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Al atardecer, la nieve empezó a caer al fin sobre Draguan. La gente se había pasado el día hablando de la muerte del obispo. La noche no calmó los ánimos. La población abandonó las calles cubiertas de nieve para seguir murmurando al amor del fuego.

En unas horas, la reputación del buen Haquin pasó de la santidad a la vileza. Los draguaneses no lamentaron su muerte, se la reprocharon. Ya había corrido la voz sobre la visita relámpago del «hombre de negro», el estruendo fulminante y el cráneo destrozado del anciano. Ningún arma de este mundo podía hacer pedazos de ese modo a un ser de carne y hueso. Para el desamparado y supersticioso vulgo, el religioso se convirtió de la noche a la mañana en culpable de algún pecado imperdonable, capaz de justificar semejante castigo. Se dijo y se repitió: el obispo había sucumbido a la cólera de un demonio. Su oscuro pasado volvió a salir a la superficie. Su silencio, su aislamiento, su melancolía: todo daba pábulo a la morbosa inspiración de los descifradores de secretos. Hicieron de él un degenerado, un asesino de niños, un aliado de los herejes, un milanés, un sodomita. Béatrice, la primera criada del obispo, reveló que había encontrado en sus arcones (hacía de eso más de veinte años) una capa de san Benito, la funesta esclavina amarilla que la Inquisición hacía llevar a sus penitentes. La gente se hacía cruces. ¡Haquin era un falso obispo! Los fieles habían pasado treinta años bajo el báculo de un renegado. Misas, confesiones, bautismos, absoluciones. Todo se convirtió en motivo de horror, de vergüenza y de cólera. Y, de pronto, las sucesivas desgracias que se habían abatido sobre Draguan desde la aparición de los cadáveres del Montayou adquirieron un sentido y un rostro. Hasta del rigor del invierno se culpó a Haquin.

Cada draguanés aportó su grano de arena y su opinión sobre la identidad del asesino y sobre las circunstancias del asesinato. Todos querían desvelar el detalle más nuevo o más edificante. Simón Clergues, el tejedor, aseguró haber visto al asesino negro deambulando por las calles mucho antes de cometer el crimen; Haribald, el afilador, describió una partida de caballeros ataviados del mismo modo (aunque sus monturas eran de color rojo vivo, según él) esperando a la salida del pueblo; la tabernera juró por lo más santo que el caballo del desconocido llevaba a dos hombres (un coloso y un enano: puede que el gigante hubiera escapado, pero el enano no podía andar lejos); por su parte, el armero Pelat afirmó que, al huir, el desconocido llevaba en la mano un objeto ensangrentado y monstruoso… que el barbero Antéliau llegó a identificar como la cabeza del obispo. Con el paso de las horas, se hizo imposible contener aquella ola de revelaciones disparatadas y contradictorias. Soliviantada, la población se apoderó de los objetos de culto, rompió cruces, pisoteó imágenes… Los monjes tuvieron que levantar barricadas en el obispado y la casa de los canónigos para precaverse contra las amenazas del populacho, que asociaba sin vacilación a los auxiliares del obispo con sus pasadas infamias.

—¡El hombre de negro debería haberos matado a todos! —gritó una anciana tirando una piedra.

—Por la noche, grupos de vecinos se emboscaron en los caminos que llevaban al pueblo con el fin de acechar el posible regreso del hombre de negro o de los malos espíritus evocados durante el día. Unos sólo querían proteger a su familia, mientras que otros pretendían confirmar con actos sus palabras y sus fantasías de la tarde.

Simón Clergues, el tejedor, se apostó con tres hombres en la antigua puerta del Septentrión, antaño un lienzo entre dos contrafuertes y ahora una tapia vacilante y aislada, que apenas servía de reparo resguardado. Tenían orden de dar la voz de alarma y resistir.

En la casa de los canónigos, el vicario Chuquet y sus dos compañeros se habían parapetado como para resistir a un sitio. Los tres religiosos habían reforzado las puertas, sellado la puerta de la celda de Haquin con resina de sandáraca, despabilado todas las antorchas, bendecido un cirio en nombre del obispo y dejado los dos pisos de la casa en una penumbra y un silencio de capilla ardiente. Todas las ventanas estaban protegidas con postigos de madera o plomo, y la puerta principal, apuntalada con maderos, cofres y largas barras de hierro.

Los tres monjes velaban en el pequeño refectorio, pieza común que les servía de calefactorio. No habían cantado ni celebrado las horas diurnas, y se habían saltado las colaciones de sexta y víspera. Estaban faltando a los deberes de la treintena hacia el recién fallecido. El orden de las plegarias y ceremonias en memoria de un difunto era inmutable y se extendía durante un período de un mes. Pero, el día del asesinato, sus espíritus estaban demasiado conturbados para concentrarse con devoción en la salvación de su superior.

