseada y robusta campesina: el techo apenas tenía la altura de un hombre, los muebles eran demasiado pequeños y demasiado abundantes, y los enseres, viejos y estropeados.

Cuando llamó a su marido, su tono despectivo hacía presagiar un pobre diablo esmirriado y sumiso; no obstante, lo que apareció, todo modestia bajo las viguetas del cielo raso, fue un auténtico hombretón. Premierfait era un individuo corpulento, que avanzaba medio encorvado por aquella cabaña, construida a la escala de su mujer.

—¿Eres el sacristán Premierfait?

—El mismo que viste y calza —respondió su mujer.

—Soy el padre Henno Gui, llamado a vuestra diócesis por el obispo, monseñor Haquin.

Los dos campesinos se santiguaron a la vez.

—Dios lo tenga en su gloria —murmuró Godiliége.

—Monseñor me convocó para que me ocupara de una nueva parroquia.

—Eso está pero que muy bien —opinó la mujer—. En esta maldita tierra nunca habrá bastantes hombres de Dios. Su Reverencia estuvo muy inspirado. Dios lo tenga en su gloria —repitió.

—El hermano Chuquet me ha dicho que eres el único que conoce el emplazamiento de mi nuevo curato… —La pareja palideció de golpe—. Necesito que me acompañes allí —añadió el sacerdote—. Hoy mismo. —Los dos campesinos volvieron a persignarse con una rapidez casi cómica—. ¿Sabes a qué parroquia me refiero?

—Por supuesto —respondió la mujer recobrando el habla—. Pero mi marido no volverá a ese sitio, padre. Lo siento mucho. Monseñor Haquin fue muy bueno al querer dar un sacerdote a esos salvajes, pero eso se hará sin Premierfait.

—¿Sí? Sin embargo, tu marido es el sacristán del obispado —replicó el sacerdote—. No puede negarse a acompañar a uno de los sacerdotes a su parroquia. Voy allí para llevar a Cristo a esas gentes. No hay ningún mal en sostener una empresa de Dios.

—¡En este asunto, hay mal en todas partes! —exclamó la mujer—. Creedme, padre, hemos sufrido bastante como para saberlo.

—¿Sufrido? —preguntó Gui sorprendido.

—Desde que Premierfait fue a vagabundear por esos malditos marjales y se acercó a esa gente…

—¡Eh! —protestó el hombretón por primera vez—. Me mantuve alejado. ¡No me acerqué a nadie!

—Bueno, da igual. El caso es que ese viaje no ha servido más que para poner a toda la diócesis en nuestra contra. Desde que volvió, nadie nos dirige la palabra, padre. Nos tratan como a apestados. Nuestros vecinos han condenado las puertas que comunicaban nuestras casas y nadie nos vende lana ni leche. Como si mi marido hubiera traído consigo las enfermedades y maldiciones que asolan aquellas tierras y ahora se abatieran sobre las nuestras por su culpa. Nos dicen que en esa aldea perdida sólo quedan fantasmas, que todos sus habitantes llevan mucho tiempo muertos y que Premierfait no es más que un loco que se ha dejado emponzoñar por los pestilentes pantanos y ha perdido la cabeza. ¡Son todos unos desagradecidos, unos mentirosos y unos miserables! ¡Comprenderéis que no quiera volver allí! No iría ni para acompañar al Papa. Es un sitio en el que la gente se ha vuelto tan repugnante como el cieno que los rodea. Son sucios y violentos, son como monstruos… Hablan lenguas que nadie conoce. ¿Y los peces? ¡Anda, Premierfait, hablale de los peces! ¡Se comen los peces de los pantanos, padre! Bichos deformes, monstruosos, como no se ha visto jamás. Las plantas, los árboles, la hierba, allí todo es venenoso… Creedme, padre, es el diablo quien se ha instalado en ese sitio, ¡el diablo!

—Gracias, buena mujer —respondió Henno—, pero prefiero hacerme una idea de la presencia del demonio en mi parroquia por mí mismo.

—¡Eso, por vos mismo! Así que no sigáis intentando arrastrarnos allí, porque no cambiaremos de opinión. El sacerdote bebió un largo sorbo de leche.

—¿No os lo pensaréis?

—¡Jamás! Este asunto no puede darnos más que disgustos. Podéis creerme a pies juntillas; yo siempre sé lo que es bueno y lo que no lo es. Tengo ese don.

—Vaya, vaya… —dijo Henno Gui con los ojos súbitamente brillantes—. Pues puedes estar contenta; los filósofos siempre se han esforzado en adquirir semejante sabiduría y aun hoy la distinción del Bien y del Mal mantiene ocupadas muchas mentes. Ya que manejas tan bien ese talento, ¿dejarás que aproveche tus luces?

