Al día siguiente, Henno Gui durmió hasta bien pasado el amanecer. Ni Chuquet ni los otros dos monjes se atrevieron a despertarlo para los cantos de prima y tercia. Lo habían instalado en una pequeña celda del primer piso, una habitación desnuda, más utilizada por los enfermos de la diócesis que por los viajeros, cuya única ventana habían condenado. Tras entrar para pasar la noche, el joven sacerdote la desatrancó de un golpe de hombro; luego se pasó un buen rato contemplando el pueblo envuelto en la oscuridad y el boscoso horizonte. Esa mañana, una luz clara y suave inundaba la celda. La tormenta de nieve había pasado. Las calles de Draguan relucían como el cristal.
Henno Gui recitó unos salmos arrodillado al pie del lecho, se afeitó la barba y la tonsura ante una jofaina de agua y salió, vestido con una gruesa cogulla y unos zapatos de cuero. Llevaba el cuenco de tisana vacío y el zurrón con provisiones que le había preparado Chuquet.
Los largos pasillos de la casa de los canónigos estaban desiertos. Los gruesos postigos cegaban todas las ventanas. El olor a sebo de las velas flotaba como neblina bajo el orbe de las bóvedas.
El sacerdote encontró el camino al refectorio. La sala conservaba la tibieza del fuego matinal. La mesa estaba limpia; los trincheros, cuidadosamente ordenados y cerrados. Gui se sirvió un caldo de carne salada y se lo bebió de un trago. Luego, se cortó una rebanada de pan negro. Acabada la colación, recogió cuidadosamente todas la migas con las puntas de los dedos.
Fuera se oían golpes de martillo. Gui entreabrió la puerta del refectorio, que daba al patio interior de la casa. En el otro extremo del espacio cuadrangular, los hermanos Méault y Abel se afanaban en serrar tablas. Estaban haciendo el ataúd del obispo. Los dos monjes hicieron una pausa para saludar al joven sacerdote, que recordó su conversación secreta de la noche anterior.
Henno Gui respondió con un gesto, volvió a cerrar la puerta y se dirigió a la entrada principal, que seguía reforzada con muebles.
No sin esfuerzo, el sacerdote se abrió paso hasta la puerta y salió a la amplia plaza mayor. Las calles estaban desiertas. A pesar del sol, hacía un frío tan intenso como el día anterior. La nieve había cubierto las cuestas, las carboneras y los rastrojos de las terrazas. Algún que otro animal se asomaba al umbral de las casas y volvía a entrar para refugiarse junto al fuego y la paja.
El sacerdote observó las callejas y tomó una al azar.
Al poco, se encontró con un grupo de campesinas. Abrigadas con briales y mantos de espesa lana, estaban absortas en su cháchara cuando vieron al sacerdote. De pronto, se dispersaron como una bandada de cuervos.
Sólo dos decidieron quedarse. Eran las más jóvenes; dos adolescentes. La mayor tenía la mirada clara y el pelo oscuro; la pequeña, cabellos dorados y ojos verdes. El padre Gui se detuvo ante las muchachas, que permanecían inmóviles, cogidas de la mano, sin apenas inmutarse ante la presencia del desconocido.
—Buenos días. Soy el padre Henno Gui. —Las muchachas no respondieron—. Podéis hablar sin temor. No voy a haceros ningún daño —añadió el joven sacerdote.
La mayor se encogió de hombros.
—Me llamo Guillemine. Soy hija de Everard Barbet. Y ella es mi amiga Chrétiennotte.
—¿Sois de Draguan?
—No —respondió Guillemine—. Somos de Domines, al otro lado del bosque. Pero vinimos aquí al comienzo del invierno, por el frío, a casa de nuestra comadre Beatriz.
—¿Domines? Es otra parroquia, ¿verdad? —Henno Gui se acordó de que la noche anterior Chuquet había mencionado aquel pueblo al hablarle de los cadáveres del río—. ¿Está lejos de aquí? —les preguntó.
—Todo está lejos de aquí, padre.
El tono de Guillemine era más bien afectado. La pequeña Chrétiennotte, en cambio, permanecía en silencio detrás de su amiga, cuya mano agarraba con fuerza.
