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La puerta dejó pasar una corriente de aire helado y nauseabundo que casi apagó la vela del vicario.

Todo seguía tal como había quedado tras el crimen. La mesa, la gran cátedra del obispo, el arcón, el atril, el tintero, las dos palmatorias, la estufa… Nada se había movido, salvo el batiente del ventanuco, que había acabado cediendo a los golpes del viento. La estufa olía a leña fría y ceniza húmeda, pero en la celda flotaba un hedor más penetrante: la carne putrefacta del obispo. El delicado Chuquet se levantó el cuello. Gui no se inmutó.

—Estoy acostumbrado a este olor —explicó el joven sacerdote—. Es como estar en un aula universitaria. —La dudosa comparación sorprendió a Chuquet—. Un aula de anatomía, quiero decir. —Se acercó al ventanuco y lo cerró con un golpe seco. A continuación, encendió la estufa, mientras Chuquet hacía otro tanto con las palmatorias—. Ya está —dijo Gui.

El vicario observaba con estupor los gestos tranquilos y desapasionados del joven sacerdote, que se había acercado a la cátedra, pisando despreocupadamente las manchas de sangre acumulada entre las irregularidades de las losas. Una de ellas, aún húmeda, conservó la huella de su pisada. El pobre Chuquet dudaba entre la consternación y la náusea.

—Es una pieza muy antigua —dijo el vicario observando a Gui, que examinaba la cátedra de nogal y el extraño grupo esculpido en el respaldo—. Monseñor la tenía en gran estima. Creo que es italiana.

—¿Sí? Yo me inclinaría más bien por un país oriental… Catay, quizá.

—¿China?

—Dejadme vuestro puñal.

Chuquet le tendió el arma. Henno Gui rascó en una esquina del cuadro. Recogió un poco de polvo negruzco en el hueco de la mano, dejó el puñal y se llevó la mano a los labios.

—¡China! —confirmó tras probar las raspaduras—. Este tipo de carga inflamable sólo se encuentra en el Imperio del Medio. Es una mezcla de salitre, azufre y carbón, mucho más efectiva que cualquier arma de nuestros ejércitos franceses o españoles. No sabía que los países cristianos ya la importaran. —Henno Gui miró a su alrededor y observó las manchas de sangre y las piltrafas de carne diseminadas por toda la estancia—. El arma que ha acabado con monseñor también es extraordinaria —afirmó el sacerdote.

—Ha aterrorizado a todo el mundo aquí, padre. Hay quien ya habla de un fuego diabólico.

—Y con razón. Estos cañones portátiles sólo están en período de estudio; escupen fuego con tanta facilidad como se dispara una flecha o se lanza una honda. Un tubo de hierro, una piedra de sílex, y ¡pum! Con estas armas, las llamas del infierno pronto estarán al alcance de todo el mundo. Nuestros abuelos, que se hacían cruces de la invención de la ballesta, no podrían imaginar en qué se convertirá la caballería con este nuevo armamento. Sin duda, monseñor Haquin es una de las primeras víctimas de este invento que nos llega del sur… como tantas herejías, dicho sea de paso.

—No os sigo, padre…

—Da igual. Basta con que sepáis que monseñor ha sido asesinado más deliberadamente de lo que pensabais. Cuando me habéis contado lo ocurrido, al principio he pensado en la acción de un feligrés; la venganza por una indulgencia denegada, el arrepentimiento de un penitente que lamenta una confesión comprometedora, qué sé yo… Hoy en día, lo que sobra son motivos para querer deshacerse de un religioso. Pero para empezar, un cristiano de una región tan apartada lo tendría muy difícil para conseguir semejante arma de destrucción. Por otra parte, ¿por qué recurrir a un jinete enmascarado en esta época del año? En una pequeña comarca no es tan fácil coger prestado un semental que nadie pueda reconocer, y seguro que en Draguan hay muchos destripaterrones, pero pocos mercenarios hábiles. Unos y otros pueden ingeniárselas para dar muerte a un obispo, pero el modo siempre traiciona al asesino. Muy listo tendrá que ser quien descubra al que ha hecho esto. Creedme, hermano Chuquet: esta mañana han actuado contra el obispo, no contra el obispado. En el fondo, eso es lo único que debe importarnos. Ante todo, la función. La Iglesia sigue siendo pura aunque sus ministros no lo sean. Es a ella a la que debemos defender.

—Pero monseñor Haquin no tenía enemigos —protestó Chuquet—. Era un prelado digno que honraba a la Iglesia.

—Y la Iglesia lo honrará a él, podéis estar seguro. Lo honrará… —Henno Gui se apartó de la cátedra de Haquin sacudiéndose el polvo negruzco de las manos—. Ahora, ocupémonos de nuestro asunto —dijo sentándose en una silla colocada frente al escritorio.