Fuera, la nieve caía a rachas, cada vez más densa, cada vez más entorpecedora. Pronto, el mísero abrigo de Simón Clergues quedó enterrado, invisible entre ramas y tocones blancos. El tejedor y sus tres compañeros esperaban al amparo de la barbacana, pateando el suelo para calentarse, encajados entre el húmedo muro y una pila de mampuestos.

Además de los grupos que vigilaban las entradas al pueblo, el contorno estaba guardado por dos fornidos draguaneses. Un tal Liprando y Grosparmi, el otro afilador de Draguan. Este último, que se encargaba de la parte norte del perímetro, pasaba regularmente cerca del puesto de Simón Clergues. Su ronda lo llevaba de la puerta del Septentrión al corral del obispado, pasando por la encrucijada de Domines y Befayt, donde hacía algún tiempo el frío había derribado una pequeña Virgen de escayola. Parte de su recorrido pasaba por caminos forestales. Grosparmi iba cubierto de la cabeza a los pies con una capota impermeabilizada con grasa de pescado que despedía un hedor nauseabundo, pero impedía que la humedad calara la pringosa prenda. El coloso llevaba en las manos una limpiadera con clavos. El puntiagudo bastón servía para deshacer los gasones de tierra que frenaban el arado, pero igualmente podía descrismar a cualquier hombre al primer golpe.

Grosparmi repetía las rondas con regularidad de autómata. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad; el menor cambio, la menor anomalía le saltaban a la vista. Nada podía sorprenderlo. O casi nada.

Al atravesar por enésima vez la encrucijada de Domines y Beyfat y pasar ante la hornacina de yeso de la Virgen, el vigilante armado descubrió con estupor que los fragmentos de la estatua estaban unidos, pegados unos a otros con nieve. ¡La Virgen volvía a estar erguida! La vez anterior, los cascotes yacían esparcidos por la nieve, estaba seguro.

Grosparmi levantó la limpiadera. Al pie de la hornacina, vio huellas que se solapaban sobre las suyas. Una persona —una sola persona— había pasado por allí. Las huellas se dirigían directamente a Draguan.

El afilador soltó un gruñido y avivó el paso para dar alcance al desconocido. Sus ojos no se apartaban de las huellas. Las pisadas del intruso eran grandes. Más grandes que las suyas. Grosparmi caminaba junto a ellas concienzudamente, listo para la pelea. Pero, de pronto, desaparecieron. Bajo sus ojos ya nada aparecía. Justo en mitad del camino. Como si el merodeador se hubiera volatilizado en aire.

Grosparmi alzó la cabeza. La sangre le golpeaba las sienes. Percibió vagamente un ruido de aire azotado, y se derrumbó sobre la nieve, aullando como un animal herido. Acababan de golpearlo en una corva.

El grito repercutió en las paredes del refugio de Clergues, que estaba a un tiro de ballesta. El tejedor y sus hombres dieron un respingo. Empuñaron sus armas y salieron del abrigo.

A una veintena de metros, recortada entre los ribazos blancos y los troncos de los árboles, vieron una enorme silueta que avanzaba hacia Draguan.

El «hombre de negro» había regresado.

Aquel diablo seguía llevando la capa negra y la larga capucha que le ocultaba el rostro. Parecía un pájaro nocturno. Iba a pie, con un zurrón al hombro y la cabeza inclinada hacia el suelo.

—No lleva el caballo. Puede que pretenda reaparecer por sorpresa en mitad de la noche… O puede que el frío haya acabado con su semental.

Los cuatro hombres apostados en el abrigo echaron a correr hacia el pueblo por otro camino. La mayoría de las casas de Draguan estaban pegadas unas a otras; muchas tenían aberturas interiores que comunicaban con las contiguas, cerradas con un simple tabique de adobe. La noticia del regreso del asesino se propagó rápidamente. En cuestión de segundos, todo el mundo lo sabía. Con un solo gesto, todas las velas se apagaron, todas las conversaciones cesaron…

En la casa de los canónigos, los tres religiosos oyeron llamar a la puerta. Una voz nerviosa les susurró:

—Ha vuelto. ¡El hombre! ¡El hombre está aquí! ¡El de esta mañana! ¡El del obispo! Ha atacado a Grosparmi…

En ese preciso instante, el asesino entraba en Draguan. Avanzaba a grandes zancadas hacia la casa de los canónigos.

Un enjambre de draguaneses bajados de los saledizos y advertidos por los demás vigilantes se lanzó en su persecución. Lo seguían a prudente distancia. El desconocido no podía adivinar la presencia de sus perseguidores. Sin embargo, avivó el paso.

En el bosque, el otro centinela, Liprando, encontró a Grosparmi tendido en la nieve, herido, pero todavía vivo. El afilador murmuró unas frases inconexas sobre una sombra… una sombra a la que seguía desde la encrucijada de Domines… Luego, nada. Sólo dolor. Lacerante. Interminable.