—Estoy buscando la casa del sacristán —dijo el sacerdote—. ¿Podéis indicarme el camino?
—¿Premierfait? ¿Qué queréis de él?
—Hablarle y escucharlo. ¿Sabéis dónde vive?
—Puede.
—Muy bien. Entonces me acompañaréis.
El sacerdote cogió a la pequeña Chrétiennotte de la muñeca y tiró de ella. No estaba dispuesto a dejarse enredar por aquellas crías. Al paso vivo de Henno Gui, se internaron en el laberinto de callejas de Draguan.
Las chicas parecían temer la aparición de un vecino en cada esquina o de una cara familiar en cada ventana. Gui las acribilló a preguntas. Chrétiennotte seguía sin abrir la boca, pero Guillemine hablaba por las dos. Describió al sacerdote la muerte del obispo vista por los draguaneses y al misterioso asesino del caballo negro con todo lujo de detalles, y le argumentó la indudable responsabilidad de Haquin en las desgracias que se abatían sobre la diócesis desde hacía meses. Repetía palabra por palabra las discusiones entabladas por los vecinos el día anterior.
—A todo esto —dijo la chica deteniéndose—, ¿no seréis vos el nuevo obispo?
—No, hija mía —respondió Gui—. No tengo ese honor.
No se veía un alma. La mayor de las muchachas le contó que la noche anterior el misterioso asesino del obispo había vuelto para rematar sus fechorías y había atacado a un tal Grosparmi.
—¿Cómo dices que se llama?
—Grosparmi. Es uno de los dos afiladores.
Las heridas del afilador eran las únicas huellas tangibles del paso del asesino. Nadie se explicaba cómo había podido desaparecer tan súbitamente, siguiéndolo como lo hacían desde que había entrado al pueblo. Era otra mala pasada del diablo. La idea de que estuviera escondido en algún lugar de la villa tenía aterrorizados a todos los vecinos.
—¿Y a vosotras no? —les preguntó el sacerdote.
—No, nosotras hemos aprendido a temer lo que se ve, no lo que se oye.
—Es una actitud muy sensata —observó Henno Gui. Guillemine no respondió. Henno se volvió hacia Chrétiennotte—. Y tú, ¿no hablas nunca?
—Es muda —dijo la mayor—. Desde hace más de un año. Nadie ha conseguido hacerla hablar desde entonces.
—Sí… aparte de ti. Pero seguramente sólo habláis en sitios que no conocéis más que vosotras. Los misterios infantiles son impenetrables.
Guillemine lanzó una mirada envenenada al joven sacerdote, que fingió no advertir su cólera, ni la fugaz sonrisa que asomó al rostro de Chrétiennotte.
—Me pregunto qué habéis venido a hacer aquí… —dejó caer Guillemine.
—No soy más que un cura joven, pequeña —le explicó el sacerdote—. He venido para hacerme cargo de Heurteloup. Es mi nueva parroquia.
Al oír aquello, las dos chicas se pusieron tensas. A partir de ese momento, Guillemine tampoco abrió la boca.
Llegaron ante una cabaña de troncos de un solo piso, que hacía esquina con una callejuela y tenía como las demás una gran azotea cubierta de nieve.
—Es aquí. Premierfait vive en esta casa, con su amiga.
—Gracias —dijo Henno Gui—. Gracias a las dos. El sacerdote iba a bendecirlas, pero la mayor lo agarró del brazo con brusquedad.
—Es inútil, padre. Sabemos que mentís. —Gui la observó, un tanto asombrado de su descaro—. Heurteloup no existe —le espetó la chica—. Es una vieja historia que se cuenta a los niños para asustarlos o amenazarlos. Como el sacamantecas o el hombre del saco. Aquí todo el mundo lo sabe. —El sacerdote se limitó a sonreír, pero la chica añadió—: Guardaos de que no os caiga una maldición. Como al obispo. Como al pueblo. ¡Como a todos los que se internan demasiado en nuestra tierra!
Guillemine, que había gritado la última frase, echó a correr arrastrando a su amiga. Henno Gui las observó mientras desaparecían en la esquina de una calleja negra como dos pequeñas hadas. A su alrededor, adivinó a los primeros curiosos, agazapados tras los ventanucos.