Haciendo de tripas corazón, el vicario se acercó al enorme arcón del obispo. Estaba detrás del escritorio, arrimado a la pared, y también cubierto de salpicaduras rojizas. El monje suspiró, hizo girar la cremona y abrió la tapa.

El mueble tenía cerca de una vara de ancho y tres pies de fondo, y llegaba a la altura del muslo del vicario. Cuatro ruedecillas de hierro permitían desplazarlo, pues, además de ser pesado, estaba lleno a rebosar. Chuquet tiró del mango de madera de la primera bandeja y la sacó. Estaba atestada de extraños infolios, grimorios, objetos de escritorio (plumas, tinteros, secantes…) y una lupa de lectura, todo ello cubierto con la enorme ilustración que tanto había impresionado al vicario a primera hora de la mañana. Chuquet dejó la bandeja sobre el escritorio, delante del sacerdote. Éste observó la gran tela. Al primer golpe de vista, apreció la habilidad del artista, la finura de la dermis y una originalidad en la combinación de los dorados, la tierra de Siena y la tinta de cinabrio de la que pocos coloristas podían enorgullecerse.

—En los últimos tiempos —le explicó el vicario—, monseñor Haquin se interesaba por campos bastante oscuros del arte religioso. Era un capricho motivado por la repentina curiosidad de un hombre anciano, nada más.

—No seré yo quien se lo reproche.

—No. Por supuesto… Yo tampoco…

Henno Gui apartó los ojos de la ilustración sin comentar sus audacias.

Chuquet sacó la segunda bandeja del cofre. Más ordenada, estaba llena de gruesos registros, encuadernados y ordenados escrupulosamente. Sobre cada granuloso lomo, se leía un año: desde 1255, el de la llegada de Haquin a Draguan, hasta 1284, el corriente.

—Tranquilizaos, no son nuestros memoriales de quejas —dijo Chuquet—. Estos manuscritos contienen los informes de los cinco pobres sacerdotes adscritos a la diócesis. Del obispado de Draguan dependen doce pequeñas parroquias muy alejadas y diferentes unas de otras. Monseñor Haquin seguía con mucho interés la vida cotidiana de sus fieles. Así que cada párroco, que tiene a su cargo al menos dos iglesias, debe registrar escrupulosamente los actos y palabras de su grey, por orden cronológico y de importancia. Este sistema ha obrado maravillas en nuestra región, demasiado extensa y mal comunicada. Monseñor estaba al corriente de todo. Conocía a cada oveja de su rebaño y, en consecuencia, podía juzgarlas y tratarlas según sus dichos y sus hechos. Seguramente, su sucesor no seguirá su ejemplo; os ahorrará esa tarea suplementaria. Aunque vuestro caso es bastante particular.

Henno Gui se inclinó sobre el escritorio.

—¿Puedo ver los informes de mi predecesor? —pidió señalándolos.

—Pues… no, padre. Ése es precisamente el problema. No tenéis predecesor. —Se produjo un largo silencio. Chuquet buscó en el fondo del arcón y sacó un documento atado de cualquier manera entre dos tapas de cuero—. ¡Ah! Aquí lo tenemos —dijo el vicario.

Era el expediente eclesiástico de Henno Gui.

Como todos los informes de seminarios y monasterios, exponía minuciosamente los orígenes, el pasado, el temperamento y las cualidades del sujeto.

El vicario ya había hojeado el impresionante documento. Su contenido lo había dejado estupefacto. Gui era un teólogo de primer orden. A pesar de su juventud, había obtenido las mejores calificaciones en Mística con su exposición sobre la epístola Super Specula de Honorio III y en Canónica disertando sobre las Decretales de Teodoro. Se había licenciado en Cosmografía y Anatomía por Amberes, y tenía un talento excepcional para la comprensión de las lenguas vivas y muertas; esta aptitud natural incluso le había permitido leer perfectamente el arameo en menos de cuatro días. Este alumno prodigio maravillaba a sus profesores por su obediencia, cosa rara en un espíritu independiente. Por otra parte, Gui era muy devoto. Lo habían convocado al Gran Seminario de Sargines en dos ocasiones. Se había ordenado sacerdote el pasado 10 de octubre, a los veintisiete años. Doctor eminente y ya ilustre, lo habían tanteado para el cargo de cardenal diácono del arzobispo de Matignon. Pero Gui había declinado la oferta sin dudarlo y, contra todo pronóstico, se había presentado como candidato para la prédica en un modesto curato rural. No había puesto ninguna condición, salvo que estuviera lo más lejos posible de París y sus antiguos compañeros.

Aquel rasgo de carácter había encantado a monseñor Haquin. «¡Así habla un hombre! —había exclamado Su Reverencia—. Un cura joven que prefiere servir a la Eucaristía en vez de a un viejo prelado… ¡Doy la bienvenida a este nuevo heraldo de Cristo!».

