Poco después, el vicario y el recién llegado entraban en la celda de la planta baja que servía de despacho a Chuquet.
El monje invitó al sacerdote a sentarse en una silla, frente a su mesa de trabajo, y tras asegurarse de que no los habían seguido, cerró la puerta con llave.
Henno Gui se desabrochó las últimas vestiduras. Chuquet le ofreció una jofaina de agua caliente y un paño de manos. El joven sacerdote le dio las gracias. En esos tiempos era de buena educación ofrecer a los huéspedes con qué hacer sus abluciones nada más llegar.
—Perdonad nuestro recibimiento —repitió Chuquet—. No os esperábamos tan pronto. Quiero decir… en pleno mes de enero. Monseñor era el único que creía que os atreveríais a desafiar el mal tiempo.
—Salí de París en octubre, nada más ordenarme. Envié un mensajero para advertiros.
—Lo recibimos, pero pensamos que, con este tiempo, habríais decidido volver atrás y posponer el viaje hasta la primavera.
—Confiaba en adelantarme al frío, pero empezó de golpe. La nieve y el hielo impiden la circulación de carretas. He hecho el viaje a pie. He tenido que habituarme a la dura vida de los caminos. —Chuquet observó el pequeño zurrón del sacerdote—. En seis semanas de marcha, los bandidos me han atacado nueve veces. —El vicario lo miró con cara de susto—. Si el frío no detiene a un sacerdote, ¿por qué iba a detener a los facinerosos? No importa; después de enfrentarme a las manadas de lobos, los hombres ya no me inquietan. Los últimos que han querido sorprenderme, a unos pasos de aquí, aún deben de estar buscándome.
—No, ésos no eran bandidos, padre. Veréis… Han ocurrido cosas un tanto insólitas… La gente del pueblo está bastante alterada y…
Chuquet no sabía cómo acabar la frase. Se sentó torpemente frente a Gui. Seguía sosteniendo la arrugada y húmeda hoja que le había tendido el sacerdote a través de la mirilla. Era la carta de puño y letra de Haquin especificando su curazgo y la ruta que lo llevaría hasta Draguan.
El joven sacerdote se agachó, abrió el zurrón, sacó un par de sandalias nuevas y se desató los chorreantes borceguíes, deformados por las piedras y las largas horas de marcha.
Henno Gui era un joven fornido, alto y delgado, de frente despejada y cejas y ojos muy negros, en los que Chuquet descubrió la primera particularidad: Gui no tenía la mirada de un hombre de su edad. En aquel rostro recién salido de la adolescencia, se adivinaba una decisión de soldado veterano, una voluntad de hierro casi agresiva. Aquellas plácidas facciones eran las de un temerario capaz de cruzar a pie todo un reino enterrado bajo la nieve.
—Monseñor ha sido asesinado esta mañana —le espetó sin más Chuquet, asombrado de su propia audacia. El joven alzó la cabeza lentamente—. Ha muerto en el acto —añadió el vicario con voz ahogada.
—¿Cómo ha ocurrido? —le preguntó Gui.
—Al alba, ha llegado un hombre a lomos de un gran caballo. Ha solicitado entrevistarse con monseñor. Yo mismo lo he acompañado al despacho de Su Reverencia… Minutos después, hemos oído un estruendo, un trueno espantoso. Al subir, hemos encontrado el cuerpo de monseñor inerte, decapitado y parcialmente calcinado.
—¿Un trueno? —El rostro de Gui permanecía impasible. Su calma ante semejante noticia era tan admirable como inquietante—. No conocía a monseñor Haquin —dijo al cabo de unos instantes—. Sólo habíamos intercambiado unas cuantas cartas relativas a mi designación. Parecía un hombre de Iglesia digno y lleno de gracia. Rezaré por su alma.
—Gracias, padre. Monseñor era una bellísima persona.
El sacerdote volvió a agacharse hacia los borceguíes, como si tal cosa.
—¿Quién lo sustituirá? —Quiso saber.
La pregunta, hecha a bocajarro, era seca, brutal.
—Pues… Lo ignoro, la verdad. Aquí somos muy pocos… y mal organizados. Mañana mismo partiré hacia París con el cuerpo de monseñor. De ese modo informaré a nuestros superiores más rápidamente. Ellos decidirán.