Dicho aquello, el joven sacerdote, polemista curtido en la mayéutica, se burló del ingenio de la pobre campesina con unas cuantas preguntas socráticas. Sin darse cuenta, la sacristana se acercaba un poco más al punto de vista de Henno Gui con cada una de sus respuestas. El sacerdote se dio tan buena maña que ambos acabaron de acuerdo en la absoluta necesidad de que Premierfait lo acompañara a la aldea, sin que la mujer tuviera que renegar de sus anteriores convicciones. La controversia había sido un juego de niños.

—Entonces, está decidido —dijo el sacerdote, que concluyó con un canto de alabanza al ingenio de Godiliége.

—Sí, pero todo eso era hablar por hablar —puntualizó la sacristana inesperadamente—. No para hacerlo.

—¿Qué diferencia hay?

—¡Menuda! Eso sería demasiado fácil. Vos me habláis del Bien y del Mal, y me parece perfecto; pero yo os hablo de lo Bueno y lo Malo, que son cosas muy distintas.

A continuación, con un sentido común desconcertante, la inculta draguanesa rebatió la lógica de Platón tan magistralmente como su discípulo Aristóteles.

—De acuerdo —respondió Henno Gui, divertido por la argumentación—. Confieso haber empleado contigo un nuevo método que la Iglesia nos recomienda desde hace poco y que desea ver aplicado en todas las parroquias. Lo llama el Diálogo y, con él, nos impone la obligación de buscar siempre un terreno de entendimiento entre el sacerdote y el fiel antes de tomar una decisión; no forzar nada, no imponer nada por la fuerza, como se hacía hasta ahora. Pero veo que eres demasiado dueña de ti misma como para dejarte deslumbrar por las novedades.

—Efectivamente —respondió Godiliége, por más que no había acabado de comprender aquello último, y le dio un codazo al calzonazos de su marido.

—Comprendo que con vosotros es mejor seguir utilizando los viejos métodos de la Iglesia —dijo el sacerdote.

—Eso es. Guardaos vuestras novedades para los demás. Nosotros preferimos que nos hablen como toda la vida; con las mismas palabras que escucharon nuestros padres, y sin mil preguntas y mil trampas escondidas en cada frase.

—Entendido. —Henno Gui se acabó el cuenco de leche sin prisa y se puso en pie. Se caló la capucha y se volvió hacia Premierfait con expresión dura—. Premierfait —dijo en un tono que no admitía réplica—, si te niegas a acompañarme hoy mismo a Heurteloup, haré que te prohiban la entrada a todas las iglesias de la diócesis. No podrás recibir ningún sacramento administrado en nombre del Señor. No podrás asistir a misa ni obtener el perdón de tus pecados mediante la confesión. Estarás excluido de la comunión de las almas y de la comunidad de los cristianos, y permanecerás fuera de la ley de la Iglesia para siempre. Tus pecados se acumularán sobre ti sin remisión posible. En el declinar de tu vida, serás juzgado sin absolución, darás cuenta de tus pecados y de tu negativa de hoy a socorrer a unos fieles abandonados y a un ministro de Dios que te implora.

—Pero… —murmuró la mujer.

—Una negativa, Premierfait, que seguirás pagando en los limbos del otro mundo.

—Pero…

—¿No querías el método antiguo, buena mujer? —dijo Henno Gui con voz de nuevo calmada—. Pues ahí lo tienes. —El sacerdote se volvió hacia el sacristán—. Si aceptas acompañarme hasta mi parroquia, no te pediré nada más. Podrás dejarme a la entrada de la aldea y volver con tu mujer.

—Pero los malditos… —balbuceó ésta con voz lastimera.

—Los malditos son asunto mío —gruñó Henno Gui—. ¿Premierfait? ¿Has comprendido?

—Sí, padre —murmuró el sacristán.

El joven sacerdote asintió y se dirigió hacia la puerta sin esperar la reacción de la arpía. Ésta arrojó un puñado de judías pintas a su espalda para conjurar la mala suerte.

Antes de salir, Gui añadió:

—¿Tiene iglesia, Heurteloup?

Premierfait dudó unos instantes y miró a su mujer, que alzó los ojos al techo, dando a entender que su respuesta ya no tenía importancia.

—Sí, padre. Ya lo creo —contestó el sacristán—. Y me pareció que iban bastante a menudo.

—¿Ah, sí?

Acto seguido, Henno Gui le preguntó dónde vivía Grosparmi.

—No muy lejos —respondió Premierfait—. Es una casa de ladrillos rojos, a tres calles de aquí, torciendo a la izquierda. No podéis perderos.

El sacerdote se despidió y salió.