El obispo de Draguan llevaba muchas semanas esperando al joven sacerdote. Preguntaba por él a diario… El vicario lamentaba ser él quien había tenido que recibirlo. Los dos hombres no habían llegado a conocerse por unas pocas horas.

El expediente incluía las notas de Haquin sobre Henno Gui y la toma de posesión que éste debía firmar a su llegada.

Chuquet comprendió que había llegado el momento de las explicaciones.

—Como ya os he dicho —empezó a decir atropelladamente el vicario—, monseñor Haquin conocía perfectamente las doce parroquias de su diócesis. Había recorrido la región en numerosas ocasiones. Era un obispo muy cercano a sus fieles.

—No lo dudo.

—Sin embargo, eso no evitó que… —El vicario vaciló.

—¿Sí? —preguntó el sacerdote.

—… Que el año pasado descubriéramos, en circunstancias realmente estremecedoras, la existencia de una decimotercera parroquia. Totalmente olvidada y abandonada por la diócesis desdé hacía años. —En su escasa correspondencia, el obispo Haquin había prevenido repetidamente a Henno Gui sobre el carácter impreciso de su curato. Pero el joven sacerdote no podía imaginar que la «imprecisión» fuera tan absoluta—. Es una aldea situada en la región más apartada, más… digamos insalubre de nuestra diócesis. Está a cuatro días de caballo de aquí. Hace más de medio siglo que sus habitantes viven en total aislamiento, sin la asistencia de ningún sacerdote ni el menor contacto con el resto de los diocesanos. Es un caso único. La última presencia de un ministro de Dios en esa pequeña parroquia se remonta al año… 1233. Era un tal padre Cosme.

—Pero ¿cómo ha podido ocurrir algo así? —preguntó tranquilamente Henno Gui—. ¿Cómo es posible que la Iglesia pierda… u olvide, en tierra cristiana, una parroquia que aún está habitada?

—Las circunstancias locales tienen mucho que ver. El pueblo está rodeado de marjales y turberas, que no han parado de crecer y sumergir los caminos de acceso. Por otra parte, en las primeras décadas del siglo, Draguan fue escenario de numerosas pestes. Hoy sabemos que los primeros casos de purula siempre se presentaban en esa zona pantanosa de la diócesis. La gente no tardó en establecer la relación. Los draguaneses de la época evitaban esas tierras insalubres a toda costa… Hasta hubo animales que huyeron de ellas; los cadáveres se amontonaban, y las aguas cenagosas siguieron extendiéndose… Tras un invierno especialmente crudo, nuestros fieles, al no tener ninguna noticia de sus vecinos, concluyeron que todo el mundo había perecido víctima del frío o la última epidemia… Hoy parece evidente que, en la época, nadie se molestó en verificar esa hipótesis sobre el terreno.

—¿Y ese padre Cosme de 1233?

—También cayó enfermo, y volvió a su tierra, Sauxellanges, para hacerse cuidar. Se cuenta que ya había sobrevivido milagrosamente a una epidemia anterior, en los años veinte. Pero esta vez el mal también se declaró en su pueblo, y el sacerdote murió. Nunca lo reemplazaron.

Gui se quedó callado. El viento volvía a golpear el ventanuco y a silbar por los resquicios del maderamen.

Chuquet sintió escrúpulos. Temía haber sido demasiado franco con el joven sacerdote; se reprochaba el tono académico y puramente factual de su relato.

—¿Cuántos habitantes quedan en ese pueblo? —preguntó al fin Gui.

—Veintiséis, creo. —Chuquet consultó uno de los documentos que había sacado del arcón—. Trece hombres, once mujeres y dos niños. Catorce hogares.

—¿Y cómo se descubrió la existencia de esa gente?

—En parte, gracias a la caja decimal.

—¿La caja decimal?

—Sí. Además de mi función de vicario, también me encargo de los diezmos. Al hacer comparaciones con nuestros ingresos pasados, advertí una extraña caída a partir de 1233. Una parte de los fieles había dejado de pagar el impuesto, pero faltaban los sacramentos oficiales y la orden del obispado que habrían certificado su desaparición. Comuniqué el descubrimiento a monseñor, que envió a investigar al sacristán Premierfait, que fue pastor y es un hombre resistente. Gracias a los textos antiguos, acabó descubriendo el emplazamiento de la aldea. Esperaba no encontrar más que ruinas, pero topó con una comunidad todavía viva.

Gui esbozó una sonrisa irónica.

—¡Así que esas pobres gentes volverán a tener un ministro de Dios porque las cajas de la Iglesia echaban en falta sus escudos! Extraña manera de recuperar a las ovejas extraviadas de Nuestro Señor… —Chuquet no supo qué responder a la observación, un tanto impertinente, del sacerdote—. ¿Se personó monseñor Haquin en el lugar? —quiso saber Henno Gui.