Chuquet, Abel y Méault se quedaron en el refectorio, petrificados. Estaban arrodillados, con las rodillas entumecidas sobre las losas heladas. Los tres religiosos, prisioneros de su propio dispositivo de defensa, no podían escapar.

Salve Regina, mater misericordiae; Vita, dulcedo et spes nostra, salve —musitaron para invocar la mansedumbre de la Madre de Dios. Un fuerte golpe resonó en la puerta de entrada—. Ad te clamamus, exsules filii Evae. Ad te suspiramus, gementes et fíentes I in hac lacrimarum valle. —Volvieron a llamar. Dos golpes fuertes y resonantes. Los tres orantes continuaron su plegaría, inmóviles—. Eia ergo, advócata nostra, Illos tuos misericordes oculos. Ad nos converte. Et Iesum, benedictum fructum ventris tui, Nobispost hoc exsilium ostende.

Aporrearon la puerta, esta vez con extraordinaria violencia, como si la hubieran embestido con un ariete. Los hermanos Méault y Abel querían escabullirse en los sótanos, pero Chuquet los contuvo con un gesto vivo. Estaba pensativo. Acabó la plegaria común solo, en voz alta:

O clemens, o pia, o dulcís Virgo Maria. O clemens, opta, o dulcís Virgo María.

Reconfortado por la invocación a la Virgen, Chuquet se dirigió a la puerta y se deslizó por el pequeño pasillo que el hermano Méault había dejado libre en el centro de la barricada para poder accionar el cerrojo. Petrificados, los otros dos monjes se persignaron repetidamente, incapaces de comprender la insensatez de su vicario. Una vez junto a la gran puerta, Chuquet abrió un pequeño batiente de madera practicado a la altura de la cabeza. La abertura estaba protegida con una reja de hierro. El monje acercó la cara. La noche era oscura, los copos de nieve danzaban frenéticamente en el haz de luz que arrojaba el ventanuco.

—¿Qué queréis?

—¡Entrar! —La voz era cortante, imperiosa. Chuquet no veía a nadie. El visitante estaba demasiado lejos—. No soy del pueblo —añadió la voz—. Abridme.

El vicario pegó la cara a la reja e intentó localizar al desconocido. Al mismo tiempo, éste dio un paso hacia la luz. Chuquet pegó un respingo y a punto estuvo de caerse de espaldas. Había reconocido al «hombre de negro». La hopalanda, la capucha, la imponente altura, los rasgos apenas discernibles…

El vicario se quedó petrificado. El viajero se metió la mano bajo el manto y sacó una arrugada hoja de papel, que deslizó entre los hierros de la mirilla. Chuquet la cogió y la leyó. Cerró el ventanuco de inmediato.

Solo en la oscuridad, el hombre se ajustó la capa. Miró a su alrededor; los aldeanos habían dejado de espiarlo. Habían desaparecido. La puerta chirrió. La hoja se abrió lentamente. Un estrecho pasillo oblicuo invitaba a pasar al visitante, que entró sin hacerse rogar.

El «hombre de negro» se detuvo en mitad del enorme vestíbulo de la casa de los canónigos, ante Chuquet, Méault y Abel. Los dos últimos miraban con terror la enlutada figura con la que se habían cruzado al alba. El desconocido iba cubierto de gruesas prendas de viaje y llevaba un zurrón por todo equipaje. Tenía el capote y las calzas cubiertas de nieve y empapadas. Sin duda había caminado durante largas horas por los caminos helados para llegar allí. El vicario se acercó.

—Soy el hermano Chuquet, vicario perpetuo del obispo. Éstos son los hermanos Abel y Méault. —Los dos monjes saludaron al desconocido con un movimiento de cabeza apenas esbozado—. Perdonad nuestra desconfianza —siguió diciendo Chuquet—. ¿Por qué no os habéis presentado desde un principio?

—Dudaba de vuestra reacción —dijo la voz—. Uno de vuestros feligreses me ha seguido desde la encrucijada con la clara intención de atacarme. Creo que le he partido una pierna.

—¿De veras? ¿Una pierna? —balbuceó Chuquet, sorprendido.

El visitante dejó el zurrón en el suelo, se desabotonó la capa y se abrió el manto. Méault y Abel descubrieron con estupor un bordón de peregrino de madera de encina, una gran cruz de olivo, una cogulla forrada de lana un poco suelta y un rosario de cuentas redondas anudado alrededor de la cintura.

—Soy el padre Henno Gui —dijo simplemente el hombre—. Vuestro nuevo párroco. Llamado a la diócesis por monseñor Haquin.

El rostro del visitante se acercó a la luz por primera vez. Era joven, de apenas treinta años. Las líneas de su rostro conservaban la suavidad de la juventud, pero su mirada era heladora. Tenía la tez tensa de frío y fatiga.

Efectivamente, era un sacerdote.