—¿No enterráis a monseñor en su diócesis?
—Veréis… Las circunstancias… La gente de aquí es bastante impresionable y temperamental. Los fieles del sur son muy diferentes a los del norte. Esta muerte tan misteriosa ha alterado mucho los ánimos. Nosotros mismos no hemos tenido más remedio que reforzar nuestra seguridad. Así que no querríamos que…
—Comprendo.
—¿Puedo ofreceros una tisana? —dijo el vicario, aliviado al ver que el joven sacerdote dejaba correr el asunto—. Tengo unas hierbas excelentes.
—Gracias. —Chuquet sacó una bolsita de una caja colocada cerca de la chimenea, echó un buen puñado de hierbas en un cuenco de agua tibia y añadió un poco de ramiza seca al fuego—. Por mi parte, ¿debo esperar la llegada del sucesor de monseñor Haquin para ocupar mi puesto?
—No, no… No lo creo. De hecho… —Chuquet dudó—. De hecho —repitió bajando la voz—, nadie, aparte del obispo y de mí mismo, estaba al corriente de que os esperábamos. Algunos se lo imaginaban, pero monseñor Haquin nunca quiso confirmar los rumores. Ahora comprenderéis el asombro de los hermanos Méault y Abel cuando os han visto aparecer.
—Monseñor no me explicó nada sobre la parroquia. Sus cartas parecían muy cautelosas.
—Fui yo quien las redactó, a su dictado, padre. En efecto, estoy al tanto de la prudencia que mostró monseñor Haquin a vuestro respecto.
—¿Por qué?
El vicario volvió a dudar.
—¿Realmente deseáis que os explique todo eso esta noche? Estaréis agotado y… —A pesar del cansancio que Henno Gui traslucía, su fija e inquisitiva mirada obligó al vicario a continuar—. Habría… —balbuceó Chuquet—. Habría que ir al despacho de monseñor. Pero ahí es donde…
Nadie había vuelto a poner los pies en la celda de Haquin después del asesinato. Los monjes habían trasladado el cadáver del obispo a una cripta de la iglesia. Pero tras el penoso recorrido por los subterráneos, ninguno de los tres se había mostrado dispuesto a realizar la siguiente tarea: limpiar el despacho. Se habían limitado a condenar la puerta.
Heno Gui se puso en pie. Sus nuevas calzas estaban perfectamente ajustadas.
—Adelante, hermano Chuquet. Os sigo.
Para el vicario no era una perspectiva agradable, pero no tenía elección. Acompañó al joven sacerdote al piso superior.
Mientras lo precedía sosteniendo una vela por la mohosa escalera de caracol y entre los desconchados tabiques del pasillo, Chuquet esbozó más de una sonrisa de apuro. El joven sacerdote, que llevaba las manos metidas en las mangas de la cogulla, ni siquiera se percató. La lobreguez y el abandono del edificio le eran indiferentes.
Los dos religiosos pasaron ante una celda que tenía la puerta entreabierta. En su interior, los hermanos Méault y Abel cuchicheaban con las cabezas juntas a la débil luz de una vela. Parecían dos conspiradores huidos de una de aquellas novelas que tan de moda estaban y tanto asustaban a las lectoras del Louvre con sus curas y sus sacristanes hundidos en el vicio. Los monjes interrumpieron la charla de inmediato y esperaron a que los dos hombres se hubieran alejado para reanudarla.
Gui y Chuquet llegaron al fin ante la puerta de arco de la celda de Haquin. El vicario se sacó de debajo del hábito un puñal con mango de madera. Los goznes y el resquicio entre la hoja y el marco chorreaban literalmente resina de sandáraca. Chuquet levantó el puñal y empezó a arrancar los grumos de cera que cubrían las bisagras y la cerradura. Cada golpe asestado a la madera parecía alcanzarla en pleno corazón. Cuando el hierro de la hoja chocó contra el pestillo de la cerradura con un sonido duro y metálico, el vicario recordó el inquietante eco de los pasos del asesino en el corredor. Pensando en ello, Chuquet descargó la puñalada definitiva y abrió la puerta de un empujón.