—No, el acceso es demasiado difícil, y monseñor se negaba a hacer una visita sin continuidad. Deseaba llevar consigo al nuevo párroco del pueblo. Siguiendo sus recomendaciones, el sacristán Premierfait se mantuvo oculto de los aldeanos, a los que observó durante varios días sin ser visto. Ellos ignoran que los hemos encontrado. Monseñor Haquin pensaba acompañaros allí. Tenía muchas esperanzas depositadas en vos. Decía que esas gentes necesitaban un apóstol, no un sacerdote. Alguien capaz de llevar a Cristo a unos creyentes de cuyo culto actual nada sabemos… Ciertamente, esos hombres y mujeres «dejados de la mano de la Iglesia» habrán transgredido muchas de nuestras reglas. Su fe es una desconocida para nosotros, una extraña, decía monseñor. No será una parroquia fácil, padre…

—Me habéis hablado de la caja decimal, pero ¿no habéis dicho también que el descubrimiento de esa aldea se produjo en circunstancias estremecedoras?

—Sí —murmuró Chuquet—. Pero ha sido una torpeza por mi parte. Esa historia podía esperar… —El sacerdote insistió—. Pues bien: el año pasado, un noble y sus dos hijos se extraviaron cerca de esa aldea. Sus cuerpos aparecieron poco después en un río de Domines, una de nuestras parroquias. Los tres habían sido atrozmente despedazados. Eso ocurrió antes del descubrimiento del sacristán Premierfait. Monseñor Haquin envió partidas a remontar el cauce del río en busca de indicios sobre esos terribles asesinatos, pero sin resultados. Fueron necesarios el celo de monseñor y mis cálculos de diezmero para resucitar la aldea. Premierfait hizo el resto. Pero por el momento nada indica que los aldeanos fueran los autores de esa atrocidad. En fin…

—Es extraño —dijo Gui—. ¿Vuestros fieles nunca habían mencionado esa aldea antes de ese día? En el campo, los recuerdos tienen una vida duradera, aunque sea bajo formas pintorescas o populares.

—No —respondió Chuquet—. Por aquí, los recuerdos se desvanecen rápidamente. A diferencia de las ciudades, en nuestros pueblos no quedan huellas escritas. Un anciano muerto hace veinte años se confunde fácilmente con un antepasado de hace siglos. Eso es lo que ha ocurrido con esa parroquia olvidada. En nuestros días, su existencia se había vuelto tan inconcebible como una vieja leyenda. Nada tenía por qué traérnosla a la memoria. La fecha exacta de 1233 se la debemos a los registros de la Iglesia. Huelga decir que, desde la aparición de los cadáveres de Domines y el redescubrimiento de la aldea, en Draguan y sus parroquias circulan toda clase de rumores.

La estufa empezaba a hacer efecto. Un agradable calorcillo iba invadiendo la pequeña celda. Chuquet dejó el expediente del sacerdote sobre el escritorio y guardó las dos bandejas en el arcón del obispo.

—Padre —dijo cerrándolo con llave—, no soy quién para adivinar las palabras que os habría dirigido monseñor; soy apenas un pobre auxiliar. Pero nosotros… entenderíamos perfectamente que rechazarais haceros cargo de una misión tan difícil…

—¿Cómo se llama esa aldea?

—Heurteloup. Se dice que hasta los lobos evitan ese diabólico lugar.

—Tanto mejor. Estoy harto de lobos. ¿Quién podría llevarme allí?

—Pues… Premierfait, el sacristán, claro. Fue él quien la descubrió. Pero costará convencerlo. Todo lo tocante a ese asunto le resulta muy penoso. Además, el tiempo no es muy propicio para una expedición tan larga. El camino es…

—No os preocupéis, yo encontraré las palabras para convencerlo —lo atajó Henno Gui levantándose—. No deseo eternizarme en Draguan. Volveré cuando llegue el sucesor de monseñor Haquin. El sacristán me llevará a la aldea mañana.

Sin atreverse a decir nada, Chuquet asintió. Había dejado sobre el escritorio del obispo el acta de presencia del nuevo párroco y la toma de posesión de la parroquia. Henno Gui los firmó sin vacilar.

El vicario observaba el rostro del sacerdote a la espera de una muestra de emoción. Fue en vano. La cara de Gui era tan inexpresiva como una máscara de cera. Tenía la impasibilidad de los grandes Padres de la Iglesia o de los anacoretas que meditaban en el fondo de sus cavernas. Al menos, así era como se los imaginaba Chuquet. Cuando hablaba de ellos con Haquin, éste siempre respondía: «No son hombres, Chuquet. Son personajes».